Elsinor

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La agitación recorre las salas y aposentos de palacio
como un repentino viento de primavera.

Anoche llegó la compañía de actores,
y esta mañana han comenzado a hacerse los preparativos
                                                                 en el gran salón,
donde los muebles, cortinajes y gobelinos han dado paso
                a  los telones pintados y a una escenografía
que repite con premura
–como en un espejo mal colocado–
las torres, pasadizos y jardines de palacio.

Y mientras el grupo de actores repasa los sketchs
que para la ocasión ha escrito el príncipe,
los niños y las criadas se divierten con las cabriolas de los perros
y las bromas descaradas de los enanos y bufones.

Después de la muerte del rey,
este es un día de solaz. Ya era hora
que en aquellas estancias que tanto inquietan
la mente del joven príncipe
con apariciones y fantasmas atribulados,
pegue al fin un festón de primavera.

Así lo piensa Gertrudis, la madre,
casada a las volandas con su cuñado el rey,
con quien comparte una culpa
que tiene también por qué preocuparla.

Para la representación,
Hamlet ha acudido al grupo de actores ambulantes
más exitoso del momento,

pues bien está
garantizar el espectáculo.

Poner en evidencia al par de consortes asesinos,
mientras el público de cortesanos se divierte,
constituye un triunfo de su mente indecisa.

Y un plazo más
–otro, en el mar de dudas–,
antes de decidirse a la verdadera acción.

A la hora debida los actores recitan sus papeles,
esmerándose por no defraudar al príncipe,

y lo que allí acontece,
entre diálogos y revelaciones,
es lo que ya ha acontecido y ahora no puede ocultarse.

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