La UNAM y el Bicentenario, desvaríos históricos

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La conmemoración –algo prematura, admitamos– del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, por parte de la UNAM, mediante la realización de un gran congreso internacional (del 26 al 30 de marzo de 2007), seguido de la publicación de las ponencias en el libro México en tres momentos: 1810-1910-2010 / Hacia la conmemoración del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana / Retos y perspectivas, me hizo recordar un viejo refrán judío: “Duerman rápido, que necesitamos las almohadas.” Es verdad que el subtítulo incluye la preposición “hacia”, acaso para significar que se trataba de una celebración preparatoria de otra posterior y definitiva. Pero el resultado no justifica, en términos generales, la prisa. Era preferible conmemorar el 2010 en el 2010.

Se trata, no cabe duda, de una edición muy hermosa en pasta dura y forros en azul oscuro. La portada es un elegante medallón rectangular en crema muy pálido, con el águila mexicana y el escudo universitario enmarcando el título y el crédito de la coordinadora, la doctora Alicia Mayer. La impresión es impecable y las ilustraciones, adheridas como estampas al principio o al final de los textos, son muy bellas y evocadoras. (No en balde se encomendó la obra a Espejo de Obsidiana, una de las casas productoras de libros ilustrados de gran formato más serias en nuestro medio.) El trabajo tipográfico es aceptable, pero faltan sangrías en algunas citas importantes y los artículos traducidos debieron cuidarse mucho más. El tiraje es de dos mil ejemplares y su precio de venta (en las librerías de la UNAM y el Fondo de Cultura Económica, únicas que lo ofrecen) es de mil doscientos pesos. Como coffee table book la obra funciona, pero tratándose, como es el caso, de un libro destinado a ser leído y no meramente hojeado, el formato resulta inmanejable. A ese precio y con esas dimensiones, los estudiantes y maestros de historia, y el lector especializado (únicos destinatarios posibles), habrían sacado más provecho de una publicación más dúctil y modesta.

El larguísimo título no corresponde cabalmente al contenido. Sólo algunos trabajos abordan propiamente los movimientos de 1810 y 1910. La incorporación del 2010 contribuye a alargar el lapso temporal y a hacer más vagos, o retóricos, los criterios de inclusión de la obra. “Los temas aludidos en este compendio –dice la doctora Mayer en el prólogo– no son los únicos que pueden ser tratados, pero componen un corpus interesante que se articula para dar una visión de conjunto de dos siglos de historia mexicana.” Muchos de los textos son sin duda “interesantes”, y algunos francamente notables, pero están muy lejos de constituir un “corpus”, y desde luego no se “articulan” para dar esa “visión de conjunto” de los últimos doscientos años. Es obvio que una obra de esta naturaleza no puede ser universalmente incluyente, pero los editores están obligados a aclarar con toda precisión sus criterios de selección. En este caso, esos criterios permanecen en la bruma.

Algunos ejemplos: ¿Por qué en el apartado de “LA CONSTRUCCIÓN DE LAS INSTITUCIONES” sólo aparecen las jurídicas y no, digamos, las educativas o las financieras? Si bien es un acierto haber incluido “LAS LENTAS TRANSFORMACIONES DEL PAISAJE, LA GEOGRAFÍA Y EL CLIMA” –inadvertidas en la historia tradicional–, puestos a pensar hay otros temas de larga duración como las migraciones, los pueblos indígenas, los desastres naturales que, bajo el mismo criterio abierto, pudieron y aun debieron haberse explorado. No se hizo. Se sabe que en los pueblos del mosaico regional mexicano, los movimientos de 1810 y 1910 se vivieron de manera muy diversa, pero esa dimensión –que pudo reflejarse en el estudio de casos microhistóricos– apenas aparece. Sobran en cambio trabajos cuya incorporación resulta inexplicable, entre ellos uno sobre “Enfermedad y persistencia de la medicina doméstica, 1810-1910”, otro sobre la autonomía universitaria, y otro titulado “Urbanización y secularización en México: temas y problemas historiográficos, ca. 1960s-1970s”. Hay varios más. Los asuntos abordados en esos textos aluden a hechos que ocurrieron de 1810 hasta nuestra época, pero fuera de esa característica trivial no se entiende su pertinencia: no corresponden a la órbita de los “tres momentos” y tampoco tienen, en absoluto, el aliento histórico suficiente como para haber marcado a los siglos. La elección de éstos y otros textos similares parece dictada más por la especialidad incidental de los autores de institutos universitarios que por un plan editorial coherente. En contraste con esta manga ancha, varios asuntos de verdad centrales para la comprensión directa de la Independencia, la Revolución, y los procesos que ambas desataron, fueron casi excluidos: la cultura, el universo obrero y, sobre todo, la historia militar.

La cultura –insistió siempre Octavio Paz– fue, a fin de cuentas, el fruto mayor de la Revolución. Ese fruto está ausente en el libro. Apenas se mencionan las artes y los artistas, las humanidades y las ciencias, los escritores y sus obras (poesía, novela, crónica, ensayo, teatro), las instituciones, las revistas y editoriales. Una solitaria excepción es el excelente trabajo erudito de Miguel Ángel Castro “Una aproximación a la Gazeta del Gobierno de México, 1810-1821”. Es verdad que se incluye una ponencia de Carlos Illades sobre la polémica de los años treinta entre Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano (estudiada ya a fondo, con anterioridad),1 el ensayo mencionado de Javier Torres Parés sobre “Universidad y Revolución: los debates por la autonomía, 1910-1945” (que tiene poco que ver con la cultura en sentido amplio, no se asoma a las actas del Consejo Universitario, e ignora bibliografía reciente),2 y una desbalagada “propuesta de relato” de Fernando Curiel sobre “Intelectuales del tardoporfirismo al cincuentenario de la Revolución” (tema que el autor ha fatigado por tres décadas). Pero las artes durante la Revolución, la cruzada cultural y educativa de Vasconcelos –para señalar sólo dos episodios decisivos– están ausentes como asuntos amplios y específicos, y esa falta es inexplicable.

La vida obrera es otra omisión. En los años setenta, Pablo González Casanova coordinó una serie sobre la clase obrera mexicana que, editada admirablemente (en volúmenes de bolsillo) por Arnaldo Orfila en Siglo XXI, cubrió un vacío real de conocimiento. A pesar de sus méritos, esa colección no agotó, por supuesto, el tema obrero y sindical, que fue decisivo antes, durante y después de la Revolución. Su exclusión es incomprensible, aunque quizá no tanto como la de la historia militar: después de todo, dos de los tres “momentos” a que alude el título fueron guerras que costaron cientos de miles de vidas. ¿Por qué no se invitó a un historiador a escribir sobre este aspecto fundamental de ambos movimientos? No me refiero sólo a los temas propiamente estratégicos de la guerra sino a su dimensión integral: su composición social, su lógica económica, sus expresiones culturales, sus mediaciones políticas. “(En esos) períodos revolucionarios –apunta la prologuista– no se puede soslayar la violencia.” No se puede, pero aquí sí se pudo. Si alguien se interesa en el vasto drama humano que trajeron consigo las revoluciones de 1810 y 1910, la tragedia cotidiana de la inmensa mayoría de mexicanos que no participó directamente en la Revolución –ese sector de gente pacífica que Luis González bautizó como “los revolucionados”–, que busque en otra parte.3

En 1985, en ocasión del aniversario 175 y 75 de aquellos respectivos movimientos, la propia UNAM organizó un pequeño congreso y publicó un cuaderno modestísimo que, a mi juicio, cumplió con mayor eficacia con su objetivo: Independencia y Revolución Mexicanas. Intervinieron varios historiadores reconocidos: Luis González, José Luis Martínez, Enrique Florescano, Jean Meyer, Carlos Martínez Assad, entre otros. El foco temático estaba en los dos movimientos, no en la multitud azarosa de hechos, episodios y procesos de cualquier índole, que ocurrieron en el período entre ambos, o entre 1920 y 1985. Además de los textos (sugerentes, originales, específicos sobre el tema, bien escritos) el congreso llevó a cabo un imaginativo ejercicio de historia comparada entre los dos movimientos. Los organizadores tuvieron éxito porque respetaron el necesario acotamiento de los temas y no sucumbieron a una fácil acumulación, dictada por un planteamiento confuso o, peor aún, por la obligación de “dormir rápido” para llegar antes que nadie, en el 2007, al 2010.

 

 

Si la edición tiene fallas graves, el contenido –más allá de su pertinencia– sale mejor librado.4 La historia religiosa ha sido un capítulo casi vedado en la historiografía mexicana, tal vez por la doble influencia de la historia liberal y la revolucionaria, que negaron esa otra cara de México. No es un acierto menor de la doctora Mayer el haber convocado a un grupo de historiadores mexicanos y extranjeros para abordar ese viejo tabú, sin cuyo estudio puntual no se entiende a México. (El elenco, sin embargo, hubiera ganado mucho con la participación de Jean Meyer y Carlos Herrejón Peredo, autoridades indiscutibles). Éstos temas de índole religiosa están distribuidos –de manera un tanto desordenada– en dos apartados: “PENSAMIENTO Y CULTURA” e “IGLESIAS Y RELIGIOSIDAD”. Para efectos de análisis, prefiero desprender del primer rubro tres textos que, a mi juicio, encajarían mejor en el segundo. “Vías culturales hacia la Independencia” de Brian Connaughton y William Taylor es, en realidad, una teorización sobre temas que se abordan en los dos siguientes: “Mudanzas en los umbrales éticos y político-sociales de la práctica religiosa” del propio Connaughton, y “La Virgen de Guadalupe, Nuestra Señora de los Remedios y la cultura política del periodo de Independencia”, de Taylor. La ponencia de Connaughton –centrada en el gozne de los siglos XVIII y XIX– ilustra cómo ciertas propuestas de renovación religiosa, moral, educativa y hasta cívica de Nueva España (reflejadas en sermones, cartas pastorales, elogios fúnebres, etcétera) entraron en una zona de caos y desconcierto durante la Insurgencia. Los textos que reproduce son notables, sobre todo las polémicas en torno a la autoridad religiosa de los principales caudillos, pero la pintura que resulta no es del todo clara: los árboles no permiten ver el bosque. Aunque desconectada de las anteriores, la parte más sustanciosa es el relato sobre la reforma religiosa personal que, entre 1813 y 1827, llevó a cabo José Joaquín Fernández de Lizardi, tanto en su fuero interno como en su obra publicada.

La historia que cuenta Taylor sobre las dos patronas mexicanas es una lectura absorbente. Si lo entiendo bien, no niega la importancia del guadalupanismo histórico, pero, a partir de casos concretos que ha encontrado en sus investigaciones de campo, busca matizar esa omnipresencia atribuyéndola no sólo a la devoción popular sino a una promoción deliberada. Simétricamente, reivindica el lugar de la Virgen de los Remedios como una imagen de gran arraigo cuyas frecuentes idas y venidas desde su santuario en Totoltepec en Naucalpan, hasta la capital, terminaron por erosionar (junto con su asociación con la causa española) su prestigio popular. Con ejemplos persuasivos, Taylor atenúa la dicotomía que se ha manejado entre ambas imágenes. El texto resulta más apasionante en su recolección de hechos que por su vuelo interpretativo. En mi limitada perspectiva, sigo convencido de la dimensión mesiánica del culto a la Virgen de Guadalupe. Siempre me impresionó el relato de Alamán sobre las huestes indígenas de Hidalgo, que en sus sombreros de paja ostentaban pegadas estampitas de la Virgen. Y no he comprendido por qué –como apunta el propio Alamán–, tras las derrotas de Hidalgo, ellos mismos se las desprendían. Estas perplejidades sobre la religiosidad popular son la sustancia de la historia religiosa que aún tiene un largo trecho por recorrer en México.

El artículo de David Brading es el más amplio y comprensivo del conjunto. Se titula “La ideología de la Independencia mexicana y la crisis de la Iglesia católica”, y recrea el contexto histórico en toda su complejidad: arroja nueva luz sobre el “Gran Despertar” guadalupano y la creatividad del patriotismo criollo, puntualiza el agravio de la moderna administración colonial (y del visitador, José de Gálvez, en particular) contra la población criolla y los usos tradicionales, y lo ilustra con una profecía escrita en unos apuntes anónimos de 1776-1777: “Gálvez ha destruido más que edificado […] su mano destructora va a preparar la mayor rebelión del Imperio Americano.” Enseguida identifica la incidencia de la Revolución Francesa (menos “liberal” y directa de lo que se ha manejado), recuerda las alarmas específicas de la Iglesia mexicana frente a las reformas borbónicas, recrea el breve paréntesis de buen gobierno de Revillagigedo, señala las hondas tensiones étnicas y económicas que podían desgarrar el tejido social (advertidas por Abad y Queipo), delinea la aparición del nacionalismo político en el pensamiento de Hidalgo y Morelos, y remata con ese primer evangelio de la “historia patria” que fue el Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana de Carlos María de Bustamante. Historia de las ideas y las mentalidades, de individuos y colectividades, de procesos políticos y religiosos, el trabajo de Brading es un ejemplo de historia clásica (a un tiempo, reflexiva y narrativa) que debería tener más adeptos en la academia mexicana.

Los tres ensayos restantes sobre el tema religioso que, junto con el de Brading, forman parte de “IGLESIAS Y RELIGIOSIDAD”, fueron escritos por historiadores mexicanos. (Para su fortuna, no tuvieron que pasar por las manos de los traductores de Connaughton y Brading.)5 “Un siglo de la Iglesia en México: entre la Reforma liberal y la Revolución Mexicana, 1850-1949”, de Manuel Ceballos, aporta un resumen equilibrado y completo del tema. “La Iglesia católica ante los procesos sociopolíticos del siglo XX en México”, de Víctor Gabriel Muro, reformula un asunto que algunos historiadores mexicanos han tratado a fondo: el modo en que la Iglesia, a partir de León XIII, modificó sustancialmente su estrategia de incidencia social. La mejor parte refiere las tensiones internas de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XX. El gran tema de Rubén Ruiz Guerra, “La aceptación de la diversidad religiosa. Una ruta ardua”, está tratado con sensibilidad, pero el problema daba para más, sobre todo en las polémicas de la primera mitad del siglo XIX. Conviene apuntar que estos tres trabajos no corresponden, en esencia, a los “momentos” revolucionarios de 1810 y 1910. En el fondo, pertenecen más al universo histórico de ese otro “momento eje” de nuestra historia teologicopolítica que fue la Reforma, y cuyo punto de partida (la Constitución de 1857) pudo haber conmemorado la UNAM en 2007 con mayor propiedad –aunque quizá con menos perspectivas de lucimiento– que la Independencia y la Revolución.

Particularmente aleccionadora es la sección que se ocupa de “LAS LENTAS TRANSFORMACIONES DEL PAISAJE, LA GEOGRAFÍA Y EL CLIMA”: sus tres ensayos son buenos, pero destaca el formidable trabajo de Alejandro Tortolero: “Entre las revoluciones y el desarrollo: el agua en México, siglos XIX y XX”.6 Tortolero advierte en los movimientos revolucionarios una motivación económica –la disputa por el agua y la tierra–, y aun ambientalista: la defensa que hacían los pueblos de su modo de vida.

Su artículo utiliza investigaciones propias, enfoca el caso particular de Morelos, y persigue ideas, tendencias y reflexiones de la época. “El discurso agrarista –escribe– casi sepultó el tema del agua y para rescatarlo he encaminado mis esfuerzos en este trabajo.” Lo logra con creces, advierte con claridad los desastres que acechan a nuestro depredado medio ambiente, y concluye –parafraseando a Pellicer– con una reflexión que sería profética: “hay cosas de mayor trascendencia que las rosas: el agua de Tabasco es una de ellas”.

“LAS FECHAS FUNDAMENTALES” es una sección decorosa. El texto introductorio de Christon I. Archer, “México en 1810: el fin del principio, el principio del fin” no corresponde al 1810 sino a hechos que tuvieron lugar a lo largo del cuatrienio anterior, pero es revelador de la atmósfera febril y conspiratoria de la época. El trabajo de Javier Garciadiego –solvente, como todo lo suyo– se concentra en su año de estudio pero arriesga la hipótesis de que 1910 marcó el nacimiento del Estado mexicano contemporáneo. A mi juicio, el advenimiento comenzó siete años después, con la Constitución de 1917 que el autor conoce muy bien. 

“LOS DERROTEROS DE LA ECONOMÍA” y “LAS RELACIONES CON EL MUNDO” se encomendaron a especialistas apreciables y reconocidos, y contienen una variedad de textos pertinentes. El breve pero sustancioso trabajo de Carlos Marichal está lleno de datos reveladores (la insoportable carga fiscal impuesta a los indios en Michoacán durante los años previos a la Insurgencia) y descubre la sorprendente importancia de la plata mexicana en el financiamiento de las Cortes de Cádiz: ¡veinticinco millones de pesos, el ochenta por ciento del flujo total, vino de Nueva España! A Gisela von Wobeser sólo habría que reprocharle que su intervención sobre la Consolidación de los Vales Reales no agregue aportes a libros y ensayos que ha publicado recientemente. Por su parte, el amplio y especializado estudio de Leonor Ludlow explica las tres etapas de la debacle monetaria y financiera entre 1908 y 1916: el papel de los bancos de la capital y la provincia, la crisis fiscal y la sangría de metálico, el imperio del papel moneda y el billete bancario. Temas intrincados que ocupaban la mente de Limantour, Ernesto Madero, Rafael Nieto, Edwin Kemmerer, Antonio Manero y varios otros protagonistas de la época que Ludlow reseña muy bien. Su virtud es abrirnos los ojos sobre un tema apenas explorado: los costos de penuria, carestía, inflación y hambre durante la Revolución. El rico panorama de Josefina Zoraida Vázquez sobre el contexto internacional de la Independencia pertenece al género de la buena historia diplomática. Pablo Yankelevich no avanza mucho sobre lo ya logrado en los libros clásicos de Katz y los trabajos de Berta Ulloa sobre el contexto internacional de la Revolución. Dentro del mismo conjunto, destaca por su frescura, su buen uso de fuentes primarias y su originalidad, la ponencia de Marcela Terrazas y Basante: “La temprana colaboración norteamericana en la Independencia de México”. Es un alivio leer una historia concreta, bien enmarcada, con personajes de carne y hueso, con tramas reales y hasta con cierta intriga. Me sorprendió gratamente su perfil novelesco de Bernardo Gutiérrez de Lara, ese insurgente olvidado. 

Algunas secciones del libro abordan el “momento” 2010. Es la implicación anunciada en el subtítulo: Retos y perspectivas. Esta decisión editorial fue desafortunada. Frente a las vastas omisiones sobre el pasado, resulta difícil justificar la incorporación de ensayos especulativos sobre el presente y el futuro inmediato de México. Hay un texto de vigencia casi intemporal (Federico Reyes Heroles sobre “la ciudadanía en el siglo XXI”) y un buen análisis de Carlos Elizondo Mayer-Serra sobre “Dos siglos de crecimiento mediocre” (provisto de útiles gráficas y tablas comparativas), pero los trabajos contrapuntuales de José Antonio Crespo y María Amparo Casar sobre la cultura política actual padecen, creo yo, el peso excesivo de la coyuntura.

Las secciones restantes de la obra son, en el mejor caso, irregulares. “LAS TRANSFORMACIONES SOCIALES” contiene el bonito texto del joven historiador David Guerrero Flores sobre la “valoración” del trabajo infantil en la segunda década del siglo XX: tiene testimonios, aunque es más un sondeo de varias fuentes que un trabajo acabado. El ensayo de Carlos Welti sobre el tema demográfico pierde consistencia por la mezcla de otros asuntos aledaños, como la seguridad social. Felipe Arturo Ávila Espinosa, meritorio historiador del zapatismo, aporta un artículo coherente: “Las transformaciones sociales de la Revolución Mexicana”. Su problema es la falta de distancia crítica con respecto a su objeto de estudio: es un trabajo escrito dentro del paradigma histórico de la Revolución. (Hay varios otros en el libro que manifiestan ese sesgo, entre ellos la reflexión de Arnaldo Córdova sobre el tema de su famosa obra: la ideología de la Revolución Mexicana.) En “Enfermedad y persistencia de la medicina doméstica”, Claudia Agostoni nos enseña que en el siglo XIX había pocos doctores y hospitales, se utilizaba la medicina doméstica (que no trata propiamente) y la gente tendía a quedarse en casa. Por su parte, el recientemente nombrado director del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, Ariel Rodríguez Kuri, publica “Urbanización y secularización[…], ca. 1960s-1970s” (curioso ese “ca.”: ¿querrá decir que incluye los cincuenta, o los ochenta?). El pastoso texto transita confusamente de “la filosofía de lo mexicano”, a la “polémica virtual” de Manuel Germán Parra y Frank Tannenbaum sobre la vida urbana y rural, al fenómeno de la urbanización, sus consecuencias “socio-culturales y políticas” y sostiene la “necesidad teórica de ampliar el registro de las categorías de secularización”. Lo malo es que el autor nunca “amplía” ese significado, ni siquiera lo trata propiamente. La “secularización” es un concepto que proviene del siglo XVI y la extrapolación de Rodríguez Kuri se queda en promesa “teórica”. Cita profusamente, eso sí, a Löwith, Germani y hasta a Fukuyama, pero tengo la impresión de que habría sacado más provecho de autoridades específicas en el tema que quizá desconoce, como Jorge Enrique Hardoy y, desde luego, Richard M. Morse, con sus estudios clásicos sobre Buenos Aires y São Paolo como “arenas culturales”. Tanto su ensayo, como el de Jesús Hernández Jaimes sobre “Crisis de subsistencia e insurgencia popular en la Nueva España: entre la infidencia y la lealtad”, son buenos ejemplos de cómo la exacerbación de la teoría puede distorsionar el trabajo del historiador. Haré referencia a este vicio más adelante. Cabe puntualizar que el trabajo de Hernández Jaimes corresponde, al menos, a hechos que ocurrieron… c 1810. Pero su título promete una combinación de temas que el escrito a duras penas aborda.

“LA CONSTRUCCIÓN DE LAS INSTITUCIONES” incluye una visión positiva de Fernando Serrano Migallón sobre la evolución del orden legal en México y otra, más pormenorizada, sobre la historia del derecho en México entre 1810 y 1917, escrita por María del Refugio González. La familiaridad práctica de González con su área de especialidad contrasta con la abstracción del largo artículo de Elisa Speckman Guerra: “Justicia, revolución, proceso [sic]. Instituciones judiciales en el Distrito Federal, 1810-1829”,7 en cuyo arranque, referido a su propio trabajo de investigación, se lee:

 

En el proceso se había perdido la conmemoración y los eventos, es decir se había desdibujado la importancia de la Independencia y la Revolución. ¿Realmente la tuvieron? ¿Las revoluciones que transformaron radicalmente a la política y la sociedad afectaron menos a la cultura, a la vida cotidiana o a la justicia (que suele ser conservadora)? Son preguntas generales, emergidas [sic] de una inquietud concreta: era necesario preguntarse por qué los lapsos 1810-1837 y 1910-1929 no daban cuenta de las grandes transformaciones en las instituciones y leyes jurídicas.
 

Extraño párrafo, por donde se le interprete. ¿De verdad cree la autora que la Revolución no afectó la cultura, la vida cotidiana o las nociones de justicia? Las constituciones de 1814, 1824 y 1917, ¿le parecen un dato menor, hechos que “no daban cuenta” de “grandes transformaciones”? ¿O es que, como no entran en el tema que eligió, no se pueden tomar en cuenta? Y, para recuperar el sentido común: ¿le sorprende que en plena Revolución no hubiera una actividad renovadora mayor de los tribunales y leyes del Distrito Federal? Las cosas se entienden mejor si procedemos a descifrar el párrafo: Speckman investigó a fondo un tema muy circunscrito, pero –llevada por las exigencias de la “conmemoración”– quiso encontrar en él hitos que correspondieran a esos dos “eventos”, y simplemente no los halló. Y al no encontrarlos, hasta se preguntó si tuvieron la importancia que se les atribuye.

Por la calidad de sus autores, cabía esperar mucho más de la sección final sobre historiografía: “ESCRIBIR LA HISTORIA DE LA INDEPENDENCIA Y LA REVOLUCIÓN”. El conjunto se quedó penosamente lejos de las compilaciones historiográficas (razonadas, exhaustivas, generosas) publicadas en su momento en Historia Mexicana, o compuestas por el gran experto en el tema, mi admirado amigo Álvaro Matute. Su propia contribución en esta obra atisba apenas las relaciones entre literatura e historiografía. Sus observaciones sobre Jorge Ibargüengoitia son atinadas. Virginia Guedea, especialista en la Independencia, cita 143 obras en diecisiete páginas, pero el suyo es un registro, no una valoración. Enrique Plasencia de la Parra nos anuncia un “recorrido” por la historiografía de la Revolución Mexicana, pero su prisa (digna del curioso texto sobre las percepciones mexicanas del tiempo… a través del tiempo, escrito por Peer Schmidt, incluido en el libro) fue tal, que olvidó nada menos que las Fuentes de la historia contemporánea de México / Libros y folletos, coordinada y editada por Luis González, la obra del mismo título sobre periódicos y revistas dirigida por Stanley Ross y la serie de Historia de la Revolución Mexicana editada por El Colegio de México a partir de 1977. Estas omisiones son imperdonables. Los artículos sobre fuentes de la Independencia que aportan dos miembros del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM –el ya citado Miguel Ángel Castro y el de Tarsicio García Díaz sobre los fondos documentales que atesoran la Biblioteca y la Hemeroteca nacionales respecto de la Independencia– son útiles y sustanciosos. No lo es tanto el rápido apunte de mi entrañable amigo Christopher Domínguez Michael sobre “Cómo y por qué escribí la Vida de Fray Servando”.

He dejado para el final el apartado “LOS CONCEPTOS Y LA CULTURA POLÍTICA”. Sobre la Revolución escriben dos textos magistrales Friedrich Katz y Alan Knight. El primero rescata, a través de un minucioso estudio de sus cartas, episodios clave en la vida y el pensamiento (durante y después de la Revolución) de tres figuras emblemáticas del grupo de los Científicos: Limantour, Terrazas y Creel. La lectura me resultó reveladora de las diferencias de opinión y actitud que hubo entre ellos. Contiene al menos dos cartas de importancia histórica de Limantour (a Creel y a Lord Cowdray) y una iluminadora comparación de Katz sobre la Revolución Rusa y la Mexicana, tema que robaba el sueño de aquellos personajes.

Por su parte, Alan Knight aporta un destilado de reflexión basado en su monumental historia: lo tituló “La cultura política del México revolucionario”. Después de puntualizar los elementos centrales de esa cultura, no sólo sus fines ideológicos declarados sino sus mecanismos específicos de control (personalismo, arbitrariedad, corrupción, nepotismo y violencia), Knight desemboca en un provocador ejercicio de Realpolitik retrospectiva: “México no fue Suecia”, nos dice, porque no podía serlo. El elitismo romántico y espiritual de Madero era insostenible. La política “cochina” se justificó como la manera, “quizá la única manera”, de alcanzar las metas positivas y populares.

¿Tiene razón Knight? Hay un ejercicio contrafactual que podría resultar igualmente válido: Madero no es asesinado, o es asesinado pero el vicepresidente Pino Suárez no lo acompaña en el martirio, Woodrow Wilson llega a la presidencia, se rescata el experimento democrático, en 1915 llega al poder Carranza. México adopta un camino civilista, hay una nueva Constitución, se introducen de manera pacífica las reformas sociales que Madero, al final, reconocía como imprescindibles. Otra oportunidad democrática que se perdió fue en el 29: si Vasconcelos hubiera fundado un partido civil, en vez de optar por el exilio. En suma, no creo que la Revolución, tal como se desenvolvió, fuera un proceso cifrado fatalmente en el destino. Y tampoco creo que varias de las reformas a las que alude Knight hayan sido tan populares como él sugiere. Pero lo más preocupante de su análisis (por sus implicaciones en nuestros días) es su diagnóstico sobre las condiciones de una democracia liberal:


Para funcionar correcta y eficazmente, la democracia liberal probablemente necesita cierto consenso anterior en cuanto a la economía política y las relaciones de clase; sin ese consenso, se vuelve vulnerable, como lo descubrieron Madero, y sesenta años después, Allende.

De ser así, México atraviesa por una zona minada.

La Independencia está ampliamente representada. Abre con un convincente ensayo en el que Jaime E. Rodríguez O. resalta la importancia de los procesos políticos en la Independencia, opacados por la fuerza real y mítica de la Insurgencia. En “De moderados y radicales en México y España”, Miguel Soto esboza apenas un ejercicio comparativo sobre las diferencias dentro del grupo liberal en ambos países. Si bien su tema es crucial para entender la política mexicana antes de la Reforma, su tratamiento es demasiado sintético. Menos original, con todo y su alud de citas, resulta “La idea de república en Hidalgo y Morelos”, de Patricia Galeana. Adicionalmente, el lector se topará con dos textos sobre la Independencia, obra de Alfredo Ávila y Ana Carolina Ibarra. Vale la pena detenerse en ellos: junto con otros ya mencionados páginas arriba, representan, me parece, vicios que aquejan a la noble profesión de historiar (su enseñanza y su investigación) en nuestros ámbitos académicos, privados y públicos.

 

 

Álvaro Matute recordaba hace poco una crítica de José Gaos a los colegas que sólo escriben para colegas.

El problema se ha agravado. Ahora los colegas no sólo escriben para los colegas sino sobre los colegas. Desconectada del público lector, esta endogamia se alimenta a sí misma, impide tanto la crítica como la autocrítica y, llevada a sus límites, conduce a una forma de autismo.

Comencemos por las citas. En un texto típico de este nuevo género, el autor cita a sus pares (“Como bien dice fulano”) o se cita –¿y por qué no?– a sí mismo: “Véase mi trabajo…” Uno se pregunta a quién está destinado ese “véase”. No al público lector, por supuesto, sino al colega nacional o extranjero cuya opinión es importante para la acumulación de capital curricular. En su ensayo “Los mencionables” (Letras Libres, mayo 2003), Gabriel Zaid describe el mecanismo:

 

Todas las formas degradadas de mencionar (o no) se explican por un cálculo muy simple: el beneficio del que menciona (no del mencionado, no del lector) frente al costo de hacerlo (o de no hacerlo). Para este cálculo, el beneficio no es informar al lector, ni darle crédito al autor que se menciona, sino acreditarse mencionándolo; y el costo es arriesgarse al descrédito por darle crédito, o demasiado crédito, o insuficiente crédito, o ninguno.

Abundan también las citas innecesarias: las triviales o las que ostentan una erudición que no viene al caso. Por eso, Luis González –riguroso como era– terminó por escribir libros y ensayos con apéndices sobre fuentes muy sucintos, pero que constituían un verdadero servicio al lector. Y otro auténtico sabio, Richard M. Morse, llegó al extremo de burlarse de sus colegas publicando un ensayo sin texto, sólo con citas a pie de página.

Varios artículos en esta obra conmemorativa del Bicentenario adolecen de esos problemas, y de otros, más graves. Típicamente, el autor da por sentado que el lector sabe de qué está hablando. Por eso no se siente obligado a contar una historia, su historia: comenta la de los otros, reparte elogios y censuras. Tiene la pretensión de estar haciendo ciencia (no apta para legos) pero su trabajo no es más que un artificio cientificista. David Brading lo llama “escolasticismo”. A mí, en lo personal, me recuerda la hermenéutica talmúdica, ese torrente de comentarios sobre comentarios, acumulados a través de los siglos; pero al menos el Talmud pretendía interpretar la palabra de Dios y conectarla con la vida cotidiana de los fieles.

El historiador de las ideas brasileño José Guilherme Merquior llamaba a esta moda “teorrea”. Por piedad estética, prefiero llamarla “historia teorizante”. Quien la practica no pasa de ser un comentarista de autoridades. En muchos casos estas autoridades en verdad lo son, pero la calidad de los citados no se transmite por ósmosis al citador. Entre los extranjeros más mencionados, basta leer a Van Young, Taylor, Rodríguez, Brading, Archer, Guardino, para advertir cómo se quedaron en un período por años, acumulando fuentes propias que luego aprovecharon para construir una obra. Y si en sus libros o ensayos suman períodos, es porque suman investigaciones, no porque suban un peldaño “hermenéutico” para así no tener que tratar casi nada en términos concretos. Nuestra pobre historia teorizante prescinde de esa acumulación.

Para estos profesores no hay historia ni historiografía: hay glosa historiográfica. Infligen al lector (suponiendo que lo haya) una prosa críptica con pretensiones explicativas, que cae por su peso.8 Pero el problema no es sólo de estilo sino de contenido. Alfredo Ávila, por ejemplo, aborda las ideas políticas en el mundo ibérico y contrasta el impacto de la Constitución liberal de Cádiz con corrientes anteriores de pensamiento político español. Tema importante, a no dudarlo, pero el autor no va más allá de hilvanar autoridades, pronunciarse por alguna, o por una combinación, o por un sesgo supuestamente original, todo envuelto en una prosa autorreferencial, digresiva y pedante. La historia de las ideas queda suspendida en el éter.

Decía Isaiah Berlin que las ideas deben considerarse siempre en su contexto, y ancladas –por decirlo así– a las personas que las produjeron. No de otra forma pensaban José Gaos, que introdujo el género entre nosotros, y José Miranda, autoridad que Ávila –tan bueno para citar– no cita, pero que se aplicó con sabiduría al mismo tema de las ideas e instituciones políticas en Nueva España y México. Inútil buscar esos anclajes en esta corriente: lo que abunda es una gaseosa abstracción. Por lo demás, algunas atribuciones de autoridad están equivocadas. “Tal como François-Xavier Guerra resaltó –asegura Ávila– [la Independencia fue] un proceso hispánico.” Páginas adelante, atribuye a J.G.A. Pocock la idea del “momento maquiavélico” en la vida política hispánica. Sobre el primer tema, O. Carlos Stoetzer publicó su obra en dos tomos en 1966, mucho antes que Guerra y que otros defensores de la tesis hispanista que (incluido él mismo) Ávila cita.9 Y cincuenta años antes que Pocock, Richard M. Morse inventó, de hecho, el término “maquiavélico” para interpretar el mismo tema.10

Como toda escolástica, estos textos suelen descubrir con frecuencia el hilo negro. Gracias a Ana Carolina Ibarra, nos enteramos de que “cada vez son más los que descubren que aun en aquellos lugares donde hubo una intensa participación popular, la gente no estaba peleando por la Independencia”. Que yo recuerde, ese descubrimiento ya estaba en algunos pasajes de Alamán. Esta insistencia en buscar el “sentido” recóndito de las palabras (Independencia, Autonomía, Libertad) reduce la historia a una semántica vaga (a veces boba) y a un estéril nominalismo. En torno a la Insurgencia, por ejemplo, Ávila apunta que “no había algo así como un pueblo mexicano antes del siglo XIX”. Me pregunto, ¿contra qué molino de viento dirige su sesudo hallazgo? ¿Qué historiador serio sostiene ahora que el “pueblo mexicano” es un mismo actor histórico desde Cuauhtémoc? Y, por otro lado, me pregunto también si la obra toda de Clavijero y la de sus compañeros jesuitas, patriotas criollos emblemáticos, no constituyen para Ávila una vindicación suficiente de la existencia cultural de México antes de 1810.

Bizantinismo puro: Ibarra se pregunta: “¿Estaba Morelos pensando en un padre cuando se refería a Fernando vii o había comenzado a tomar distancia con esa figura lejana y riesgosamente involucrada en los designios napoleónicos?” Su teoría nos ilumina: “La respuesta es desde luego ambigua, en gran medida se explica en función de los distintos contextos, pero también por el proceso de creación del propio lenguaje.” Más adelante nos descubre que “las ideas de Morelos en ese período no son lineales”. Sin tantos rodeos, estos hermeneutas pueden penetrar el significado histórico de términos como “Patria” y “Nación”, consultando en el mismo volumen las dos líneas que Brading dedica al tema. No se necesita más.

¿Qué falta en esta historia teorizante? Faltan, entre otras muchas cosas, las personas. Esta elemental vindicación de las personas en la Independencia y la Revolución no es mía. Es de la propia doctora Mayer, que en su prólogo escribe: “Hay trabajos que analizan distintas facetas de personalidades de cada época… que [rescatan] las contribuciones de los hombres y mujeres que forjaron el país.” Si los hay, yo no los encontré. Encontré menciones de esas personalidades y encontré soliloquios sobre sus “lenguajes”, pero esas “personalidades” no aparecen en la historia como actores decisivos. De hecho, en el recuento de las motivaciones que llevaron a los pueblos del Bajío a sublevarse, Ávila refiere todo tipo de causas plausibles –crisis agrícola, intervención napoleónica, defensa de la comunidad, etcétera–, menos una: el papel de Hidalgo y Morelos. ¿Fueron epifenómenos? ¿Se ha dicho todo sobre ellos? Estoy convencido de que no. Si algo sugiere la extraordinaria compilación documental que ha llevado a cabo en estas décadas Carlos Herrejón Peredo en El Colegio de Michoacán, es que ésos y los otros “33 padres de la patria” aludidos por Luis González, en su libro Once ensayos de tema insurgente, merecen una biografía moderna. Vicente Quirarte lo reconoce así, en su artículo sobre la figura de Hidalgo a través de la literatura, aunque me temo que las biografías modernas deben esquivar el sentido algo carlyleano que Quirarte parece favorecer.

Nuestros maestros decían que hay historiadores del verbo e historiadores del sustantivo. Los primeros son cinematográficos: narran acciones individuales y colectivas, procesos y episodios de toda índole y de toda dimensión: locales y nacionales. Los segundos son fotográficos: se detienen en un momento significativo, una persona (sus motivaciones, sus ideas, sus pasiones). La corriente académica a que aludo –dominante, repito, en varios claustros privados y públicos– no conoce el verbo ni el sustantivo. No le interesa el “qué”, el “quién”, el “cuándo”, el “cómo” ni el “para qué” de la historia. Lo que parece interesarle es el “por qué” de la historia (la causalidad), pero ese énfasis no la ha conducido a los prolegómenos siquiera de una filosofía analítica seria, sino a una moda en la que las elucubraciones más oscuras, subjetivas, insustanciales, autocomplacientes, pasan por interpretaciones científicas. Sus textos son una especie de caricatura hegeliana: pretenden encontrar las partes en el todo, el todo en las partes. El resultado no es el Espíritu. El resultado es la banalidad.

A los practicantes de la teorización –que abarca también a las ciencias sociales y el estudio “crítico” de la literatura– conviene recordarles que el público lector sí existe y sí importa. Un científico puede, legítimamente, escribir para tres colegas. Quizá son los únicos capaces de entenderlo. Esa selección está en la naturaleza misma de las ciencias duras. Pero la historia no es, no puede ser, una disciplina para iniciados, una escritura impenetrable. Un historiador cabal no debe ensimismarse en un ejercicio narcisista que le dé puntos en el SNI pero no aporte un ápice a lo que verdaderamente cuenta: el avance compartido del conocimiento.

 

 

México ha sido, a través de los siglos, un país de grandes historiadores. Más allá de las modas y las corrientes, de los enfoques y las escuelas, las tendencias y las ideologías, la mejor historia que se ha practicado en México ha sido apasionada en su amor al pasado, ardua en su recolección de fuentes, rigurosa en su búsqueda de la verdad, sensible en su espíritu de comprensión, cuidadosa en arriesgar explicaciones, clásica en la composición, clara en la expresión, y preocupada seriamente por el lector. Poco de esa tradición late en estos desiguales tomos de la UNAM, mezcla de excelencia intelectual y miopía editorial, de erudición verdadera y esnobismo a pie de página, de creatividad genuina y falsa gnosis, de vocaciones probadas y vulgar chambismo. Y si la historia que nos espera en el futuro sigue por los rumbos de la historia teorizante (bien representada en esta obra), empezamos mal el siglo XXI.

El 2010 llegará a su tiempo, ni antes ni después. ¿Estamos preparados, los historiadores, para la alta reflexión que nos corresponde? Lo dudo mucho. Hay en el ambiente un servilismo dogmático ante las modas de universidades mediocres. Los grandes historiadores en el mundo de hoy escriben como los grandes historiadores en el mundo de ayer, pero nuestros académicos desconocen por igual a unos y otros. Sobre esos cimientos, poco o nada trascendente se puede construir. La profesión de historiador en nuestro país necesita autocrítica, pero la academia no es proclive a ella. Parafraseando a don Edmundo O’Gorman, la ciencia histórica en México vive una crisis pero, por no reconocerlo, camina a oscuras hacia el porvenir. ~

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1 Por ejemplo, Rosa Krauze de Kolteniuk: Obras completas de Antonio Caso, UNAM. El volumen XIII le hubiera ahorrado al autor “descubrir” los textos originales en El Universal.
2 Por ejemplo, María Teresa Gómez Mont: Manuel Gómez Morín / La lucha por la libertad de cátedra, UNAM, 1996.
3 Un buen lugar para empezar es la espléndida compilación en tres volúmenes Mi pueblo en la Revolución Mexicana. Dirección de Culturas Populares, INAH, 1985. Fue coordinada por Alicia Olivera de Bonfil. Intervinieron en su gestación Guillermo Bonfil, Luis González y Friedrich Katz. Es urgente que la Comisión del Bicentenario la reimprima.
4 Agradezco a Andrea Martínez Baracs sus observaciones sobre el contenido de varios artículos.
5 En la traducción del texto de Brading encontré una absurda división explícita en “partes” (en vez de simples asteriscos), una que otra barbaridad (“voluntariosos” en vez de voluntaristas, “momentáneo” como traducción de momentous), arcaísmos (“empero”, “se mostró presto”). La de Connaughton contiene palabras como “conflictuado”, traduce “ultramundano” en lugar de “ultramontano” e incluye frases incomprensibles: ¿Qué significa “comunicación del acometido ético-religioso-político” o “los pensadores potenciaban la pretensión de inclusión social, entablando la conducta religiosa y la crítica ético-política dentro de un horizonte de valores…?”
6 Los dos restantes son “México y el cambio geográfico: dos siglos de historia, 1810-2010”, de Héctor Mendoza Vargas, Pedro S. Urquijo, Narciso Barrera-Bassols y Gerardo Bocco, y “El agua subterránea como elemento de debate en la historia de México”, de Judith Domínguez y J. Joel Carrillo-Rivera.
7 Errata repetida en índice y texto: donde dice 1829, debe decir 1929.
8 Ejemplo empírico: un doctor en derecho, prestigiado miembro de la Barra de Abogados –es decir, no un lector cualquiera, sino uno interesado en el tema– leyó el artículo de Speckman Guerra. Me comentó que le parecía incomprensible.
9 O. Carlos Stoetzer: El pensamiento político en la América Española durante el período de la emancipación, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1966.
10 Richard M. Morse: “Towards a Theory of Spanish American Government”, Journal of the History of Ideas, vol. 15, núm. 1, enero de 1954, pp. 71-93.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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