El siglo XX y otras calamidades

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A veces es difícil saber, al oír hablar de los últimos cien años, si se trata de una conversación sobre, digamos, la Cuba moderna. Los interlocutores se esfuerzan por parecer equilibrados. Por una parte ahí están, es innegable, la tiranía, el fracaso de los experimentos económicos, la falta de libertad.
Sólo que el progreso de la instrucción —prosigue la charla— es indudable: todos los cubanos saben leer; tienen muchas más clínicas que en 1959; son pobres y tienen hambre, pero, caray, en alguna forma singular son felices.
     Parece que al hombre (y hay que añadir, muy a tono con este siglo) y la mujer del siglo XX les pasa lo mismo.
     Pero es un falso planteamiento, ahistórico. Hace cien años el mundo estaba mejor que hoy. Había menos personas y, sobre todo, menos personas ancianas. Casi la superficie entera del planeta estaba dirigida por seis imperios, conscientes todos de los confines de sus respectivos intereses. Dos o tres viejos imperios débiles: China, Turquía y Persia, parecían estar reviviendo. Algunos países nuevos desde el punto de vista político: los Estados Unidos, Brasil, México, Japón, daban la impresión de estar aguardando su turno. En casi todos los países había algún tipo de gobierno representativo, y aun el imperio otomano, el imperio austriaco y Rusia coqueteaban con esa posibilidad. La religión, el respeto cada vez mayor al Estado de derecho y un sentido del honor ampliamente difundido se anteponían a la política. En muchos países se conservaba la lealtad a la monarquía tradicional, a veces formal, a veces todavía poderosa.
     Casi en todos los países, es cierto, había lo que parecía una rígida estructura de clases. Pero las personas con vigor, encanto e inteligencia natural, generalmente eran capaces de trepar por los postes encebados del progreso social. El conocimiento solía elogiarse y premiarse.
     En realidad, había señales de peligro. El primer ministro británico de hace cien años, el meditabundo Lord Salisbury, último miembro de la Casa de los Lores que llegó a primer ministro, fue un buen escritor y un científico experimental. Unos años antes, a la muerte del primer emperador alemán, Guillermo i, en 1888, había comentado: "Zarpa el barco, aquí se entra en alta mar ". "¿Y se pregunta usted qué tiempo hará allá fuera?", le preguntaron. "No hace falta interrogarlo —respondió con gravedad—. Puedo ver el horizonte encapotado". Nunca se despejó ese horizonte.
     Porque el siglo XX se recordará sobre todo por cuatro cosas: la primera y segunda guerras mundiales, y el fin concomitante de los imperios europeos; el sistema comunista ruso, fundado en el Gulag; el intento nazi de exterminar a los judíos; y el arma nuclear lanzada dos veces sobre Japón en 1945, que desde entonces siempre infundió terror.
     También ha habido otras tragedias menores, como la Revolución Mexicana, la Guerra Civil Española o los últimos años en Yugoslavia, que con mucho han sido los peores acontecimientos de la historia de sus respectivos países y cuya memoria no ha dejado de reverberar.
     De esos acontecimientos, el Gulag y el Holocausto de los judíos han sido lo peor de la historia humana.
     Es más, no sólo desacreditan a los rusos y los alemanes, sino a toda la raza humana. Porque grandes números de personas humanitarias, inteligentes e instruidas no sólo cerraron un ojo al estalinismo, sino que incluso lo defendieron. ¿Cómo aceptar, por así decirlo, la posición de los poetas, los pintores, los novelistas, los actores, que justificaron durante tanto tiempo el comunismo? El atractivo del comunismo puede haber sido, como afirmaron por separado Maynard Keynes y Unamuno, el de una religión, pero eso por supuesto no se justifica después de tantos siglos de cristianismo.
     ¿Cómo, además, aristócratas tan ingeniosos y de buen talante como Winston Churchill y Franklin Roosevelt pudieron haber considerado, aunque fuera por un instante en 1944-45, que Stalin hubiera podido desempeñar una función positiva y, por lo tanto, humanitaria en la posguerra?
     Podría parecer que el nazismo sólo afecta a los alemanes y a sus aliados. Pero en 1900, los alemanes parecían uno de los pueblos más inteligentes y cultos. Muchas partes de Alemania habían disfrutado de una educación universal durante varias generaciones, y su planteamiento político, una especie de socialismo de Estado a partir de las ideas de Bismarck y Lasalle, parecía ofrecer un modelo a los países adelantados.
     Las víctimas de los nazis no sólo fueron los judíos, sino también los gitanos, y también habrían estado ahí los polacos si Alemania hubiera ganado la guerra.
     Uno de los peores sucesos, a mi juicio, fue la Guerra Civil Española. Claro, todas las guerras son una tragedia y las guerras civiles suelen ser las peores. Pero en 1939 ganó el general Franco y hubiera cabido esperar un intento de restañar las heridas. Después de todo, la guerra civil había sido entre la clase media española, y en muchos casos hubo familias divididas o amigos separados por ella. Los vencedores sabían quiénes eran sus contrincantes, porque habían ido con ellos a la escuela o a la academia militar.

Pero, por algún motivo, ese ánimo de tolerancia no se dio. El general Lorenzo Martínez Fusset, que menos de veinte años antes de 1936 había sido amigo cercano del poeta García Lorca, siguió encargado de las listas de las ejecuciones durante muchos años, que incluían a numerosas personas como el pobre presidente Companys, de Cataluña, sólo porque estaba del otro lado.

Podría alegarse que esas son las cosas que pasan en las guerras civiles. Pero no siempre fue así.
     Tómese en consideración la guerra de los comuneros. Determinado grupo de hombres y mujeres —no hay que olvidar a María Mendoza de Padilla— hizo un serio intento de derrocar al gobierno. Hubo conflictos en más de la mitad del país, sobre todo en Castilla. La Corona se recuperó. Después ¿a cuántas personas habrán ejecutado? El mejor historiador del tema, Joseph Pérez, recuerda que el número de muertos, ya sea como el arzobispo de Zamora, fallecido oficialmente de emoción, o los que murieron envenenados en la cárcel, fueron cien. ¡Cien! Probablemente murieron más personas solamente en el Escorial después de la Guerra Civil de 1939.
     ¿Y el empleo? Durante una generación, quien hubiera estado con la República a menudo no encontraba trabajo en España. ¡Qué desperdicio de vidas! Pero lo más asombroso es también el contraste con los llamados días primitivos del siglo XVI. Pensemos, por ejemplo, en Hernán Núñez de Toledo, un políglota que después de trabajar en la casa del duque de Medina Sidonia, en Sevilla, fue a la Complutense de Alcalá como profesor de griego. Participó en el grupo que trabajaba en la Biblia políglota. Se le ofreció la cátedra trilingüe en Salamanca, sólo que, como había apoyado a los comuneros en 1520, no pudo aceptarla. Pero, ¡quién lo iba a decir!, después de apenas un año o dos de discreto retiro, en 1523 recibió la cátedra de griego en Salamanca y en 1527 la de retórica, donde permaneció hasta su muerte, muchos años después. ¡Ése era el pasado bárbaro!
     Es más, lo que viene ocurriendo desde 1990 en Yugoslavia demuestra que nadie ha aprendido nada del pasado reciente. Claro, hoy en día no hay regímenes tan malos como los de Hitler o Stalin, extraordinarios por haberse establecido en países importantes, cuyos asuntos internos repercutían en el resto de la humanidad. Pero no es probable que Hitler vaya a ser el último que organice la masacre de un pueblo entero, ni que Stalin sea el último que mandara matar o encerrar no sólo a los que conspiraban en su contra, sino a los que en algún momento lejano del futuro pudieran acaso considerar confabularse.
     Podría alegarse que cuanto se ha dicho es cierto, pero que en el siglo XX no todo es política, sino que ha habido asombrosos adelantos científicos y del conocimiento. Se ha llegado a la Luna, se ha descifrado la escritura maya, García Lorca nos dejó su poesía, ya hay un remedio para la tuberculosis. Casi todos comemos mejor, vivimos más, y gracias a la velocidad de las comunicaciones se sabe de inmediato cuándo hay un crimen, y éste se puede castigar apenas a pocos días de haberse cometido, en vez de al cabo de muchos años, como ocurría a veces en el pasado. Claro que se trata de cosas buenas, pero nuestras sociedades están lejos de poder garantizar su permanencia.
     Al final de la Guerra Fría en 1989 sólo parece sobrevivir un gran Estado poderoso: los Estados Unidos. Tiene muchas ventajas que así sea, aunque sólo fuera porque ese país, contrario a lo que suele pensarse, básicamente no tiene interés en la expansión imperial. La tradición toda de la política estadounidense ha consistido en esperar a que se resuelvan las crisis para volver a casa. Pero el mundo es demasiado complicado para que así sea. Los diez años durante los cuales los Estados Unidos han mantenido esa singular posición, única en la historia, no han sido en absoluto estables. Hubo dos guerras importantes, la que vino después de la invasión de Irak a Kuwait, y el evidente plan de Serbia de destruir a los albaneses de Kosovo. En ambos casos ganó la superpotencia, pero la primera guerra quedó inconclusa y por lo visto el presidente iraquí sigue tratando de acumular un arsenal de armas destructivas que un día podrían ser un peligro para el Medio Oriente, mientras que la segunda guerra dejó perpleja a la mitad del mundo por el derecho que se arrogaron los Estados Unidos y sus aliados de intervenir tan resueltamente, sin molestarse siquiera en pedir la aprobación de las Naciones Unidas. Esta organización está comenzando a parecer tan inútil como la vieja Liga de las Naciones. Los dirigentes de otros países ya sacarán en el futuro sus propias conclusiones al respecto.
     Mientras tanto, en los países más avanzados la política anda mal. Los países libres bien establecidos han dejado que la democracia se convierta en un vulgar concurso de popularidad.
     La verdadera tragedia del siglo XX, raíz de los "experimentos" nazi y comunista, fue creer que las personas comunes sólo pueden sobrevivir si un Estado fuerte se encarga con eficacia de sus asuntos. No fue una iniciativa del siglo XX, ya que los funcionarios civiles venían adquiriendo importancia desde antes. En Tormenta, una de las novelas brillantes de Pérez Galdós, el autor presenta a un personaje llamado Pez, que sencillamente pensaba que España prosperaría si el Estado se ocupaba de todo. Es fácil reírse de Pez. Pero cuando ideólogos resueltos, como Hitler y Lenin, utilizaron esa ilusión, se transformaron las circunstancias; y, en consecuencia, ellos dos, en gran parte, caracterizan el siglo.
     Por todos estos motivos, el título más apropiado para un ensayo conmemorativo de esta época de nuestra historia es el que lleva la colección de ensayos del actual embajador de Espa-ña en Londres: El siglo XX y otras calamidades. –— Traducción de Rosamaría Núñez

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