No es difícil adivinar cómo llegaron los expertos a determinar hace algunos años, y todo según un sondeo inglés, que el urinario de Duchamp es la obra más influyente del siglo XX: miraron a su alrededor.
Menos claro es que hubieran empleado el mismo método para otorgarle el segundo puesto a Las señoritas de Aviñón, de Picasso; porque insisto: la pregunta no era sobre la belleza –hace mucho que no lo es–, sino sobre el influjo. Pero sin duda hicieron lo mismo con el Díptico Marilyn que Warhol realizó en 1962 y al que eligieron en tercer lugar. Después vendrían un Matisse, un Pollock y hasta un Donald Judd. Llama la atención, sin embargo, que no llegara a la lista ningún ejemplar del surrealismo. Supongo que los encuestados no miraron bien. ¿No es acaso decisiva la posibilidad de que la imagen pueda nacer, como propuso Reverdy, “del acercamiento de dos realidades más o menos lejanas”?
Es verdad que el intento de darle al surrealismo una dimensión pictórica no fue muy afortunado que digamos. Puesto burdamente, ahí donde funcionó la poesía surrealista, fracasó, y rotundamente, la pintura. No es lo mismo decir, como García Lorca, que “un día/ los caballos vivirán en las tabernas/ y las hormigas furiosas/ atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas”,1 que pintarlo. Lo que en el poema inquieta se vuelve, sobre el lienzo, una simple extravagancia (como todo en Dalí). No es posible lograr en la pintura la cercanía súbita de cosas sin relación que permite intuir que existe, ya lo decía Foucault, “un desorden peor que el de lo incongruente”. Pero que el surrealismo no lograra alojarse cómodamente en los dominios de la pintura, no significa que todos sus intentos de hacerse visible fracasaran. La ley de Reverdy de que “cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de las dos realidades objeto de aproximación, más poderosa será la imagen y más realidad poética tendrá” se cumple a la perfección en algunas fotografías. Baste pensar en Ángeles en camión de Álvarez Bravo.
No llamaríamos surrealistas, ni siquiera neosurrealistas, a quienes hoy en día hacen de la obra el espacio de una imposible, o cuando menos improbable, vecindad (eso, finalmente, es el surrealismo: más que un estilo, una tensión en el interior de la obra), aunque en ello sigan a Breton en su idea de que “la imagen más fuerte es la que contiene el más alto grado de arbitrariedad”. Y, sin embargo, los ejemplos se agolpan. Tanto, que no veo cómo podríamos dejar fuera de la genealogía del arte contemporáneo obras tan determinantes como La traición de las imágenes (mejor conocida como “Esto no es una pipa”), de René Magritte, o Canción de amor, de Giorgio de Chirico. Gustos aparte, intento imaginar cómo se vería el arte en la actualidad de no haber existido tal o cual obra de la lista de los expertos (hay también por ahí un Joseph Beuys) y, la verdad, bien puedo pensar el presente sin Donald Judd (se abrirían algunos huecos, lo sé); pero de ningún modo logro hacerme una imagen más o menos coherente del momento actual sin los esfuerzos, felices o no, del surrealismo.
Levitación asistida, la obra que en estos días presenta Fernando Ortega en el Museo de Arte Carrillo Gil, es un buen ejemplo de la persistencia del espíritu surrealista (esa máquina de integrar, como le han dicho). Ortega lleva ya varios años explorando las posibilidades de contradecir el sentido común. Así, puede ocuparse de retratar (en video) a un colibrí que duerme sobre una rama, en lugar, claro está, de hacer lo que creemos que le corresponde: aletear sin descanso. O puede invitar también, como lo hizo hace unos meses, a un pianista a interpretar, si recuerdo bien, distintas piezas de Chopin y Rajmáninov en un piano que acababa de poner a tono un afinador de motocicletas. Levitación asistida se inscribe en ese mismo rubro de sus investigaciones, pero es una obra que sin duda corre con mejor suerte que su trabajo anterior (que quizá no tendría por qué haber pasado del chiste a la sala de conciertos). La pieza tiene dos tiempos; no sé en qué orden los imaginó el artista, pero es casi imposible que el de afuera del museo no se imponga sobre el otro (el que ocurre en la sala de exposiciones). Sólo desde la calle se puede tener una perspectiva completa, que es a un tiempo la revelación del mecanismo y lo que provoca el desorden, pues lo que ahí vemos es un bebedero común y corriente, es decir, rojo y pequeño, que pende de una grúa descomunal. Por la ventana, sin embargo, el artefacto levita. Tal vez Ortega quiere decirnos que bien vale la pena mover el mundo si lo que está en juego es el instante poético. No lo sé. Sólo nos queda esperar que algún colibrí descubra el agua y la imagen adquiera toda su fuerza. ~
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1 Fragmento del poema “Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)”.
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.