Los invertebrados terrestres podrán no tener huesos, sin embargo, sobre sus corazas quitinosas se cimienta la ecología como la conocemos. Sin ir más lejos, son los polinizadores de tres cuartas partes de las plantas con flor (y del 80% de nuestros cultivos, por si se requiriera justificar el punto ante la visión antropocentrista), además de que integran la base misma de la cadena alimenticia y al devorar y desmenuzar cadáveres y excretas resultan indispensables para la circulación de nutrientes. En otras palabras, estamos ante las criaturas más valiosas de todas. Para comprender qué tanto influyen sus quelíceros en los devenires del ambiente, sería importante arrojar algunos datos sobre sus huestes, pues a veces resulta un tanto desafiante concebir su apabullante diversidad y rotunda abundancia.
Si bien afirmaciones como: “No importa donde te pares, nunca podrás estar a menos de cinco metros de una araña”, llegan a ser un tanto engañosas, lo innegable es que si en vez de araña –que, con aproximadamente 45 mil especies descritas, tampoco son pocas– optáramos por el término arácnido –que, además de las referidas, engloba alacranes, seudoescorpiones, garrapatas y ácaros, y que con unas 102 mil especies reportadas son más que todos los grupos de vertebrados sumados entre sí– entonces no estaríamos tan alejados de la realidad. O al menos, siempre y cuando esto no sucediera en los hielos polares ni mar adentro, se antoja decir, pero la verdad es que incluso ahí sería imposible alejarse esos cinco metros de sus ocho patas, y no me refiero a los curiosos meandros de las garrapatas y arañas marinas, que vaya que las hay, sino a la amplia dotación de arácnidos de las especies Demodex folliculorum y Demodex brevis que habitan en nuestro rostro, distribuidos sobre la barbilla, frente, mejillas, nariz y hasta en la base de las pestañas. Se trata de ácaros diminutos (miden 0.3 mm) que pasan toda su vida recorriendo nuestros folículos pilosos y refugiándose dentro de nuestros poros capilares al tiempo que se alimentan del cebo que producimos.
Volviendo a las arañas, habría que mencionar que con plena seguridad debe de haber al menos un par de ellas observándote mientras lees estas líneas, ya que se les puede encontrar en prácticamente el 100% de los hogares, edificios, parques, infraestructuras, trasportes (sí, también en los aviones) y el resto de ecosistemas humanos. Para darse una idea de cuántas arañas hay en el mundo, basta considerar que de acuerdo con algunas estimaciones existen más o menos 2.8 millones de arañas por cada persona, estamos hablando del orden de los miles de billones de individuos o una figura dotada con quince ceros. Un efervescente mar de quelíceros que llegan a consumir entre cuatrocientos y ochocientos millones de toneladas de tejidos zoológicos anualmente. Para no estirar demasiado el hilo, simplemente tómese en cuenta que la biomasa total de humanos ronda los trescientos millones de toneladas, es decir que, de desearlo y ponerse de acuerdo, las arañas podrían acabar con la humanidad completa en apenas un año.
Quizás valdría preguntarse: ¿cómo puede ser posible que las arañas consuman tal cantidad de biomasa año tras año? ¿De dónde sale tanto alimento? La respuesta reside desde luego en esos números casi inconmensurables que destacan al grueso de los artrópodos terrestres. Por ejemplo, al día de hoy se han descrito la impresionante cantidad de un millón de especies de insectos, o sea que por cada tipo de mamífero conocido hay unas doscientas variedades diferentes de estos invertebrados; sí, doscientas anatomías distintas de seres quitinosos y con seis patas por cada forma de criatura peluda que podamos maquinar (y eso que dicha cifra representa solo una fracción de los insectos que potencialmente existen, apenas el 20% según revisiones taxonómicas y que colocan la diversidad total de este grupo de fauna en cinco millones de especies).
Es más, de acuerdo con la Royal Entomological Society de Inglaterra, los insectos podrían amasar el 90% de todas las especies de animales en el planeta y más de la mitad de todos los seres vivos en este instante. Y es que, si ya podía resultar un tanto impresionante esa figura que proponíamos de que existen 2.8 millones de arañas por cada humano, ahora imagínese que por cada una de esas personas hay la impactante (por no decir incomprensible) cantidad de mil quinientos millones de insectos.
Viéndolo de esta manera, no sorprenderá entonces que el grueso de nuestras asunciones sobre qué es lo normal en el mundo natural estén completamente erradas. Con decir que, tan solo considerando al grupo más abundante, los coleópteros o escarabajos (de los que han sido descritas casi 400 mil especies), si eres un animal es muchísimo más común volar que no hacerlo; al igual que lo usual es portar el esqueleto por fuera del cuerpo, percibir sustancias químicas en el aire por medio de antenas y que la etapa de la infancia sea la que prevalezca a lo largo de la vida. No obstante, nos obstinamos en promulgar lo contario, en imponer el adultocentrismo que gobierna a los vertebrados como si fuese la norma, cuando la realidad es que la inmensa mayoría de estos animales pasan una parte sustancial de sus días en forma de infantes. Pensemos en muchos de esos escarabajos mencionados, cuya etapa adulta dura apenas un par de jornadas mientras que previamente pudieron haber transcurrido varios años refugiados bajo la tierra o dentro de los troncos como larvas afines a las gallinas ciegas.
O reflexionemos acerca de los lepidópteros (las mariposas, segundo grupo más diverso con 157 mil especies registradas), de los que, salvo por unas cuantas excepciones, prácticamente solo le prestamos atención a su revoloteante forma adulta, y que, sin embargo, al igual que los escarabajos, suelen tener una duración efímera comparada con su periodo como orugas. La miopía del adultocentrismo en este caso ha llevado a que de numerosas especies se desconozca la relación entre larva y adulto, es decir múltiples variedades de mariposas ya clasificadas de las que no se sabe cómo es su oruga (y claro, si su identidad es un misterio, menos se sabe respecto a qué plantas consumen y, dado que muchas veces se alimentan exclusivamente de un tipo específico de planta, no es factible elaborar planes de conservación efectivos). Otro sesgo relativo a las mariposas consiste en centrarse en las diurnas, ya que aquellas de alas coloridas que predominan en el imaginario popular son apenas representativas del grupo, una rama minúscula de su árbol genealógico, puesto que la inmensa mayoría, el 90% ni más ni menos, son de hábitos nocturnos, de esas que solemos denominar como palomillas, polillas o mariposas negras, y que, pese a seguir figurando absurdamente como criaturas de mal agüero para no pocos miembros de nuestra estirpe, son las que llevan a cabo las tareas de polinización más notables. Y habría mucho más que decir, pero por ahora cerremos capturando datos de los grupos más diversos de artrópodos terrestres y recordemos que, pese a sus pasmosos números, estamos consiguiendo extinguirlos. ~
Biólogo y escritor, fundador de la Sociedad de Científicos Anónimos. Conduce el podcast Masaje Cerebral y escribe libros de liternatura para personas pequeñas y grandes.