Imagen: Richard Redgrave, Public domain, via Wikimedia Commons

La última escala de Gulliver

Del baile para escalar posiciones de poder en Lilliput al lenguaje del fanatismo vestido de moral en Brobdingnag, las paradas de Gulliver encuentran eco en realidades más cercanas.
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Jonathan Swift enfrentó a su personaje más famoso con el abanico de vicios en una sociedad que bien puede condensarse en la actualidad mexicana. Quizás olvidamos la brutalidad en Los viajes de Gulliver. Tal vez, simplemente, haría bien darse cuenta de que su travesía –por Liliput y con los gigantes de Brobdingnag; entre la ineptitud del reino de Laputa, la torpeza de Balnibarbi o la dependencia a los fantasmas del pasado en Glubbdubdrib y la lucha por la racionalidad en la tierra de los Houyhnhnms, los hombres caballo que hablan y los yahoo, los que se parecen a nosotros– es un relato político.

Estamos ahí, entre la mezquindad de los diminutos con su inmensa facilidad para la hipocresía. Encallamos en su isla y nos adueñamos de su tradición: el baile por medio del cual se escalan posiciones de poder. Sumergidos en el entendimiento político de los liliputenses, aquí quien salta la soga sube de posiciones y no hay mejor ejemplo de este espectáculo como nuestras elecciones. Exhibición de esa extraña cualidad de piel gruesa y vocación por la autohumillación en quien cambia de adherencia o principios para seguir jugando, porque el juego no es la política que debería ser sino mantenerse entre sus instrumentos como si el ejercicio de lo público se tratara de mantener la cabeza pegada al cuello.

“… solicitan al emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la corte con un baile de cuerda, y aquel que salta hasta mayor altura sin caerse se lleva el empleo. Muy frecuentemente se manda a los ministros que muestren su habilidad y convenzan al emperador…”

Nuestra relación con lo público y la muy nacional facilidad para exacerbar identidades logró prescindir de la maldad como objeto del análisis. Se le disfraza con matices, pero rara vez se asume como tal. En México no se ve maldad en la risa de un presidente frente a la tragedia, los suyos pasan por alto cualquier expresión de la indolencia y esta se adopta por partidarios y convierte en virtud de aparente heroicidad purificadora. Es el lenguaje del fanatismo vestido de moral en Brobdingnag. Insumo para la construcción de una utopía, como todas, excluyente de la realidad que debe modificarse con la política. ¿Qué tanto hemos entendido de su utilidad cuando esbozos de pensamiento mágico se aceptan como lemas de campaña?

Cuando una nación se interpreta bajo códigos democráticos, las elecciones no tienden a ser un asunto trascendental. No es nuestro caso. A estas alturas, quizá la mayor deuda de la transición democrática es no haber cimentado los anticuerpos para resistir la seducción de mundos imaginarios. Esos en los que a un país donde se asesinan candidatos a puestos de elección, la cabeza del Estado se atreve a llamarle un país en paz y donde ni una palabra sobre el peso de su muerte cabe en el debate presidencial o la indignación colectiva. Democracia de cartulinas y cultura política del reino de Laputa. Gente de apariencia razonable pero incapaz de razonar. Burócratas natos para quienes el responder que ya se aclaró un escándalo equivale a desaparecerlo en medio de la opacidad, por definición poco clara. Sello y doble sello sobre un memorándum. Grisitud de oficialía de partes, como grises los experimentos de la Gran Academia en Balnibarbi. Orgullosa de sus quehaceres científicos, de sus métodos y disciplina; ciega y promotora de ceguera ante la incapacidad para que estos den resultados. En Balnibarbi intentaron sacar rayos solares de los pepinos, Gulliver se sorprendió. Aquí la familia de los aceites se mezcló con agua.

Todas las paradas en la travesía escrita por Swift fueron en civilizaciones, pero civilización no siempre quiere decir avance. Los pueblos tienen el derecho democrático a retroceder. También la obligación ética de notarlo. Aunque sea tarde.

Hasta ahora, ambos debates presidenciales –y no veo posibilidad de cambio para el tercero–, con sus análisis en código deportivo, reflejan más nuestra relación política con la verdad a lo largo de las campañas y en el día a día que cualquier otra cosa.

La insistencia en el rechazo al uso político de la realidad es espejo del analfabetismo democrático que construimos. Supongo que en la isla voladora de la transformación tiene algún sentido que quien compite por un cargo no use las consecuencias de aquello bajo su gobierno para demostrar falta de capacidades, desinterés, falsedades y soberbias. El mero lema de transformación es opuesto a su significado, como el orwelliano Ministerio de la Mentira puede ser también el Ministerio de la Verdad.

Uno de los tristes fracasos de estos años es la imposibilidad de leer al país fuera de dicotomías, pero llegamos a ese punto. A estas alturas hay autoengaño en las voces que aún mantienen la apuesta por los matices. Ningún relativismo alcanza para negar la expansión territorial del crimen, la crisis de seguridad y violencia, las mentiras alrededor de la precariedad en el sistema de salud y educación o la militarización generalizada. Cada una, invariablemente, es producto de ejercicios de gobierno e indisociables de la gestión actual. Reconocer estas condiciones o negarlas solo tiene dos vías, una u otra. Salvo en la hipocresía liliputiense. Aclaro que me sigo refiriendo a la obra de Swift. Dejo a un lado el ánimo habitual de defender.

Estamos en los albores de una mayor crisis: profundizar la mala relación con la verdad lleva a una mala civilización que perfecciona sus peores cualidades.

La permanente situación de ser un país inacabado facilitó la irresponsabilidad. Todo Estado apenas necesita de unos años denostando a las instituciones, sustituyendo lo poco de confianza en ellas por la burla, el desprecio y el maltrato, para regresar unas cuantas décadas y enaltecer la convivencia apolítica: la selva. En ella, la discusión alrededor de la realidad pasó a segundo plano. La verdad se convirtió en un asunto secundario que ni siquiera merece nombrarse. Menos en una contienda electoral, espacio natural para reforzar las pulsiones identitarias sin detenerse antes de que salgan de control.

Bajo una aparente pluralidad de opiniones se divide el mundo en dos. El espejo del reduccionismo de Houyhnhnms situó a Gulliver cómodo entre los hombres caballo, hasta que lo vieron demasiado semejante a los yahoo. Identitarismo de manual. Y Gulliver pasó el resto de sus días solo, rechazando el contacto con los suyos, odiándose a sí mismo como este país está aprendiendo a hacerlo: hablando con caballos en el establo. Su última escala. ~

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es novelista y ensayista.


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