La lobreguez del garaje local no es tan densa
como para no distinguir el calendario de pin-ups
que cuelga de la pared, encima de un banco de herramientas.
Te zumban los oídos con el martilleo
del mecánico en el tubo de escape,
y, cuando te acercas a mirar, adviertes que la de este mes
no es la que empuja el cortacésped, con un
sombrero de paja, unos escasísimos pantaloncitos azules
y la blusa anudada justo debajo del pecho.
Como tampoco la que lleva una gorra de almirante e, inclinada
hacia adelante, apoya las manos en un pilar del muelle
y observa por encima de las anclas diminutas que luce en los hombros.
No, estamos en marzo, el mes de los vendavales.
Muy apropiadamente, es la que pasea al perro
por una acera de la ciudad en un día ventoso.
Una mano está ocupada en evitar que el viento le vuele el sombrero
y con la otra sujeta la correa del perrito,
así que, claro, ya no le queda ninguna para bajarse
la falda que se le levanta y se le lía a la cintura,
dejando al descubierto unas piernas largas, con medias, y, sí, el secreto
aparato del liguero. Huelga decir que,
con la confusión creada por el viento y la excitación del perro,
la correa se le ha enrollado con varias vueltas
en los tobillos, lo que le da un aire de impotencia
y desamparo, al que colaboran también
los tacones imposibles con los que se menea.
Te encantaría acudir a su rescate,
coger al perrillo en los brazos,
desenrollar la correa, infundirle seguridad de nuevo
y recibir su insondable gratitud, pero
el mecánico te llama para que compruebes
algo debajo del coche. Al parecer, se ha
encontrado con un problema y el trabajo va a
salir más caro de lo que te había dicho y tardar
mucho más de lo que había pensado.
Bien, qué le vamos a hacer, te oyes decir,
y luego vuelves a tu sitio junto al banco de trabajo,
sabiendo que, cuando el martilleo se reanude,
levantarás muy despacio la hoja del calendario,
lo suficiente como para vislumbrar lo que
te reserva el futuro: ah,
el paraguas de topos rojos de abril y su
palma extendida tímidamente bajo la lluvia. ~