La comida de los cardenales

La crónica que hiciese Stendhal del cónclave de 1829 en que fue electo papa Pío VIII tiene mucha miga, aunque hay que reconocer que se voló la nota.
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Tiene mucha miga la crónica que hiciese Stendhal del cónclave en que fue electo papa Pío VIII, quien ocupó la Santa Sede solo quince meses y murió el 30 de noviembre de 1830. El papa anterior, León XII, había muerto apenas el 10 de febrero de 1829, tal como lo cuenta también Stendhal en Paseos por Roma (1829).

“Esta mañana”, apuntaba Stendhal en la entrada fechada el 6 de marzo de 1829, “tuvimos el espectáculo de la comida de los cardenales; cada comida ocasiona una procesión que atraviesa Roma lentamente. Primero marcha la servidumbre del cardenal, en número más o menos considerable según la riqueza del patrón”.

Un obispo, dice Stendhal, “procedía a la inspección de las comidas. Se abren las cestas, se pasan los platos de uno en uno al obispo, cuya inspección tiene el objetivo de impedir que se filtre cualquier correspondencia. El obispo contemplaba los platos con aire grave, los olfateaba cuando tenían buen aspecto y los entregaba a un empleado subalterno que los colocaba en el torno. Es evidente que cada comida podía contener, en el interior de los pollos o en el fondo de los pasteles de verdura, cinco o seis notas”.

Según Stendhal, la forma en que se filtraba la información desde el interior del cónclave no era tuiteando, desde luego, sino a través de esas notículas introducidas en las comidas. Cada papelito llevaba un número: si decía, por ejemplo, 17/25, significaba que tal cardenal, alojado en el apartamento 17 había obtenido 25 votos: “La descripción de la entrada de la comida en el cónclave de los cardenales ha mostrado al lector que no hay nada más fácil que la correspondencia de la mañana. Por la tarde, después de la fumata y cuando todo el mundo se ha retirado, se arroja a la plaza de Monte Cavallo o a la calle Pia, piastras huecas que encierran pequeños mensajes escritos en papel fino y siempre, como por azar, hay alguien que los recoge”.

Al día siguiente, Stendhal, enemigo del jesuitismo, se pregunta: “Se ha producido un gran acontecimiento, pero ¿me atreveré a narrarlo? Para la sociedad romana ha sido como una fuerte sacudida eléctrica. Hay que saber que aquí están hartos de la forma de gobernar del papa difunto y que están convencidos de que el partido ultra triunfará y de que la elección será abominable. (No es está la opinión de los extranjeros moderados). De golpe esta tarde, hacia las diez, se supo que la elección había estado a punto de ser excelente”.

Se trataba de impedir —cuenta Stendhal, un antipapista incapaz de sobrellevar el influjo de Roma— que llegase al poder “un papa austríaco”, es decir, alguno que sirviese a los opresores de los italianos (que estaban todavía a cuarenta años de contar con un Estado nacional). No tuvieron mucho éxito, pese a las dudas de “los cardenales tímidos” que hasta en dos ocasiones pidieron “veinticuatro horas para decidirse”. Al final, Pío VIII fue electo el 31 de marzo, con el respaldo de los franceses y de los austríacos; condenó a los masones, a los liberales y a las sociedades bíblicas. Pero antes de ello, así se esfumaron las esperanzas de los liberales: “Esta mañana se hizo el escrutinio; todos los candidatos de los que no se estaba seguro recibieron el consejo de votar por el cardenal De Gregorio, el candidato del partido liberal. Los cardenales seguros debían decidir esta tarde la nominación accediendo al cardenal De Gregorio. (Aclara Stendhal: “Todas las tardes se procede al desempate entre los candidatos que obtuvieron votos por la mañana. La pequeña carta sellada contiene estas palabras: Accedo domino N.”)

“Por la noche, en el accesit, se cuentan los votos: el cardenal De Gregorio había reunido los dos tercios necesarios e iba a ser adorado, pero desafortunadamente el cardenal Benvenuti había hecho un chiste añadiendo una frase o dos a su voto, que fue declarado nulo”.

En el cónclave se presentará Chateaubriand, subrepticiamente, como se usaba que lo hiciesen los embajadores, enviado al cónclave por la agónica Francia de los Borbones y Stendhal no resiste la tentación de mencionar su discurso. Póstumamente, Chateaubriand y Stendhal serán los grandes enemigos en cuanto a estilo decimonónico: el ampuloso y el seco. Pero en 1829, mejor conocido todavía por su nombre civil de Henri Beyle, Stendhal ni siquiera había publicado Rojo y negro y era solo un periodista de reputación más mala que buena cuando Chateaubriand, el vizconde, era la historia en persona. Se lee en los Paseos por Roma: “10 de marzo de 1829. El señor de Chateaubriand pronunció un discurso en el cónclave. Como muestra halagadora de distinción, su carroza, durante el trayecto a Monte Cavallo, iba seguida por las carrozas de todos los cardenales: estos habían dado órdenes en ese sentido desde el interior del cónclave. El señor de Chateaubriand ha ofrecido hermosas fiestas; manda a hacer excavaciones; anuncia el proyecto de levantar una tumba a Poussin; ha sido cortés con el cardenal Fesch. Me parece que este personaje ilustre ha tenido éxito entre los cardenales.

“Chateaubriand habló en una sala donde se realiza la inspección de las comidas, ante una pequeña abertura por la que no puede pasar ni un huevo. Al otro lado de este agujero se encontraba la diputación del cónclave”.

Antes de pasar al desenlace de la crónica stendhaliana, el final del cónclave con la elección del nuevo papa y habiendo saboreado la oportunidad periodística, hoy diríamos, de los despachos enviados desde Roma por quien sería famoso escritor, es hora de echarlo de cabeza: Stendhal nos ha engañado. Se voló la nota. No estaba en Roma durante el cónclave y todo lo compuso —aunque tampoco se lo inventó del todo— desde su habitación en París, lo cual nos permitirá reflexionar sobre la construcción del testimonio periodístico en un mundo como el nuestro, tan distinto y no, como hemos visto, al de Stendhal, quien nos había dicho: “Éstos son los dimes y diretes de Roma. Garantizo que es lo que se cuenta en los círculos mejor informados. ¿Será verdad?”

 

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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