Sigue fresco en la memoria de los españoles –incluso en la de quienes apenas siguen las noticias– el recuerdo de la insólita maniobra del presidente del gobierno Pedro Sánchez, quien fingió que meditaba abandonar el cargo, suspendiendo de hecho su actividad pública durante cinco días, antes de declarar solemnemente que había decidido continuar en él. Entre medias, su partido trató de movilizar a las masas y le rogó públicamente que no renunciase; en el colmo de los disimulos, el propio Sánchez despachó con Felipe VI durante la mañana decisiva, haciendo creer a los españoles que dimitiría. Lejos de hacerlo, se nombró a sí mismo regenerador de la democracia y acusó a las derechas de difundir bulos tan peligrosos que exigen algún tipo de respuesta estatal, pese a que nadie ha desmentido la veracidad de las informaciones publicadas sobre su esposa ni esta última ha exigido su rectificación. No descartemos que la vergüenza colectiva ante semejante episodio haya reprimido el debate sobre el mismo en la esfera pública española: es fácil recordarlo y difícil asimilarlo.
Sin embargo, el movimiento realizado por el líder socialista puede resultar instructivo a efectos conceptuales, ya que podemos tomarlo como pretexto para volver a trazar la distinción entre dos degeneraciones del ideal democrático, el populismo y la demagogia, recordando de paso cuál es el contenido básico de la democracia liberal tal como aparece perfilada en nuestras constituciones. Bien hemos visto durante estos últimos años que la mayor parte de los ciudadanos –incluidos representantes políticos y no pocos periodistas– desconoce la diferencia entre populismo y demagogia, dándose el caso de que a menudo llamamos populismo a lo que solo es demagogia y por ese camino terminamos por desdibujar el sentido preciso que tiene un concepto –populismo– que muchos han dejado de considerar útil debido justamente a esa confusión.
Es una confusión que puede evitarse fácilmente, aunque no todos los participantes en el debate público estén interesados en hacerlo: si populismo es cualquier cosa, el reproche que se dirige al auténtico populista pierde fuerza y él mismo –o ella– será el primero en beneficiarse de ello. Por otra parte, solo un segmento minoritario del público está interesado en las conceptualizaciones que puedan aplicarse a los actores políticos, y aun entre quienes las producen existirá un grado notable de desacuerdo acerca de si tal líder o partido merece según qué calificación más que otro; los académicos también somos ciudadanos y no faltan entre nosotros las criaturas partidistas. Dicho esto, una de las funciones que ha de cumplir la teoría política en una democracia es la exposición de los conceptos que pueden ayudar a los ciudadanos a dar sentido a su experiencia política; para algo se pagan los impuestos que financian las universidades públicas.
Siempre he sido partidario de diferenciar, en la medida de lo posible, populismo y demagogia. Tal como he señalado antes, el populista suele recurrir a la demagogia, pero el demagogo no siempre es populista; también se puede hacer demagogia desde posiciones socialistas, liberales, conservadoras o nacionalistas. Porque la demagogia es un estilo de hacer política que no está vinculado a ninguna posición sustantiva; cualquier idea puede defenderse de manera demagógica. También del populismo se ha dicho que es un estilo político, susceptible como tal de ser adoptado por cualquier líder o partido. Pero el populismo, a diferencia de lo que sucede con la demagogia, sí se encuentra vinculado a una posición sustantiva: aquella según la cual existe un pueblo virtuoso que se contrapone a sus enemigos, entre los que se cuenta una élite moralmente reprobable que se ha adueñado de la democracia, pervirtiendo su sentido original, recayendo en el líder o movimiento populista la tarea de conquistar el poder y hacer que el pueblo se gobierne a sí mismo.
Si esa contraposición moralizante está ausente del discurso político, entonces no estaremos ante un populista. Asunto distinto es que con esa idea pueda armarse un programa de gobierno, pues no en vano el pueblo que gobierna a través del líder populista –tal es la ficción que aquí opera– debe querer algo; la realización de la “voluntad popular” ha de tener algún contenido. Y por eso hay populismos de izquierda y derecha, si bien raro será aquel populismo que triunfe sin la promesa de aplicar políticas paternalistas destinadas a proteger a ese pueblo traicionado por sus élites. Pero tampoco es imposible que eso suceda si se dan las circunstancias adecuadas, como demostraría el caso de un Javier Milei que recurre al discurso populista y sin embargo defiende una agenda política libertaria. En cualquier caso, el populista tiene que hablar del pueblo; si no habla del pueblo en absoluto, difícilmente podremos catalogarlo como tal. Por el contrario, quien habla de la clase social y señala a la clase trabajadora como víctima del mal gobierno o el pérfido capitalismo, será socialista; y quien habla de la nación será nacionalista, aun cuando el pueblo del populista suela serlo de una nación concreta. Recordemos que el teórico argentino Ernesto Laclau vio en el pueblo una herramienta para la identificación colectiva que alberga el potencial necesario para sustituir la vieja conciencia de clase marxista tras el fracaso histórico del experimento comunista: el pueblo ha de servir como ariete contra la democracia liberal.
A mi juicio, nada original, la demagogia es una manera de hacer política –una praxis que incluye una retórica– caracterizada por el recurso a la hipérbole, la descalificación, el emocionalismo, la simplificación, la promesa inverosímil y eso que ahora llamamos “polarización”. Ya se ve que el populista suele hacer demagogia, pero no es el único: líderes y partidos se dirigen a las masas de manera habitual de manera demagógica. Si el demagogo nos habla del buen pueblo y de la mala élite, convirtiéndolos en antagonistas de su relato polarizador, el demagogo es también un populista. Ocurre que hablamos de taxonomías conceptuales cuya utilidad depende de su capacidad para explicar la realidad social –capturando con acierto facetas concretas de la misma– y del acuerdo al respecto entre aquellos que hacen ciencia social o humanidades. Si cada uno atribuye un significado distinto a “demagogia” y “populismo”, será difícil que nos entendamos; tratándose de eso que el teórico social W. B. Gallie denominó famosamente “conceptos esencialmente discutidos”, esa discrepancia no será inusual.
En el caso que nos ocupa, me topé con este problema al leer Demagoguery and democracy, libro reciente de Patricia Roberts-Miller, profesora emérita de la Universidad de Austin y estudiosa de la retórica desde el punto de vista histórico. Y ello porque Roberts-Miller rechaza la noción convencional de la demagogia –como una forma de hacer política vinculada a la pasión, el emocionalismo y el populismo– para proponer una lectura distinta del fenómeno. Merece la pena, aunque solo sea por aclararnos las ideas, prestarle atención. Incluye además, por cierto, un fascinante estudio de caso: el proceso decisorio que condujo al vergonzoso traslado de los ciudadanos estadounidenses de origen japonés a campos de internamiento después del ataque japonés contra Pearl Harbor en diciembre de 1941.
Influida a buen seguro por el curso de la política estadounidense en los últimos años, ya que la edición original del libro es de 2017, Roberts-Miller vincula la demagogia a un estilo político basado en la lealtad y la identidad; a su juicio, lo fundamental está en cómo se arguye y cómo se toman decisiones políticas. Los demagogos actúan de tal manera que todo se reduce a un planteamiento binario de orden moral: nosotros (los buenos) contra ellos (los malos). Pero también dice que la demagogia no va de lo que hacen o dejan de hacer los políticos, sino de cómo nosotros –los ciudadanos– argüimos y razonamos y votamos. Si nos limitamos a pensar que el demagogo es el otro, permaneceremos ciegos a nuestra demagogia o a la demagogia de los nuestros.
Para la autora, la política de la identidad no es nada nuevo; la reducción de la política a la identidad ha existido siempre, incluso si esas identidades eran las de “progresista” o “conservador” en vez de una identidad cultural, étnica o sexual. Esa retórica se opone a la deliberación democrática, de la que el demagogo se desvía maliciosamente; quien delibera es inclusivo, equitativo, escéptico y realista a la hora de presentar proyectos de política pública. Para el demagogo, en cambio, hay que excluir de la deliberación a eso que se da en llamar el “exogrupo”: los otros, los malos. De ahí que las políticas públicas no merezcan siquiera ser debatidas; lo que cuenta es la identidad; la pertenencia al grupo social “bueno” es criterio suficiente de inclusión. Roberts-Miller parece estar hablando del populismo cuando señala que el demagogo puede identificar varios “ellos”, siendo recurrente el señalamiento de dos exogrupos bien definidos: uno que es astuto y conspira contra los “buenos” (equivalente a las élites del populismo); otro que es seguidista, torpe y potencialmente sumiso (lo que remite a los inmigrantes como “enemigos del pueblo” en el discurso populista). Volveremos sobre esto.
De especial interés son las consideraciones que Roberts-Miller hace sobre la relación que la demagogia mantiene con la polarización, de un lado, y la verdad, de otro; lo que dice será familiar a los hispanohablantes. El demagogo dibuja la situación del endogrupo (nosotros los buenos) en los peores términos imaginables, lo que viene a justificar cualquier acción destinada a mejorarla (excluyendo o atacando a los malos); desecha cualquier complejidad o matiz al describir la realidad y recurre de manera constante a un amplio catálogo de falacias: el hombre de paja, la convicción personal, la proyección. Esta última consiste en acusar al rival de hacer lo que hacemos nosotros, por ejemplo mentir o difundir bulos, y puede adjetivarse como “maliciosa” (cunning) cuando resulta estratégicamente beneficiosa para quien la practica. Curiosamente, el demagogo no es necesariamente emocional y tampoco tiene por qué ser un mentiroso. Es verdad que suele invocar un lenguaje de certidumbre, exactitud, verdad, autenticidad y objetividad; un lenguaje que el análisis de su discurso revela como falso a las primeras de cambio. Pero eso no implica que el demagogo esté mintiendo: a juicio de Roberts-Miller, suele ser gente sincera que no siente que esté mintiendo.
Como es habitual en los libros que hacen los teóricos sociales, la tarea más delicada es la de plantear propuestas constructivas que no resulten impracticables. Nuestra autora no es una excepción a la regla según la cual estos capítulos finales no suelen llegar demasiado lejos, pero exhibe al menos la virtud de la modestia. A su modo de ver, hay cuatro cosas que podemos hacer: tratar de reducir el beneficio que la demagogia rinde a sus practicantes consumiendo menos demagogia y señalando a los medios que la explotan; no pelearnos con los familiares y amigos que hagan demagogia, señalándoles las ventajas del pluralismo y la diversidad; intentar discutir con familiares y amigos que hagan demagogia si las perspectivas son prometedoras; y, sobre todo, apoyar y practicar la deliberación democrática. ¡Algo es algo y menos es nada!
Si todos actuáramos así, la democracia funcionaría mucho mejor. ¿O no? El problema es que Roberts-Miller presenta una visión poco realista del debate público y sus practicantes. De un lado, hay que tener en cuenta que los ciudadanos más sofisticados intelectualmente o mejor informados no son necesariamente los más deliberativos; se ha demostrado que quienes además de inteligentes o informados están identificados con un partido –lo que no es infrecuente– usarán esas altas capacidades para racionalizar y explicar mejor su adhesión a las posiciones partidistas. De otro, Roberts-Miller parece depositar unas esperanzas infundadas en la posibilidad de poner en marcha una esfera pública dominada por la deliberación argumentativa de carácter racional. Escribe: “La demagogia florece en una esfera pública expresiva. Es aquella donde la gente se limita a expresar sus propias opiniones, sin atender a los argumentos de los demás.”
En realidad, esa es la única esfera pública posible; al menos, mientras no se produzca una mutación del público democrático de la que todavía no se tiene ninguna noticia. Los ciudadanos expresamos opiniones, porque eso es lo que tenemos; no se espera de nosotros otra cosa, ni podemos atesorar conocimiento acerca de cada una de las materias de interés público. Bien es verdad que el intercambio de opiniones puede ser más o menos articulado y, por tanto, alejarse en medida distinta del ideal deliberativo. Pero la esfera pública siempre es expresiva; la novedad reside en que ahora todos pueden participar en ella y eso crea una sensación de desorden que para muchos observadores resulta poco edificante.
Según se ha visto, Roberts-Miller considera que la concepción tradicional de la demagogia incluye al populismo entre sus estrategias retóricas. Pero con ello está dando la vuelta a la tortilla: ¿no será que el populista recurre a la demagogia para ganar apoyos entre los ciudadanos, y no al revés? Del mismo modo, nuestra historiadora pone en el centro de la demagogia eso que ahora llamamos polarización: distinguir entre buenos y malos, entre ellos y nosotros. A su juicio, de hecho, la polarización bien puede subsumirse en la demagogia, que se convertiría con ello en una categoría mucho más abarcadora. Ahora bien: recordemos que si el polarizador recurre a la contraposición entre el pueblo virtuoso y sus enemigos, se convertirá en algo más que en un polarizador: será un populista. Pero la polarización tiene más en común con la demagogia que con el populismo, aunque pueda parecer lo contrario, ya que la estrategia consistente en dividir el cuerpo político y polarizarlo mediante el discurso se puede poner al servicio de diferentes antagonismos; siendo el más habitual, con todo, el que enfrenta a progresistas y conservadores. Detrás de la polarización puede así haber distintas cosmovisiones morales o ideológicas; lo mismo puede decirse de la demagogia. Pero el populismo tiene un núcleo ideológico: la convicción de que el buen pueblo ha sido traicionado por las élites y está amenazado por sus enemigos, de tal forma que es imperativo convertir la voluntad popular en el criterio determinante para la toma de decisiones políticas en la democracia, poniendo esta al servicio de una comunidad política donde la mayoría hegemónica es el único sujeto político relevante.
Resulta entonces aconsejable que nos quedemos como estábamos; la propuesta de Roberts-Miller es sin duda estimulante, pero termina por ser fallida porque no mejora nuestra capacidad de análisis de los fenómenos políticos. Por el contrario, la merma: llega un punto en el que ya no sabemos distinguir entre demagogia, populismo y polarización. Me sigue pareciendo más fructífero concebir la demagogia como una forma de hacer política que se basa en el recurso a la emocionalidad, la simplificación, la provocación y la hipérbole; ver la polarización como una estrategia discursiva basada en la división de la sociedad en dos bloques antagónicos moralmente incompatibles, sea cual sea la identidad de cada uno de ellos; y reservar el calificativo de populista a quien contrapone el buen pueblo a sus enemigos y defiende la voluntad popular como fundamento de la democracia, en detrimento de sus elementos liberales (imperio de la ley, separación de poderes, defensa del pluralismo, libertad de prensa, etc.), aun cuando sea habitual que el populista polarice y haga demagogia para lograr sus objetivos.
Cuando observamos la vida política, estas categorías suelen desdibujarse: la realidad no se pliega fácilmente a nuestras conceptualizaciones. Pero de algo nos servirán estas últimas cuando tratamos de comprender a los actores políticos; de ahí que la tarea de afinarlas y discutirlas, abundante en malentendidos y discusiones, sea pese a todo valiosa: aunque no interese demasiado a nadie.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).