El triunfo de lo terapéutico no podría existir sin el triunfo paralelo de lo histriónico. Fuera del teatro y la ópera, lo histriónico era en gran medida monopolio de políticos y predicadores, en particular del tipo populista y totalitario. En nuestra época, sin embargo, lo histriónico se ha convertido en un fenómeno de masas. Que es la savia de las redes sociales debería resultar obvio, ya que en el ciberespacio reina la hipérbole, ya sea política o de la cultura pop, es decir, centrada en Gaza o en Taylor Swift. Pero culpar a las redes sociales de este fenómeno no es más que disparar al mensajero. El deseo contemporáneo de tantas personas en la sociedad occidental (y cada vez más también en las sociedades no occidentales) de transformarse virtualmente a voluntad solo puede ser creíble en el contexto de lo performativo. Esa es la razón por la que la obra de Judith Butler ha sido tan influyente y por la que, a pesar de sus pegajosos sentimentalismos, es tan importante: ha popularizado la idea de que no existen identidades fijas, sino diversas performances, algunas represivas, otras emancipadoras. Es el “El mundo entero es un escenario” de Shakespeare, pero sin el realismo de Shakespeare sobre la decadencia inevitable y el olvido final, y sin su frío realismo sobre las personas que no son más que actores a la espera del mutis. En las soleadas tierras altas de la visión de Butler, cada individuo no es un “mero” nada, sino que siempre es la estrella del espectáculo, pero sin necesidad de productor ni director de casting. Al contrario, cada individuo es el “actor-manager”, como dijo mi padre en su libro El triunfo de lo terapéutico, “de sus identidades infinitamente cambiantes”. En comparación, la frase de Andy Warhol de que todos seríamos famosos durante quince minutos parece el colmo de la prudencia y la sobriedad. No se dio cuenta de que la gente quería algo más que ser famosa, algo más que poder comunicarse directamente con sus dioses; en lugar de eso, querían poder definirse a sí mismos a voluntad, lo cual, si lo piensas, no es ni más ni menos que una forma de conferirse poderes divinos a sí mismos. El paso es radical: de la “verdad” a “mi verdad”, y de las vicisitudes del destino a la supremacía del deseo. El destino, sin embargo, tiene la última palabra; siempre la ha tenido y siempre la tendrá. De eso, aunque sea lo único, podemos estar seguros.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Desire and Fate.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.