La guerra, la epidemia que no vemos venir

A menudo no sabemos explicar por qué comienzan las guerras. Las motivaciones políticas y económicas son insuficientes y acaso convenga también reconocer los componentes psicológicos que las originan.
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En un pasaje de La peste, la novela de Albert Camus que sitúa al lector en la ciudad argelina de Orán asolada por una epidemia, y en cuya creación influyeron mucho los eventos de la Segunda Guerra Mundial, el narrador comenta: “Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: ‘esto no puede durar, es demasiado estúpido’. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre.” Acto seguido nos dice que tanto las epidemias como las guerras siempre nos toman por sorpresa porque ni lo uno ni lo otro están hechos “a la medida del hombre” y por eso nos decimos que ambas cosas son irreales.

Hace cuatro años pensamos lo mismo de la pandemia. Ante la inconmensurabilidad de lo que estaba pasando en un mundo que en cien años no había vivido una enfermedad de expansión tan veloz, ante las miles de muertes diarias que se producían y que al cerebro humano le costaba procesar, parte de la sociedad encontró refugio y consuelo en todo tipo de teorías conspirativas. El camino más corto para combatir el miedo y la incertidumbre era pensar que algo así no podía pasar sin más, que algo o alguien tenía que estar detrás del asunto.

Con la guerra moderna ocurre algo parecido, con la diferencia de que –al ser una manifestación cultural– los únicos responsables de su comienzo son los seres humanos, y el grado de imprevisibilidad no vendría dado por ningún tipo de cisne negro biológico, como ocurre con las pandemias, sino por la propia irracionalidad humana. La novela de ciencia ficción La guerra de los mundos, de H. G. Wells, refleja muy bien la relación entre ambos fenómenos. No conocemos los motivos por los que los extraterrestres invaden la Tierra (aunque es sabido que H. G. Wells criticaba el absurdo del imperialismo de su época), y si bien ni todo el poder militar combinado de la humanidad logra acabar con los invasores, estos acaban siendo derrotados, de manera totalmente imprevisible, por microbios de origen terrestre.

No es cierto, como escribía Camus en La peste, que la estupidez triunfa siempre y, sin embargo, una mezcla de racionalidad e irracionalidad es lo que hace que estallen todas las guerras largas cuyo inicio muy pocos, ni sus instigadores voluntarios e involuntarios, ven venir. Cuando en febrero de 2022 el presidente ruso Vladímir Putin decidió invadir Ucrania no esperaba en sus cálculos librar una guerra que durase poco más de unas semanas. Por su parte, más allá de la inteligencia estadounidense durante la última semana previa al inicio del conflicto, los líderes de las potencias europeas pensaban que Putin se estaba tirando un farol para avanzar su agenda política nacionalista, como era habitual en él.

Es posible que en el cálculo tanto de los líderes europeos como de los estadounidenses pesara mucho el hecho de que, después de más de ochenta años de integración económica y paz general en Europa, Putin no iba a arriesgarse a tirarlo todo por la borda. Sencillamente había demasiados intereses en juego y una guerra, en la mentalidad de unos políticos que crecieron y creyeron en los beneficios de una globalización económica pacífica, no beneficiaba a nadie. No supieron aceptar que Rusia desde 2014, con la anexión de Crimea (y más atrás aún con el discurso de Putin en la conferencia de Múnich de 2007), había ido tomando pasos para desconectarse de ese mundo.

A menudo no sabemos explicar por qué comienzan las guerras. Suelen tener causas materiales o geoestratégicas, pero también surgen por cuestiones espirituales o de autopreservación instintiva. La guerra de Ucrania, por ejemplo, no tendría que haber sucedido si atendemos a los intereses geoestratégicos tanto del gobierno ruso como de las potencias occidentales. Si finalmente acabó estallando fue por una cuestión espiritual. “¿Qué será de Rusia –pensaron las nostálgicas élites políticas del país– si Ucrania, donde surgió históricamente Rusia, decide abrazar cultural y militarmente a Occidente? ¡Rusia quedaría sin pasado, y por tanto sin futuro!”

En ningún momento antes de 2022 Rusia se planteó invadir Finlandia, pese a tener un estatus de neutralidad militar menos firme que el de Ucrania, a compartir igualmente una enorme frontera y a haber formado parte del extinto Imperio ruso durante 108 años. Sencillamente la afinidad cultural y el tiempo que el país escandinavo estuvo bajo control ruso fueron mucho menores.

Tampoco parece muy claro por qué comenzó la guerra entre Hamás, Israel y, en menor medida, Irán. ¿Qué esperaba conseguir la organización terrorista palestina cuando en octubre del año pasado, apoyada por el régimen iraní, lanzó el ataque terrorista en el que asesinó a más de mil ciudadanos israelíes y secuestró a más de doscientas personas entre civiles y militares? La respuesta obvia sería decir que, al igual que en el caso ucraniano, se trataba de iniciar una guerra para continuar la política por otros medios, como hubiera observado el erudito militar prusiano Carl von Clausewitz. Tras la firma de los acuerdos de Abraham en 2020, que normalizaron las relaciones diplomáticas entre Israel y varios países de mayoría musulmana, la causa palestina corría el riesgo de quedar olvidada por la comunidad internacional. En ese sentido, si bien Hamás está perdiendo la guerra contra Israel en el campo de batalla, ha ganado la batalla por el relato, dado el rechazo que generan en todo el mundo los ataques indiscriminados de Israel contra la población palestina.

¿Realmente esperaba Hamás una respuesta tan extrema de Israel? Y si así lo esperaban, ¿fue un acto de inmolación espiritual fruto de la desesperación, o había una mínima esperanza de conseguir objetivos políticos? Del lado israelí cabría preguntarse si el haber sido atacado por sorpresa fue consecuencia de limitar al ámbito de la seguridad (y acomodarse en ella) un problema que también es político, y si su respuesta militar exagerada también responde a un instinto de autopreservación, fruto de varias guerras existenciales con los países árabes del entorno a lo largo del siglo XX.

Lo que ha quedado claro es que la disuasión militar como único instrumento para evitar la guerra no funciona, y que confiarlo todo a esta en detrimento de la diplomacia puede, de hecho, iniciar conflictos. Es lo que los teóricos de las relaciones internacionales denominan “dilema de la seguridad”: las medidas que toma un Estado para incrementar su seguridad provocan la sensación de inseguridad de sus adversarios. La expansión de la otan (una organización militar principalmente defensiva) durante tres décadas fue percibida como una amenaza por las élites rusas.

En Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, el historiador Christopher Clark expone entre las causas de ese conflicto la desconfianza mutua de las potencias europeas ante el rearme de los países vecinos, si bien el objetivo del ensayo no es investigar las causas de la guerra, sino cómo durante décadas la política europea se fue tensionando entre dos bloques de alianzas (y entre los aliados dentro de cada una) hasta alcanzar el clímax. Nuevamente, la guerra tuvo múltiples causas y sin embargo ninguna justificaba por sí misma su estallido. La chispa que la inició fue espiritual: el Imperio austrohúngaro, que era percibido como próximo a su disolución por el resto de las potencias europeas aliadas y hostiles, decidió en última instancia declarar la guerra a Serbia como un ejemplo de firmeza.

Ante la inestabilidad internacional pospandemia y el miedo a que el estallido de cualquier conflicto local escale sin límites, los líderes occidentales miran con mucho detalle a este periodo de la historia de enorme complejidad diplomática para tratar de evitar un desenlace similar. Cuando a escasos meses de comenzada la invasión de Ucrania el presidente francés Emmanuel Macron dijo que Rusia no debía ser humillada muy probablemente tenía en mente el ominoso rol de Francia tras la Primera Guerra Mundial, que impuso a Alemania enormes obligaciones en conceptos de reparación de guerra, y que fue una de las causas de la Segunda Guerra Mundial veinte años más tarde. Más recientemente, el líder de la diplomacia europea, Josep Borrell, mencionó explícitamente el ensayo Sonámbulos cuando fue entrevistado en Televisión Española en el punto más alto de tensión militar entre Israel e Irán tras el ataque de este último con centenares de drones y misiles a objetivos militares en territorio israelí (en respuesta al ataque israelí a la embajada iraní en Siria días antes). “Nadie quiere la guerra, pero entre todos se organizan para que suceda”, llegó a decir Borrell en la entrevista, explicitando así el temor a que la escalada del conflicto forzase a Occidente a intervenir.

Las palabras de Borrell demuestran que la intención última de los esfuerzos diplomáticos de los líderes occidentales es evitar el peor de los escenarios: el inicio de una nueva guerra mundial que no quiera nadie y que no veamos venir por tener causas complejas y un origen regional, un escenario sobre el que sobrevuela además el fantasma de la guerra nuclear. Tanto lo uno como lo otro son escenarios muy poco probables, pero basta con que la percepción del riesgo sea un poco más alta que hace escasos años para que ocupe buena parte del esfuerzo diplomático occidental. Lo inquietante de la situación actual es que, en lo que respecta a la guerra en Ucrania, el diálogo entre las diplomacias europea, estadounidense y rusa es prácticamente inexistente, y casi todo mantenimiento de la paz se sostiene, nuevamente, sobre la disuasión. En Occidente ha comenzado una época de rearme y movilización industrial militar, al igual que en Rusia y China.

Consciente, como historiador riguroso, de que el presentismo es una práctica académica empobrecedora, Christopher Clark termina Sonámbulos con una breve mención al peligro contemporáneo de las armas nucleares. Es su manera de advertir sobre la vacuidad de la relación entre la disuasión y la posesión de armas poderosas. Menciona un artículo escrito en 1913 por un periodista de Le Figaro acerca de una serie de conferencias sobre medicina militar en Francia. Uno de los cirujanos presentes pidió la prohibición de los cañones franceses que los serbios habían usado en la primera guerra de los Balcanes por las terribles heridas y el sufrimiento que causaban. Ante esto el periodista hizo la siguiente valoración: “si como parece probable algún día nos vemos superados en el campo de batalla, lo mejor es que nuestros enemigos sepan que disponemos de ese tipo de armas para defendernos, unas armas a las que habrá que temer”. La Europa anterior al inicio de la Primera Guerra Mundial estaba plagada de ese tipo de reflexiones insustanciales y recuerda a la retórica actual del Kremlin, que amenaza constantemente a la opinión pública occidental con su arsenal nuclear para promover la inacción de la política europea y americana.

Según Clark, en las semanas y meses anteriores al comienzo de la guerra mundial, los círculos políticos europeos entendían que se aproximaba algo terrible. Los generales franceses y rusos decían que había que prepararse para una “guerra de exterminio” y para la “extinción de la civilización”. Y, sin embargo, el historiador se pregunta: “Lo sabían, ¿pero de verdad lo sentían?” En su opinión, fue ese vacío emocional lo que llevó a medio mundo a la guerra en 1914 después de cuarenta años de paz en Europa, en contraposición con el mundo después de 1945, donde a pesar de la mayor carrera armamentística de la historia de la humanidad nunca se produjo una guerra nuclear. Sencillamente el recuerdo de dos guerras mundiales era demasiado doloroso y la imagen visceral de Hiroshima y Nagasaki demasiado reciente.

Los líderes actuales conocen la historia de las dos principales guerras mundiales, pero no las vivieron. Por eso Macron, al contrario que hace dos años, ahora vería como arriesgado pero necesario que los países europeos se impliquen más en la guerra a título individual; por eso también Putin, que no vivió la Segunda Guerra Mundial, ve el arsenal nuclear que controla no como un instrumento de delimitación de su influencia, sino como una herramienta de chantaje para promoverla.

Si para Camus la guerra era una enfermedad infecciosa que se cronifica en el tiempo, la periodista estadounidense Annie Jacobsen dice en su reciente libro Guerra nuclear, un escenario, que la guerra nuclear es la enfermedad terminal de la humanidad, fulminante y devastadora. Su libro, tras entrevistarse con casi medio centenar de insiders responsables en mayor o menor medida de la disuasión nuclear estadounidense, trata de reflejar minuto a minuto un conflicto mundial que puede empezar y acabar en menos de una hora y media.

A priori el escenario que plantea parece inverosímil: en Corea del Norte, Kim Jong-un lanza un ataque nuclear suicida contra Estados Unidos, estos responden de la misma manera y, en medio de la confusión y el miedo, Rusia decide atacar masivamente Estados Unidos con todo su arsenal nuclear. El objetivo del libro de Jacobsen no es darnos las causas políticas de este posible escenario, sino simplemente describir lo que pasaría y cómo se comportaría cada actor.

¿Cómo reaccionaría el régimen familiar de los Kim en un supuesto conflicto diplomático si en una crisis espiritual o en una reacción de autopreservación como la de Hamás, la de Putin en Ucrania o Austria-Hungría en 1914, decidiera comenzar una guerra al verse frustrados sus objetivos políticos? Al igual que la invasión de Ucrania, una guerra contra Corea del Norte no existiría en el vacío. En el caso de Corea del Norte, a comienzos de año el líder norcoreano declaró que el país ya no busca la reunificación con Corea del Sur y considera al país vecino su principal enemigo, un hecho que parece otra vuelta retórica del régimen totalitario pero que formalmente supone un giro con respecto a la política norcoreana que hasta ahora buscaba la reunificación pacífica.

El libro de Jacobsen plantea también el tipo de preguntas necesarias sobre la disuasión porque parte de la base de que ningún sistema humano, político o tecnológico, funciona siempre como se espera que lo haga: ¿qué pasa si la disuasión falla? ¿Acaso habría algo de tiempo para retomar el cauce de la diplomacia cuando están sobre la mesa unas armas tan poderosas cuya lógica implica usarlas en cuestión de minutos? ¿Es posible una guerra entre potencias nucleares que no implique el uso de armas atómicas? La pregunta definitiva sería la siguiente: ¿cómo se puede evitar algo que es posible, pero que no sabemos si va a pasar?

Hay varias aproximaciones. La primera sería fijarse en aquellas guerras que estuvieron a punto de estallar, pero no lo hicieron. Eso es lo que se preguntaron los autores del cómic Macedonia hace ya casi dos décadas. En él, una estudiante de relaciones internacionales viaja al país balcánico para tratar de comprender cómo, a diferencia del resto de países de la extinta Yugoslavia, no estalló una guerra civil allí a pesar de que reunía prácticamente todas las características para ello. La segunda aproximación es más espiritual, y es comprensible teniendo en cuenta que las crisis espirituales son una de las principales causas del inicio de las guerras. Consistiría en seguir el consejo de Bertrand Russell en su célebre manifiesto contra la proliferación nuclear que apoyó Albert Einstein: “Recuerda tu humanidad y olvida el resto.”

Por último, podríamos aproximarnos a la guerra como concepto de la misma manera en la que lo hacían los antiguos atenienses hace unos 2 mil 500 años. No negaban su existencia, sino que trataban de evitarla o minimizarla. La diferencia fundamental entre nosotros y ellos es que ellos, en su búsqueda incansable de la sabiduría, parecían ser más conscientes de la importancia que tienen los componentes psicológicos en el inicio de las guerras.

La antigua Atenas sucumbió como civilización dominante por culpa de una guerra y una epidemia. Esto no significa que la civilización occidental esté abocada al mismo destino. Pero debemos ser conscientes, como los antiguos atenienses, de que la guerra es indeseable y, al mismo tiempo, inevitable. El narrador de La peste dice que la guerra no es más que un mal sueño que tiene que pasar. No es verdad, y Camus advierte: “de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones”. ~

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Daniel Delisau es periodista.


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