Una afirmación como la siguiente suena descabellada: puesto que las estructuras sociales y culturales están formadas de personas de carne y hueso hechas de moléculas y átomos, están sometidas a las leyes de la física como cualquier otro objeto material. Esta idea reduccionista parece ridícula e inútil, pero es la que orienta a muchos biólogos a aceptar que los humanos están sujetos a las reglas deterministas y que por lo tanto no existe el libre albedrío, como tampoco lo hay en una piedra, un planeta o una galaxia. Así, tanto los neurólogos como los sociólogos deben aceptar que los procesos biológicos, al igual que los sociales, están gobernados por las leyes básicas de la física y la química y que, como afirmó Stephen Hawking, están tan determinados como las órbitas de los planetas. Hawking no mencionó los procesos sociales, pero es evidente que su tesis determinista los engloba en la medida en que las sociedades están compuestas por esas entidades biológicas que llamamos seres humanos. Todo lo que sucede en los más elevados y complejos niveles deriva de la dinámica de lo que ocurre en el nivel básico que explica todo lo que ocurre en el universo.
Estas ideas deterministas son refutadas por el biólogo Kevin Mitchell, un neurogenetista que trabaja en el Trinity College de Dublín en Irlanda. Su punto de partida es el hecho de que, desde el momento en que aparecen en la Tierra organismos vivos, su desarrollo deja de ser determinado por las leyes de la física. Los seres vivos actúan debido a razones propias que los impulsan a luchar para persistir. Estos seres mantienen sus organismos ordenados en contra de la segunda ley de la termodinámica que establece que los sistemas organizados tienden a desordenarse si nada se los impide. Los sistemas vivos se resisten y con ello logran persistir y reproducirse. “El universo no tiene un propósito, pero la vida sí lo tiene”, dice Mitchell. Uno de los ejes del libro es la idea de que el propósito o el sentido (meaning) que se encuentra en un sistema vivo tiene poder causal. El sentido que adquiere un organismo es su capacidad de asignar importancia y valor a sus experiencias. En los organismos más complejos, el sentido adquiere además connotaciones emocionales.
Incluso los seres unicelulares responden a los estímulos de manera variada. No son máquinas que actúan mecánicamente de la misma forma ante un estímulo que se repite. Se trata de un proceso de causación propio de los seres vivos, que no tiene un carácter físico, sino informacional. La conclusión es que los seres vivos son provocadores causales, es decir capaces de generar acciones que provocan cambios. En inglés, Mitchell usa la expresión causal agents, ya que el concepto de agent es el centro de todo el libro, aunque la traducción como ‘agente’ me parece poco afortunada. El caso es que los seres vivos son agentes provocadores, para usar el concepto sin intención política: son causas de efectos por el hecho de ser autónomos. Los organismos vivos actúan debido a razones ligadas a su objetivo, que es sobrevivir. Aunque la evolución no tiene un propósito, los seres vivos sí lo tienen. Mitchell afirma que el núcleo de lo que en los humanos es el libre albedrío se encuentra en el hecho de que aun los seres vivos más elementales son agentes provocadores de efectos. Hasta el gusano C. elegans “puede aprender de sus propias experiencias y desarrollar sus propias razones para escoger una acción y no otra ante cualquier situación dada”, afirma Mitchell. La aparente cadena de causas es en realidad un bucle (loop) o una serie de bucles que conforma un proceso con cierta duración en el tiempo.
Mitchell define tres formas de determinismo: la idea de que solo existe una línea temporal de sucesos (predeterminismo físico), la idea de que todo evento es necesariamente causado por eventos previos (determinismo causal) y la idea de que las decisiones de un organismo son realmente necesarias debido a su propia configuración física (determinismo biológico). Estas ideas ponen en duda la posibilidad de que los organismos vivos puedan ser agentes causales y, en consecuencia, niegan que el libre albedrío pueda existir en los humanos. El autor hace una crítica de la solución llamada “compatibilista” que asume que tratar de entender las causas básicas últimas en las leyes es imposible debido a la enorme complejidad del proceso; y además es un intento inútil. No necesitamos explorar el nivel de los electrones o de la mecánica cuántica que subyace en un proceso económico, aunque sepamos que allí se encuentran las causas explicativas. Nos es suficiente operar al nivel que tratamos de entender y por tanto debemos pretender que los humanos u otros seres vivos tuvieran poder causal, aunque en realidad sepamos que no están decidiendo nada. Se trata de un reduccionismo enmascarado con la imposibilidad práctica de probar que hay una cadena causal que conecta nuestros actos con el comportamiento físico de los átomos y los estados cuánticos.
Mitchell concluye que la evolución biológica genera diversas “arquitecturas funcionales” que operan independientemente de su sustrato físico con principios que no provienen de las leyes físicas; son independientes de ellas y tienen su propia lógica, una operación que no se deriva de las ecuaciones de la física. Son diseños funcionales que tienen su propia estructura. Yo creo que lo que describe Mitchell es lo que Spinoza llamó la natura naturans, que genera sistemas basados en procesos de información dotados de poder causal. Además, cierta actuación aleatoria de estos sistemas orgánicos puede ofrecer ventajas adaptativas. En su exposición sobre el proceso evolutivo usa, además del concepto de adaptación, el de exaptación, aunque no cita a Stephen Jay Gould, quien creó la idea. La tarea de fundamentar el libre albedrío de los humanos en la biología es muy útil y el libro es una excelente refutación del determinismo. Mitchell aporta un caudal de ideas creativas que sostienen muy bien su tesis de que los organismos vivos son “agentes libres”, como anuncia el título de su libro.
Free agents rechaza con razón la idea de que solo somos libres si no estamos sujetos a ninguna restricción. Seríamos una conciencia libre de toda influencia y capaz de decidir cualquier alternativa. Esto nos llevaría de nuevo al viejo dualismo, a un ego que está por arriba de todo y que mueve el cuerpo cuando decide algo. Una situación así simplemente no existe. La conciencia se inscribe en un contexto de restricciones de toda clase, biológicas y culturales. Pero esto no nos debe llevar a pensar que no estamos al mando, pues el cerebro decidiría todo sin que nos demos cuenta. Hay un “yo” o un “nosotros” que es la conciencia capaz de decidir. Pero en este punto Mitchell se tropieza: confunde la conciencia con el awareness, con el hecho de percatarse y ser sensible al entorno, algo que compartimos con todos los seres vivos. Señala que los patrones de actividad neuronal tienen un significado, pero ello no lo lleva a entender que hay símbolos además de señales. Y los símbolos forman parte del entorno cultural, del conjunto de prótesis que yo llamo exocerebro. Elude totalmente el tema fundamental del lenguaje y del habla. Afirma que los aspectos conscientes de los procesos cognitivos siguen siendo un misterio, pero no dedica ninguna atención a tratar de entenderlo. Solo se refiere vagamente a una “revolución cultural” que habría transformado el linaje del que provenimos y provocado que surgiera el Homo sapiens.
A Mitchell se le escapa una dimensión básica de la conciencia humana: su carácter individual y único en seres que son conscientes de que son conscientes. Le ha bastado demostrar que existe el libre albedrío y buscar sus raíces en los seres vivos. Pero en los humanos hay algo más, una autoconciencia que existe porque son seres sociales inscritos en una complejísima red simbólica. He explorado esta dimensión cultural en mi libro Antropología del cerebro (2014), donde muestro que ese nivel cultural no se puede reducir a la biología de la misma manera en que la biología no se puede reducir a la física. En el nivel sociocultural también hay quienes propugnan otra forma de determinismo, cuando es en la vida social donde se encuentran las raíces de la libertad humana. En contra de las ideas que afirman la existencia del libre albedrío, el neurólogo y primatólogo Robert Sapolsky publicó en 2023 un libro donde defiende con ardor la idea de que el libre albedrío no existe e introduce en sus argumentos la dimensión sociocultural para afirmar su tesis. En una próxima reseña me referiré a este libro. ~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.