¿Quién fue ese Iturbide? ¿Acaso el destronado emperador que dijeron que volvía para recuperar su perdido trono, o el que un día fue llamado Libertador, por dirigir a sus tropas a lo largo y ancho del que llamaban virreinato, liberándolo con sus fuerzas trigarantes de trescientos años de dominio español? ¿Quién fue ese Iturbide, que desembarcó en Soto la Marina y fue llevado a Padilla para ser ejecutado bajo el mandato de un decreto que lo declaró traidor con solo poner su planta en el suelo que emancipó de España? ¿Libertador, déspota, padre de la patria, traidor?
Vallisoletano, como Morelos, se sumó a las milicias provinciales, como Allende y Aldama, formando parte con ellos de las tropas que marcharon al cantón de Veracruz, donde estuvieron sus coterráneos García Obeso y Michelena, futuros conspiradores de Valladolid en 1809. Un año más tarde, dicen, fue invitado a la revolución por el propio Hidalgo, pero su camino era otro completamente opuesto: el camino de la contrainsurgencia, el de la buena causa, como le llamaban los fidelistas virreinales. Ahí es donde más destacaría, combatiendo al bandido Villalongín y al Manco García, a quienes daría muerte, así como a los representantes de la Suprema Junta Nacional, instalada en Zitácuaro: José María Liceaga, José María Cos, Ramón y Rafael López Rayón, ya en Yuriria ya en Salvatierra. Su mayor triunfo de esos años lo conseguiría frente a su paisano, en la tierra natal de ambos, Valladolid, la Nochebuena de 1813. Una escaramuza, en la Loma del Zapote, luego la sorpresa en las Lomas de Santa María; finalmente, el acabóse en Puruarán, donde el Generalísimo perdería a su mano derecha, Matamoros.
Pasaron los años, y su postura cambió. No radicalmente, porque seguiría defendiendo el orden y la paz, pero sí en cuanto a los mecanismos. A partir de 1820 no sería ya su idea terminar con la revolución, sino controlarla, dirigirla por vías ordenadas y pacíficas. Así llevaría a cabo su empresa, eternamente memorable, de guiar a sus compañeros de armas hacia la suspirada independencia. Con acuerdos, negociación, con las armas por delante, pero en una actitud mucho más política, hasta diplomática, podría decirse. De ese modo logró la anuencia de muchos de sus antiguos compañeros en las filas virreinales, del último gran líder insurgente y, finalmente, del último jefe político enviado desde la Península. Todos se unieron bajo las voces religión, independencia y unión. Todos juntos bajo los colores blanco, verde y rojo.
¿Cómo es que vino a caer en desgracia ese que fue Iturbide? A partir de 1822, todo se volvió vertiginoso y confuso, tanto en la vida de Iturbide como en la del joven Estado mexicano. Primero, su aclamación como emperador, tras la negativa de la Corona española para venir a gobernar; luego, sus errores políticos. Enemistarse con algunos militares que antes fueron trigarantes. Pero, sobre todo, la disolución del Congreso y su reemplazo por una Junta. Después, vinieron más pronunciamientos en su contra, levantamientos armados de sus viejos aliados que terminaron con su abdicación y su salida del país. Por Italia, por Suiza, los reinos germanos y hasta Inglaterra, donde supo que se preparaba la reconquista de las colonias. Eso lo persuadió de volver, ignorando que la nueva legislatura nacional lo había proscrito de la ley. En julio de 1824 tocó suelo mexicano y eso lo convirtió de súbito en “traidor”. Su destino estaba marcado. Su última morada la encontraría en Padilla.
A las 6 de la tarde salió al paredón de fusilamiento. Se vendó los ojos con sus propias manos, pero no aceptó que le fueran atadas, no era necesario; se puso de rodillas, pero no de espalda. No aceptaba morir como traidor. Dos balas en la frente y dos más en el pecho, como cruz de navajas, dieron muerte a quien había sido emperador, que de bruces cayó sobre el suelo, encontrándose en su faja un amarre de papeles, algunos para el Congreso nacional, otros para su familia, algunos más para la posteridad, como el Manifiesto al mundo, o su testamento de Liorna, como se ha dado en llamar. En él, actualmente perdura una mancha con su sangre. Su cuerpo fue depositado en una capilla para velar la noche, y un día más tarde sería sepultado con el hábito franciscano. Ahí yació Iturbide. Libertador, déspota, padre de la patria. ~
es doctorante en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.