Estoy seguro que no hay encuentro de cine más agotador en México que el Festival Internacional de Cine de Guanajuato. Diez días en tres ciudades guanajuatenses –León, San Miguel de Allende e Irapuato, en ese orden–, con tres aperturas consecutivas, traslado entre las tres sedes y una sola ceremonia de premiación verdadera. Solamente los valientes aguantan esos diez días, saltando de ciudad a ciudad, y solo el equipo de la directora y fundadora del festival, Sarah Hoch, pudo hacer que todo funcionara sin contratiempos mayúsculos.
Fui a Guanajuato 2024 en mi calidad de carne de jurado. La actriz mexicana Gabriela de la Garza, el guionista colombiano Carlos Henao y quien esto escribe tuvimos la responsabilidad de ver los diez largometrajes mexicanos seleccionados para la competencia, cuatro documentales y seis filmes de ficción, y repartir dos galardones –uno por cada modo de producción, el documental y la ficción– y una mención especial, que en este caso fue para un documental. La directora de programación del festival, Nina Rodríguez, y su equipo más cercano hicieron un buen trabajo en la selección de la decena de filmes elegidos, tres de ellos ya vistos en festivales fílmicos anteriores.
Por ejemplo, Corina (México, 2024), ópera prima de Úrzula Barba Hopfner, la ganadora de la sección Hecho en Jalisco en Guadalajara 2024, está construida para responder a cierta línea clave en la cinta: “Está de moda ser pesimista”. La cinta protagonizada por Naian González Norvind va a contracorriente de esa susodicha “moda” en un amable coming of age femenino que deja al espectador con la sonrisa en los labios. Otra cinta ganadora en Guadalajara 2024 (mejor dirección y mejor fotografía en la sección Mezcal) apareció también en competencia en Guanajuato: La arriera (México, 2024), segundo largometraje, aunque primero de ficción, de Isabel Cristina Fregoso, del cual escribí largo y tendido en este mismo espacio hace unas semanas. En cuanto a Río de sapos (México-Qatar, 2024), segundo largometraje documental de Juan Carlos Núñez, escribí también por aquí de ese absorbente ensayo fílmico cuando se presentó en competencia en el FICUNAM 2024.
Entre los siete filmes restantes que no se habían presentado en ningún festival nacional anterior estuvieron los ganadores, aunque no faltaron las obras meritorias que no pudimos premiar. Así, por ejemplo, en la categoría de ficción se presentó La rueda conoce mi nombre (México, 2024), de Claudio Zilleruelo Acra, un calculadísimo filme independiente en el que, poco a poco, a través de la precisa cámara de Ricardo Cabrera Ávalos y la escamoteadora edición de Gabriel Herrera Torres, nos vamos enterando de la vida en común –y al mismo tiempo, separada– de un hombre y una mujer sin nombres en la Ciudad de México. Ella (María Lara) es solista de un grupo metalero, él (Fernando Álvarez-Rebeil) atiende un pequeño negocio de discos. Ella se queja todo el tiempo de todo, él se aburre detrás del mostrador, los dos cogen de vez en cuando.
Estamos ante una estilizada muestra del mejor slow cinema posible, en el que abundan los planos pausas, los espacios vacíos, los pasillos desolados y el sonido hueco de los pasos de los personajes o de un ventilador que echa aire en un cuarto (evocador diseño sonoro de Zvook). La banalidad de sus vidas se rompe muy de vez en cuando –alguna conversación de él con un comprador de un disco, la reparación de unos lentes en el caso de ella–, entre la pasividad de uno y la (in)movilidad en el trafico de la otra, hasta que el director primerizo Zilleruelo echa mano de la bien conocida táctica de Chantal Akerman para resolver y/o confundir la ausencia de conflicto. Un notable debut, por donde se le quiera ver.
El premio a la mejor película mexicana de ficción fue para Soy lo que nunca fui (México, 2023), otra ópera prima, en este caso de Rodrigo Álvarez Flores. Se trata de un tríptico narrativo kubrickiano-tarantinesco, centrado en una disfuncional familia tijuanense: la madre enfermera Gabriela (Ángeles Cruz); el hijo mayor Renato (César Kancino), que es un aprendiz de malandro: y el hijo menor Abel (Ari López), un gay maltratado por todos. La historia va de mucho menos –un convencional triángulo amoroso entre Renato, su socio y la novia de este– a mucho más, cuando llegamos al último segmento, que trata de la relación de Gabriela con Antonio (Giancarlo Ruiz), el hijo del anciano a quien ella cuida, alimenta y baña. Aunque el guion recurre de forma inconsistente a la repetición de los mismos hecho vistos desde diferentes perspectivas, la vigorosa dirección de Álvarez Flores y la sensible interpretación de Ángeles Cruz logran que la nave fílmica llegue a buen puerto en un sólido debut que le debe tanto a Winchester 73 (Mann, 1950) como a El dinero (Bresson, 1983).
En el terreno del documental, Después de las armas (México, 2024), del editor convertido en cineasta Héctor Laso, ganó una merecida mención por el acucioso retrato, a 30 años del 1 de enero de 1994, de una quinteta de combatientes, tres hombres y dos mujeres, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Producida por N+ de Televisa (Denisse Maerker funge como una de las productoras ejecutivas), Después de las armas podría pasar como un reportaje noticioso televisivo más si no fuera porque la edición del especialista Laso logra mantener el interés, alternando los testimonios de los maduros zapatistas todavía en pie de lucha con las imágenes y las voces de archivo –Jacobo Zabludovsky incluido– que Televisa posee.
En todo caso, el mejor documental y, de lejos, la mejor película mexicana en Guanajuato 2024 –incluso la mejor película a secas, por lo menos de lo que alcancé a ver en el festival– fue Crónicas del otro norte (México, 2024), otro debut como director, en este caso del probado guionista de documentales Miguel León, coescritor de El secreto del doctor Grinberg (Cuéllar, 2020) y autor del guion de La dama del silencio: el caso Mataviejitas (Cuevas, 2023).
La voz en off del propio cineasta debutante nos advierte desde el inicio lo que veremos. A lo largo de tres años, el director, guionista, sonidista y editor Miguel León se paseó por toda Chihuahua en cierta “cabina de los sueños”, en la que invitaba a pasear a cualquier transeúnte para que este compartiera, con la cámara apagada, algún sueño que él o ella, infante, adulto o anciano, quisiera contar. El resultado fueron 300 testimonios, de los cuales quedaron en el filme unas cuantas decenas: un puñado de sueños narrados por esos anónimos chihuahuenses, nunca ilustrados literalmente por León, aunque sí aludidos en algunas de las imágenes que vemos.
El origen de este fascinante ejercicio onírico partió, confiesa el propio cineasta narrador, de una suerte de rebelión contra el algoritmo narrativo que domina en el cine contemporáneo. Basta entrar a cualquier sala de cine comercial o prender la plataforma a la que se tenga suscripción para darse cuenta que no solo estamos ante las mismas historias, sino que, además, están contadas de la misma forma. León se ha lanzado el vacío en esta especie de poema épico/onírico que sucede en la mente, los recuerdos y el subconsciente de cada una de las voces que escuchamos, punteadas por las reflexiones del propio director debutante y las inevitables citas a Luis Buñuel y Jorge Luis Borges.
Debo confesar que, en algún momento del filme, entre testimonio y testimonio, entre sueño y sueño, estuve a punto de cerrar los ojos para dormirme yo también. Pero no lo hice: al final, no tuve que soñar para darme cuenta que otro tipo de cine, alejado del algoritmo, es posible. Miguel León lo ha demostrado. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.