Dulce Che, falso Che

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Lo más escandaloso de Che: el argentino, de Steven Soderbergh, es que sea una película profundamente aburrida. Se dirá que esto no es un problema sino su mayor virtud: que no es aburrida sino atmosférica, que Soderbergh fue valiente al rechazar las convenciones de la biografía y la épica, y que la interpretación intimista de Benicio del Toro sirve para ver otra cara del guerrillero superestrella. En corto, que actor y director (ambos productores) son heroicos por haber dado la espalda al mito, y que eso debería alegrar no sólo a los devotos del Che sino a todos los que se dicen hartos de tanta idolatría light. Todo esto tendría sentido si Guevara hubiera escondido una identidad distinta –pasiva o algo humilde– a la que describen sus diarios, acciones y declaraciones personales y públicas. Jesucristo latinoamericano o sociópata y asesino serial son, a fin de cuentas, adjetivos que describen un temperamento extremo, el mismo que de niño le ganó el apodo de “el Fúser” (contracción de “el Furibundo Serna”), y que de adulto preocupaba al mismísimo Fidel.

Tal vez era mucho esperar que Soderbergh hurgara en los lados oscuros del médico convertido en soldado convertido en lo que sabemos hoy; no lo era tanto suponer que desde su reputación de iconoclasta tomaría riesgos en el retrato de un personaje –según quien lo vea– hiperdestructivo o unificador. Lo amparaban, después de todo, las licencias de la ficción. Pero ocurrió que la ingenuidad se topó con el desinterés. Esto pasó el día en que el actor puertorriqueño Benicio del Toro le propuso al director hacer una película que contara la historia del hombre que había influido en toda una generación. Quizá creía que la Historia no le había hecho suficiente justicia. Según cuenta en una entrevista, él nunca lo estudió en la escuela y se enteró de su existencia por una canción de los Rolling Stones (“Indian Girl”). Un día, dice, entró a una librería en México y una foto del Che acabó por llamar su atención. Compró uno de sus libros y decidió que era urgente interesar a unos cuantos más. Soderbergh no compartió de inmediato su idea; le dio vueltas al proyecto y tardó en aceptar. Lo hizo –ha declarado– cuando notó que miles de jóvenes usaban camisetas con la imagen de un hombre sin apenas saber quién era.

La primera de dos partes, Che: el argentino, abarca desde 1952 (una alusión fugaz a la insurrección minera en Bolivia) hasta fines de 1964, cuando el Che viaja a Nueva York para hablar en representación de Cuba frente a los delegados de las Naciones Unidas. Omite, sin embargo, los años del Che en Cuba: desde la entrada triunfal a La Habana en enero de 1959 hasta ese viaje a Estados Unidos. La omisión es problemática, no sólo porque le ahorra a Soderbergh la complicación de mostrar a un Che intimista al frente de la Cabaña –y por lo tanto, responsable de los casi setecientos fusilamientos de los enemigos del nuevo régimen–, sino porque lleva al espectador a entender las declaraciones de 1964 sólo a partir de su estancia en la Sierra Maestra. Así, lo vemos en la selva antes de fusilar a tres traidores de la guerrilla, no sin antes soltar un discurso sobre lo difícil que le resulta aquello y la necesidad de sentar un ejemplo que enfatice la importancia de la lealtad en la revolución. En la escena siguiente declara desde su estrado en la ONU: “Fusilamientos, sí, hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte.” Se refiere, claro, a las ejecuciones de la Cabaña, para entonces ya cuestionadas pero ausentes aquí. Montaje determina sentido: es en maniobras como estas cuando una licencia poética se convierte en una trampita vulgar.

Algo parecido sucede con las citas escogidas para ilustrar sus discursos en el extranjero. Dice a la periodista anónima que lo entrevista en algunas escenas: “El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Amor por la humanidad, por la justicia y por la verdad. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad.” Estas frases, de 1965, fueron tomadas de una carta que el Che escribió desde África al director del periódico uruguayo Marcha. Dos años más tarde, en su “Mensaje a la Tricontinental”, redactaría una variante del tema: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así.”

¿Por qué una y otra vez la película esquiva las muchas alusiones que Guevara hace a la violencia, que él considera prerrequisito de la revolución? Siendo esta parte integral de su ideario y su biografía, uno sospecharía que al Che no le hubiera indignado que se le caracterizara como un hombre violento. Las anodinas escenas selváticas –no poéticas à la Terrence Malick, simplemente inocentes– lo muestran preocupado por el buen trato que debe dárseles a los prisioneros de guerra. Y, sin embargo, esta faceta de observador de la ONU se echa de menos en su diario de la Sierra Maestra. En él, el 24 de enero de 1957, narra la captura de tres guardias rurales que, dice, juraban ser inocentes: “Contra la opinión de los drásticos, entre los que me contaba, los prisioneros fueron interrogados, detenidos durante la noche, y puestos en libertad.”

Ocupado entre impartir justicia, curar a los enfermos y alfabetizar a los soldados, el Che de Benicio del Toro se comporta como un misionero casi perturbado por la crudeza de la misión; y agobiado por la verborrea de Fidel (Demián Bichir), que lo atosiga todo el día con sus teorías revolucionarias. Mucho más interesantes son las escenas del ataque a Las Villas, la toma de Santa Clara y la famosa captura del tren. Quienes aparecen en ellas son los guerrilleros del Movimiento 26 de Julio, pero igual podrían haber sido los once de Ocean’s Eleven en su intento de saquear el Bellagio: más allá de si son buenos o malos, queremos desesperadamente que triunfen. El punto es que sean trepidantes y cumplan el trazado de un plan. Como espectadores sometidos a las leyes del placer cinematográfico, nos parece que, en todos los casos, los medios justifican el fin.

Quizá sólo este fragmento –y sólo por esas razones– justifique la existencia de una película como Che. Entre la mirada admirativa de Del Toro y el desinterés ideológico de Soderbergh (y, al final, la ingenuidad de ambos), lo único cierto es lo que la película no refiere la esencia atrabancada y dinamitera del Che. En su efigie del siglo XXI, Ernesto es un tipo tranquilo, juicioso, que sólo en casos extremos contempla la opción de matar. ~

 

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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