“La utilidad de la UNIÓN para vuestra prosperidad política” y la “insuficiencia de la Confederación actual para conservar la Unión” eran los dos primeros temas que se propuso debatir Hamilton, padre de la democracia americana, con ocasión de la ratificación de la Constitución de EEUU en 1787, que alumbró el primer Estado federal, aunque su efectiva realización costó una guerra civil casi un siglo después.
En España, en pleno siglo XXI, al tiempo que avanza la integración supranacional europea, parece que nos estamos enfrentando al mismo dilema, aunque en sentido contrario. Si en el momento fundacional de los EEUU la cuestión era si ir hacia una unión federal, lo que hoy está encima de la mesa en nuestro país es si deshacer nuestra comunidad política para fragmentarla conformando una suerte de alianza confederal. Una finalidad que se está consiguiendo a fuer de introducir, gota a gota, medidas que van desmantelando nuestras estructuras estatales y los cuerpos funcionariales nacionales, dejando sin presencia al Estado en el territorio; traspasando a las Comunidades competencias cada vez más cercanas al núcleo de soberanía; o dejando que en ciertos territorios se adopten medidas que atacan a lo español –especialmente nuestro idioma–, mientras a nivel nacional se asume el mantra de lo plurinacional para diluir la identidad común. El concierto fiscal para Cataluña acordado es, seguramente, la guinda que puede terminar consumando este proceso disolutivo.
Pues bien, este proyecto confederal me parece una estafa tanto por el fondo como por la forma como se está desarrollando. En cuanto al fondo, los proyectos confederales son mercancía defectuosa, pura chatarra, ya que, en una confederación, a diferencia del Estado federal (o del autonómico, como el nuestro), no existe una unión política fuerte que preserve lo común y se diluye la idea de ciudadanía perteneciente a una misma comunidad con un interés general, sin perjuicio de la autonomía de la que puedan disfrutar los entes subestatales.
Por eso, históricamente, las confederaciones han sido formas políticas transitorias: un estadio hacia la unión federal (como ocurrió en los EEUU) o una fase en la disolución de una unidad política. Pero, además, han sido formas precarias e inestables. Jay, otro de los padres fundadores americanos, continuando con la reflexión de Hamilton y viendo la división interna que en el siglo XVIII tenían países como Francia, Gran Bretaña o España, concluía: “Si el pueblo de América se dividiera en tres o cuatro naciones, ¿no sucedería lo mismo? ¿No surgirían tensiones similares…? En vez de ‘tener un afecto mutuo y estar libre de toda aprensión por intereses divergentes’, la envidia y los celos en breve extinguirían la confianza y el afecto, y los únicos objetivos de su política y de sus esfuerzos serían los intereses parciales de cada Confederación, en vez de los intereses nacionales de América”. Una realidad que ya venimos experimentando en nuestro país, cada vez más confederal, donde son muchas las colisiones territoriales que surgen e innumerables las barreras que se imponen. Amén de que nos terminaremos quedando con un Estado exiguo, sin capacidad para impulsar políticas públicas que garanticen la cohesión social y que realicen esas “condiciones básicas” para la “igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales” que todavía hoy refiere nuestra Constitución.
A este respecto, debemos ser conscientes de que la aventura confederal choca frontalmente con los postulados de la Constitución de 1978, que residencia la soberanía en el “pueblo español” (art. 1.2) y declara “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (art. 2). Ciertamente, en el 78 no se tenía claro el resultado de la ordenación territorial que quedó, en buena medida, desconstitucionalizada, en expresión del profesor Cruz Villalón. Incluso habría sido posible un Estado autonómico con notables asimetrías entre aquellas concebidas como “nacionalidades” y el resto de las “regiones”. Pero aún así, se sentaron en el art. 2 CE las bases de una unión de matriz federal: unidad nacional, autonomía de las “nacionalidades y regiones” (habiendo insistido el Tribunal Constitucional que autonomía no es soberanía) y la necesaria solidaridad entre todas ellas (porque sin esta última no habría unión posible). De hecho, la evolución posterior, especialmente a través de los pactos autonómicos de 1981 y de 1992, ha sido de signo federal, consolidando un estatus sustancialmente igual de las distintas CCAA, aunque persistan algunos hechos diferenciales.
Sin embargo, la deriva actual se aleja radicalmente de estas dinámicas. Se está prostituyendo el ideal federal para avanzar en lo que, en realidad, es un proyecto confederal. Y quien tenga alguna duda que se plantee si sería imaginable que un Land alemán o un Estado de los EEUU negociara con el Gobierno Federal un estatus privilegiado como aspira alcanzar Cataluña.
Para colmo, este proyecto confederal también es una estafa porque estos cambios se están logrando de forma fraudulenta, ya que, en buena lid, exigirían reforma constitucional para abordarlos. Reforma, todo sea dicho, que, en la medida que afecta a la sustancia nuclear de la Constitución, debiera practicarse por el mecanismo especialmente agravado: con mayorías de 2/3 en Congreso y Senado, elecciones intermedias para que todos los españoles, sin trampa ni cartón, sepan por lo que apuestan, y luego un referéndum final ratificatorio.
Pero, diría más, tal y como se está planteando esta cuestión, creo que estamos ante un auténtico fraude democrático, perpetrado por el partido socialista liderado por Sánchez como colaborador necesario de los partidos nacionalistas. Un fraude que, a mayores, se pretende consumar con desprecio al ideal de consenso que había presidido la aprobación y el desarrollo de nuestra Constitución, siguiendo la senda de los pactos del Tinell donde PSOE y nacionalistas catalanes acordaron la elaboración del nuevo Estatuto de Cataluña sin contar con el PP.
Los partidos nacionalistas, incluso los que entraron en el pacto del 78, lo hicieron con una cierta reserva mental: su propósito siempre ha sido la independencia o, cuando menos, lograr una posición privilegiada con un Estado débil. En sus territorios, los nacionalistas han ido desplegando políticas homogeneizadoras, especialmente pesantes a nivel lingüístico y cultural, toleradas de forma inexcusable desde el Gobierno de la Nación; mientras, se mostraban pragmáticos con pactos nacionales con los que iban consiguiendo competencias y financiación. Al final, sin embargo, el café para todos se iba extendiendo también a las Comunidades no nacionalistas, con evidente perjuicio del Estado, que no tenía un valedor de sus intereses. Y es que, hasta aquí, PP y PSOE han colaborado por igual en esta deriva que ha tenido sus luces (permitir la consolidación del Estado autonómico), pero también sus sombras (no haber dotado de una racionalidad “federal” al sistema, que, según lo dicho, tiene que pretender realizar no solo la idea de descentralizar, sino también dotarse de mecanismos de integración y de coordinación y de garantizar poderes suficientes para el ente central).
De hecho, el PSOE, hasta hace bien poco, ha venido defendiendo que el rumbo tenía que ser la perfección “federal” del modelo autonómico, como plasmó en su Declaración de Granada, posteriormente matizada con la de Barcelona, cuyos principios dejan rastro en los últimos programas electorales de este partido, tanto en las elecciones catalanas como en las nacionales.
De ahí el fraude democrático cuando, después del adelanto electoral tras la moción de censura y, sobre todo, después de las últimas elecciones generales, el PSOE de Sánchez, por razones que obedecen a la lógica de mantenerse y alcanzar el poder político, ha arrumbado estas propuestas para asumir el relato y las aspiraciones de los nacionalistas, a cambio de contar con su apoyo. Cuestiones que durante las elecciones se presentaban como “líneas rojas” en el PSOE han terminado siendo “metas volantes”, como gráficamente ha descrito Gascón. El concierto fiscal para Cataluña, y antes la amnistía, son ejemplos claros. Pero se podría extraer una antología de medidas aprobadas durante esta legislatura y la anterior que han ido avanzando en este proyecto confederal. Recordemos que la primera decisión de la legislatura fue introducir el pinganillo en el Congreso, como si en España no tuviéramos una lengua común…
El objetivo es claro y lo adelantó el entonces Lehendakari vasco, Urkullu, en un artículo en El País publicado el 31 de agosto de 2023, donde se preguntaba: “¿por qué el Estado español no puede ser plurinacional, como lo fue en la práctica hasta el siglo XVIII?” Frente al proyecto federal compatible con nuestra Constitución, que rima con unidad, autonomía, cohesión…, la meta es lograr una confederación plurinacional con relaciones bilaterales y asimetrías, con “derechos históricos” (en realidad, privilegios) antes que derechos de ciudadanía, con barreras y pases forales. Un propósito a conseguir a través de pactos políticos y mutaciones, sin consultar a los españoles, estirando la interpretación de la Constitución hasta degradarla en su sentido más básico. En definitiva, una estafa constitucional y democrática.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.