La elección popular de ministros es ajena al liberalismo mexicano. Entrevista a Diego Valadés y José Ramón Cossío

Los antiguos ministros de la SCJN y distinguidos constitucionalistas repasan la historia reciente de la Corte y habla sobre el papel del poder judicial frente al autoritarismo del poder ejecutivo.
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Diego Valadés (Mazatlán, 1945) y José Ramón Cossío (Ciudad de México, 1960), antiguos ministros de la Suprema Corte de Justicia, son dos de los más distinguidos constitucionalistas de nuestro país. Ambos están preocupados por la agudización que estamos padeciendo de un autoritarismo del poder ejecutivo que nunca ha sido desterrado de nuestros usos y costumbres, en su medida –también– de una pulsión propia de lo que Daniel Cosío Villegas llamó “el estilo personal de gobernar” de los presidentes mexicanos. En esta conversación con Letras Libres, ambos –a su vez integrantes de El Colegio Nacional– hacen algo de historia contemporánea, partiendo de la reforma que hace treinta años convirtió a la SCJN en un verdadero tribunal constitucional. Tanto Cossío como Valadés confían en que los ministros, junto a la ciudadanía que los respalda, sabrán responder al reto democrático que significarán las próximas elecciones.

El año próximo habrá elecciones presidenciales en un contexto de extrema beligerancia del presidente de la república y su partido contra la Suprema Corte de Justicia. Pero en 2024, también, se cumplen treinta años de la reforma de 1994 que convirtió a la corte en un verdadero tribunal constitucional para México. ¿Cómo resumirían ustedes ese periodo en la vida jurídica –pero también política– del país?

José Ramón Cossío (JRC): La reforma judicial de 1994 encauzó y generó una gran cantidad de elementos políticos bajo una racionalidad jurídica. Antes de 1994 se suscitaron distintos fenómenos de integración de órganos político-representativos que no tenían un adecuado medio de expresión. Por ejemplo, diversos conflictos entre gobiernos estatales y la federación, o entre municipios y estados, no podían ser plasmados jurídicamente cuando el arbitraje político había perdido una parte importante de su eficacia. Lo que en realidad se estaba presentando era un incremento en la conflictividad política, sin la existencia de medios no políticos para resolverla.

La reforma de 1994 tuvo como finalidad la ampliación de las vías para que los diversos órganos y órdenes jurídicos pudieran reclamarse entre sí las afectaciones que resintieran por parte de otros órganos u órdenes. En este sentido, las controversias constitucionales se constituyeron en el medio más adecuado para plantearle a la Suprema Corte de Justicia la asignación de las competencias o facultades previstas en la Constitución. Por otra parte, mediante las acciones de inconstitucionalidad se permitió que las minorías parlamentarias pudieran plantear a la propia Suprema Corte la validez de las decisiones tomadas por las mayorías, al efecto de que estas, independientemente de su condición, no las arrasaran o desaparecieran esgrimiendo el argumento de su legitimidad electoral.

A partir de 1994, la Suprema Corte no solo se constituyó en árbitro del juego político, sino que lo hizo con base en categorías, procedimientos y racionalidades jurídicas. Esto significó un notable avance civilizatorio en momentos en los que las consecuencias y los efectos de la transición política se estaban desplegando.

Durante los últimos treinta años se avanzó mucho y bien en este proceso. Una parte muy importante de las disputas por el poder, realizadas entre los competidores estrictamente políticos, tuvo su sede de resolución en la Suprema Corte de Justicia. Asimismo, una parte relevante y formalizada de la conflictividad social entre particulares entre sí, o entre estos y las autoridades, se dilucidó mediante los litigios realizados en la forma del juicio de amparo. Asumiendo desde luego los límites de diversa naturaleza que se dan en y por los litigios, es factible reconocer que las actuaciones judiciales ordenaron en mucho la convivencia social y política de aquellos años.

Diego Valadés (DV): En las últimas tres décadas la vida jurídica y política del país cambió en forma radical. En lo político, a título de ejemplo, fue modificado el sistema electoral y de partidos para garantizar elecciones libres, confiables y competitivas; como consecuencia de los cambios, México ha sido gobernado por tres partidos diferentes y los electores han diferenciado su voto para la presidencia y para el Congreso; lo mismo pasa en los estados. En lo jurídico se produjeron varios cambios sustanciales. Por ejemplo, para mejorar la administración fueron introducidos los órganos constitucionales autónomos que, a pesar de sus errores de diseño, son un avance significativo. Por otra parte, la reforma constitucional de 1995 estableció un auténtico tribunal constitucional y la de 2011 modificó el sistema de derechos humanos. Estas dos reformas entraron en sinergia y propiciaron una corriente dinámica, creativa y liberal en la Suprema Corte.

Por supuesto, no todo ha sido positivo, pues al lado de las innovaciones institucionales subsistió un régimen de gobierno arcaico, caracterizado por el absolutismo presidencial. Pero el presidencialismo mexicano es tan arcaico como potente; por eso no se le modificó durante el ciclo reformista, interrumpido hace años. La pervivencia del absolutismo presidencial explica lo que identificas como “extrema beligerancia” por parte del presidente y de su partido en contra de la Corte. Este fenómeno es comprensible porque asistimos a la exacerbación del personalismo y al consiguiente nacimiento de una nueva hegemonía de partido, todo lo cual va acompañado por arbitrariedad, intolerancia, incompetencia y corrupción, como es habitual en estos casos.

Se dice que aquella reforma de 1994 fue diseñada para prolongarle la vida al antiguo régimen, mediante la democratización, y hoy la Corte es garante de la sobrevivencia de nuestra democracia. Si es que esa reforma tuvo esa naturaleza preventiva, ¿es concebible el futuro democrático del país sin la Suprema Corte?

JRC: Podemos afirmar que la Suprema Corte de Justicia es absolutamente necesaria para dar mantenimiento y, en su caso, consolidar o acrecentar nuestra todavía endeble condición democrática. Salvo que se tenga una concepción minimalista y prácticamente instrumental de la democracia en un sentido o ámbito electoral, la misma requiere de un arbitraje complejo para mantener los derechos humanos de todos los participantes, un sistema de protección a las minorías y una adecuada ordenación de las acciones llevadas a cabo por las mayorías, sin asumir que, por el solo hecho de serlo, tienen la legitimidad para actuar más allá del orden jurídico al cual se deben y en el cual participan.

DV: Entiendo la reforma del año 94 como parte del ritmo gradualista adoptado para democratizar al país. La inclusión de las acciones de inconstitucionalidad y de las nuevas modalidades de controversia constitucional ampliaron el espacio para las minorías congresuales y para el federalismo. Sin estas válvulas habría sido imposible atenuar la presión política en el país y expandir los derechos humanos. El futuro de México como Estado constitucional es impensable sin la Corte. La esencia de un tribunal constitucional es que la Constitución funcione como norma jurídica y no como proclama política. Para ser una sociedad de derechos es indispensable que haya un órgano investido de la facultad de imprimir a la Constitución su carácter de verdadera norma suprema.

Entre 1997 y 2012, según leo en la Historia mínima de la Suprema Corte de México (Colmex, 2019), de Pablo Mijangos y González, vivimos en una suerte de “euforia legislativa” y se efectuaron casi la tercera parte del total de las modificaciones a la Constitución, para adecuar nuestro derecho a las exigencias de la alternancia democrática. De cumplirse el peor pronóstico, prolongándose la llamada “desconstitucionalización” del país promovida por el actual presidente de la república, la vieja Constitución de 1917 ¿es una bandera, es un obstáculo? ¿Es irrelevante?

DV: A partir de la reforma política de 1977 la Constitución se convirtió en el destino de las negociaciones para la democratización del país. Este fenómeno tuvo ventajas y desventajas. Las primeras consistieron en la credibilidad y la estabilidad de los acuerdos; las segundas se tradujeron en que la desconfianza entre los interlocutores llevó a introducir un exceso de detalles en la Constitución que le imprimieron un carácter muy reglamentario. Sea como fuere, el objetivo de avanzar en la democracia se cumplió. En el actual periodo de gobierno esa construcción paulatina de la democracia se vio interrumpida por dos vías: el partido dominante decidió impulsar reformas sin negociar con las oposiciones, e intentó introducir disposiciones derogatorias de la Constitución a través de leyes ordinarias. Este proceso de desconstitucionalización ha sido frenado por diversas acciones promovidas por las minorías parlamentarias, con fuerte apoyo social, y por la decisión de la Corte para hacer prevalecer la norma constitucional. A pesar de sus múltiples problemas técnicos, la Constitución ha sido el baluarte de las libertades en México. Cuando vengan tiempos mejores –y vendrán porque ni siquiera lo malo es para siempre–, habrá que pensar en hacerle los ajustes para mejorar la organización y la redacción de su texto, y para reformar el caduco régimen de gobierno.

JRC: Las constituciones son un producto relativamente nuevo en la historia de la humanidad y, por lo mismo, de su historia jurídica. Son textos que cumplen simultáneamente diversas funciones. Por una parte, tienen una relevancia simbólica enorme en tanto expresan aspiraciones y dan cuenta de compromisos de determinados cuerpos sociales agrupados bajo la categoría de los Estados nacionales. Por otra parte, tienen una dimensión política en tanto consignan las formas de distribución del poder público y los modos en los que los habitantes se vinculan con él. Finalmente, las constituciones tienen la función de organizar el sistema de producción y control de las normas jurídicas a partir, fundamentalmente, de su condición jerárquica.

La Constitución de 1917, como cualquier otra de ese siglo, cumplió y cumple la totalidad de las funciones acabadas de mencionar. Lo único particular de ella es el contexto histórico nacional y nacionalista en el cual se desplegaron. En el largo régimen priista, esas funciones fueron expresadas en las claves hegemónicas mediante las retóricas y con los fines propios. En el momento actual el presidente López Obrador busca, simultáneamente, mantener algunos de esos rasgos jurídico-nacionalistas, con ayuda de la lectura e interpretación de ciertos aspectos del texto constitucional, así como generar apoyos a su autodenominada transformación, por medio de la reinterpretación de otros segmentos constitucionales. El resultado es que existen, o parecen existir, contradicciones discursivas y pragmáticas, según puede atestiguarse a diario. En algunos momentos, en efecto, el presidente parece sustentar o querer sustentar sus actuaciones en la Constitución, y en otros busca separarse de ella o, incluso, transformarla.

Esta doble condición de apoyo/rechazo genera una dualidad en cuanto a la aceptación y repulsa del texto, lo que finalmente le da una condición instrumental respecto de los designios que el presidente piensa son propios de él o del movimiento que encabeza. La Constitución se ha ido instrumentalizando a fin de darle valor, sea este positivo o negativo, no en razón de la lógica constitucional misma, sino de esos designios que el presidente asume como parte de su mandato presidencial. Por lo mismo, en algunas ocasiones veremos que se decanta por el contenido de este texto y de sus prácticas, mientras que en otros lo rechaza de manera abierta.

Cualquiera que sea la función que nuestra carta magna esté cumpliendo, lo cierto es que sigue teniendo una condición referencial y, por lo mismo, y de un modo u otro, determinante de su actuar.

Pese a sus propósitos pendencieros y populistas, la insistencia, desde la Presidencia, de hacer elegir por voto popular a los ministros de la SCJN no es una novedad. Electos eran los ministros en la Constitución de 1857 y en algunas democracias vigentes se trata de cargos de representación popular. ¿Qué piensan ustedes de ese escenario? ¿Cómo funcionaría, de funcionar, nuestra democracia con ese regreso a 1857?

DV: La idea del presidente y sus seguidores acerca de la elección popular de los ministros de la Corte no procede del liberalismo mexicano. Este procedimiento fue introducido por la Constitución de 1836, que también estableció el “poder conservador”. Subsistió por inercia en la Constitución de 1857. El objetivo de los conservadores era poner la elección de los ministros en manos de los caciques. Ahora bien, el poder de la Corte de aquella época no era comparable con el que tiene en la actualidad. La intención es muy clara: modelar la Corte de acuerdo con los designios del partido hegemónico.

Si queremos asomarnos a un ejemplo de cómo funciona la elección plebiscitaria de los jueces constitucionales, está el caso de Bolivia, donde fue incluida por la Constitución de 2009. Las candidaturas recorren un largo camino político: cada departamento, controlado desde el gobierno central, propone nombres ante la Asamblea Legislativa Plurinacional, que hace la selección de candidatos. Luego, como los aspirantes a integrar el Tribunal Supremo tienen prohibido hacer campaña, la “difusión de los méritos” de cada uno de ellos la hace el Órgano Electoral, controlado también por el gobierno. Las elecciones han sido frustrantes. Tomo como ejemplo el departamento con mayor número de votantes, La Paz. En las elecciones más recientes, de 2017, el padrón era de 1.8 millones; los votos en blanco y los anulados sumaron más de un millón, y el triunfador obtuvo 181 mil votos, equivalente al 10% de los electores. El objetivo de este sistema es muy claro: la colonización partidista de la justicia. El costo social es elevado, porque esta colonización se traduce en una merma de las libertades y de la seguridad jurídica.

JRC: Las propuestas para elegir a los ministros mediante votación electoral parten de una consideración parcial del sistema democrático. Apuntan exclusivamente al elemento comicial desde luego constitutivo de los órganos representativos. Estas visiones dejan de lado el aspecto jurídico y, más particularmente, constitucional de la propia democracia. Con este planteamiento me refiero a la imposibilidad de asumir que la mecánica electoral es el único aspecto relevante del sistema democrático. Por el contrario, asumo que este tiene que encauzarse mediante reglas jurídicas y que estas, a su vez, tienen que ser impuestas por un órgano distinto en todos los aspectos a los participantes de los juegos electorales.

No me parece adecuado, entonces, que quienes tienen a su cargo la aplicación de las normas en los procesos electorales, así como de la totalidad de las condiciones constitutivas de la democracia, emanen de la misma fuente de la que provienen quienes participan en los juegos democráticos. Si los ministros de la Suprema Corte fueran electos como lo son los representantes populares, su legitimidad, origen y concepción política y jurídica serían iguales o muy cercanos a los de aquellos a quienes tienen que regular y controlar. Pienso que, a diferencia de estas soluciones, el origen de los jueces constitucionales tiene que ser distinto a fin de estar en posibilidad de actuar no en el proceso político y jurídico, sino sobre este. Es por ello que no comparto la idea de la elección popular que, precisamente, diversos representantes populares han considerado adecuada en el contexto de las decisiones judiciales adversas dictadas por la Suprema Corte de Justicia.

Entrando a la especulación, ¿resistirá la SCJN, resistirán todos sus ministros o al menos la mayoría, las brutales presiones a las que serán sometidos durante el proceso electoral que se viene?

JRC: En muchas ocasiones las personas se muestran desconcertadas por el estatus jurídico con que cuentan los juzgadores en general y los ministros de la Suprema Corte de Justicia en particular. Específicamente, porque cuentan con plazos largos para ejercer su cargo, salarios altos o causas específicas de remoción, por ejemplo. La explicación sobre el origen de estos elementos cobra sentido cuando los juzgadores atraviesan situaciones como las que actualmente se dan en México.

Mirado con atención el problema, en modo alguno ni propio ni novedoso, los jueces están constituidos en nuestras sociedades como árbitros últimos de las disputas políticas, económicas, sociales, culturales o religiosas. Es por ello que cuentan con el estatus señalado. Se trata, en efecto, de generar a su favor una situación que, con todas las dificultades que se quiera, les permita resistir las presiones o los embates de los poderes jurídicos, políticos o fácticos respecto de los cuales deben actuar.

Los ministros y ministras saben que su actuación presente está siendo observada no solo por el poder político, encabezado actualmente por el presidente López Obrador y su movimiento, sino también por una enorme cantidad de actores. Por lo mismo, supongo, se están haciendo cargo de la manera en la que quieren ser concebidos como ministros, así como del modo en que piensan que están construyendo su legado judicial. Es por esta razón que me parece que, si bien no todos, sí muchos de ellos están abocados a resolver los conflictos que se les plantean con base en una comprensión jurídica y no, por el contrario, con entendimientos políticos circunscritos o dependientes a la condición gubernamental presente.

DV: Veo signos alentadores. El poder judicial federal está integrado por alrededor de mil quinientos magistrados y jueces, solidarios con los ministros. Además, si revisamos todos los indicadores demoscópicos veremos que el poder judicial está entre las instituciones mejor valoradas del país, varios puntos por encima del poder ejecutivo y del poder legislativo. No tengo duda de que resistirán, al menos la mayoría.

La SCJN ha sido respaldada recientemente por una buena parte de la ciudadanía, la cual se ha movilizado activamente para defender al Instituto Nacional Electoral, y es previsible que la propia Corte sea defendida por muchos demócratas en 2024 y en lo que resta de 2023. De los intentos de instaurar un régimen autoritario ¿puede sacarse el saldo positivo de una Corte arropada por los ciudadanos?

JRC: Creo que uno de los mayores legados que el presidente López Obrador habrá de dejar en la vida pública nacional es, precisamente, la revitalización de la vida pública. Dada su manera de comportarse políticamente, esto es, de hacer político o política cualquier hecho o condición, se está dando un incremento de la conciencia respecto a lo que los romanos llamaban la “cosa pública”. Aun cuando solo el tiempo nos dirá si este renacer se decantará en favor o en contra de él mismo y de su pretendida transformación, lo cierto es que se está creando una generación mucho más consciente respecto a lo público y al poder, y se está también incidiendo en el modo en el que otras generaciones se han percatado de estos aspectos.

Es en este contexto en el que la ciudadanía ha volteado a ver, pienso que, de manera mayoritaria, a la relevancia de la actuación de la Suprema Corte de Justicia. De a poco, pero con consistencia, un número creciente de personas comienza a entender que la Corte puede actuar como contrapeso, que no oposición, al gobierno y a sus partidos políticos. Con independencia de que en algunas ocasiones coincidan con lo resuelto y en algunas otras no, existe un proceso de concientización que desde luego no habíamos vivido en otros momentos. El mayor promotor de la Suprema Corte es sin duda alguna el presidente de la república, puesto que con sus diarias diatribas ha mostrado la relevancia de la función judicial como contrapeso al ejercicio político. Seguramente el presidente logrará concitar odios o fobias hacia los ministros y a la Suprema Corte, pero también, y deseo que esto sea mayoritariamente, apoyos y respetos. Al presidente le gusta predicar sobre la renovación de las conciencias. Creo que, sobre este aspecto de la revalorización del derecho y de las instituciones encargadas de crearlo y aplicarlo, está haciendo un buen trabajo.

DV: La sociedad mexicana ha mostrado que tiene más convicciones democráticas que los gobernantes. Las pulsiones autoritarias están asociadas a personalismos; son efímeras. Veo con optimismo el futuro. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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