Inicio de una clase de teatro.
Plinio el Joven aseguraba que “las personas felices no tienen historia”. Es cierto. Pero sí tienen enigma pues, según Chesterton, las vidas plácidas y sin incidentes son tan misteriosas como las vidas colmadas de vuelcos, incertidumbres y aventuras.
Toda vida es inexplicable, pero tiene razón Plinio: para que haya algo que contar tiene que haber calamidad, desgracia, y mejor aún, discordia. Hegel recoge la misma idea: “Las épocas felices son páginas en blanco en el libro de la historia”.
Luego, el drama escenificable ha de ser adversidad, felicidad que se escurre entre los dedos, catástrofe. No necesariamente lucha. Grandes comedias tienen de protagonistas víctimas pasivas golpeadas a dos manos por el destino. Aunque, ciertamente, la rivalidad polarizada de aspereza creciente siempre ayuda. Como la desarrollada entre Lope y Góngora.
Se le comenta a Góngora por carta la oscuridad de su poesía. Éste responde de modo orgulloso y lapidario en otra carta, a Lope: “No se han de dar piedras preciosas a animales de cerda”. El simple, y brillante, animales de cerda, recuerda a Lezama, el gran Gordo barroco. No de balde Lope había elogiado a Góngora:
Pues tú sólo pusiste al instrumento
Sobre trastes de plata, cuerdas de oro.
Pero Lope es ambiguo con el “cisne andaluz”, ama y odia, admira y rechaza, y ya se había burlado de los hipérbatos (procedimiento que consiste en cambiar el orden habitual de las palabras) que usó Góngora para acercar el español a la sonora flexibilidad del latín en el soneto que empieza:
Inés, tus bellos ya me matan, ojos,
Y el alma, roban pensamientos, mía,
que figura en la comedia El Capellán de la Virgen y que vejan ese glorioso “Estas que me dictó rimas sonoras”, con que arranca, por ejemplo, el Polifemo.
La disputa de la literatura dificultosa es interminable. Exponente preclaro que se propasó de lo hermético a lo indescifrable, James Joyce, defendió la oscuridad estética recordando que “hasta los gatos alimentados en casas gustan de buscar comida entre botes de basura”, con lo que indicaba que parte del placer de leer reside en la actividad de descifrar. Y que entonces, el escrito que se entrega de inmediato, sin oponer resistencia, tiene por fuerza escaso mérito. El juego ha de ser complicado para que valga la pena.
Del otro lado, sin embargo, nada más elegante y satisfactorio, nada más clásico, que la claridad transparente. Gibbon, Montaigne, De Quincey, Reyes. ¿Qué hacer?
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Escribió el Doctor Johnson ya viejo: “Cuando repaso mi vida pasada, no descubro sino estéril pérdida de tiempo, con algunos desórdenes del cuerpo y perturbaciones de la mente muy próximas a la locura”. Podría afirmar lo mismo de mi propia juventud, pero tengo que admitir que con los años he alcanzado algún gobierno de mí mismo e inesperadamente he ido comprendiendo algunas cosas que pueden permitirme, tal vez, la muerte sin miedos ni protestas propia de un filósofo. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.