Cien años de Frida Kahlo: Una visión atroz

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No hay objeto de Frida que tenga una densidad simbólica tan vigorosa como la cama. El lecho formaba parte indisoluble de su producción, como un elemento consumador del artificio, allí donde el artificio penetra en la arena movediza de su puesta en conflicto, porque hay un deslizamiento constante, un ir y venir, entre la autobiografía y la creación. No es novedad: esa mujer, cuya fragilidad se transformaba en fortaleza de modo imprevisible, logró
sellar a fuego, en pintura tras pintura, los episodios de su vida como si se tratara de una cifra hecha de sinuosidades y fisuras, o de angulosas líneas que recorren el escuálido espesor de sus huesos. En esta singladura carnal sólo se salva, a veces, el rostro. Es allí donde el enigma adquiere una perfección sin mácula.

Su obra conoce el exceso. Hay una desmesura de rasgos naturalistas en algunos cuadros e ilustraciones de su diario. La cama no sólo fue el lugar que reemplazó al caballete, sino también una representación simbólica, el eje vertebrador –y literalmente desvertebrador– de la vida extendida a la iconicidad de su producción. Cuando en 1953 Lola Álvarez Bravo organizó una muestra de Frida en su galería, la autora se empeñó en ir pese a su poca o nula movilidad. Ella misma encontró la solución: su cama de cuatro columnas fue colocada como un cuadro más de la exhibición.

Del diario: Yo soy la desintegración

Una figura femenina está suspendida sobre una columna arquitectónica que sustituye su pierna derecha. La izquierda permanece intacta. La parte superior del vestido se desgrana en manchas purulentas, como si se acompasaran a la desagregación de sus órganos. Con expresión de espanto, la protagonista mira de perfil hacia el lugar donde caen, truncados, una mano, un ojo, un pie y la cabeza, cuya fisonomía reproduce los rasgos de Frida Kahlo.

El diario fue elaborado entre 1944 y 1954. En agosto de 1953, Frida anotó: “Seguridad de que me van a amputar la pierna derecha. Estoy preocupada, mucho, pero a la vez siento que será una liberación.” La mutilación fue un desastre mayor para su psiquis.

Frida trabajaba desde la enfermedad contra la muerte, por eso se pintó a sí misma innumerables veces. Todo autorretrato conlleva un impulso de preservación y es, simultáneamente, una detención ilusoria del transcurso del tiempo. Pasado y presente se borran cuando se consuma el proceso circular y endógeno de fraguar el propio rostro, que toma la forma sustancial de un instante. El decurso temporal subyacente se acoge a la ficción de lo imposible: su inmovilidad. El autorretrato emerge como una suerte de pagana deificación que parte de un acto elemental y al mismo tiempo central, capaz de dirimirse en la idea imaginaria de comenzar con la autorrepresentación para después seguir con el resto. ¿Los restos de ella, de Frida?

Kahlo construyó su obra bajo la tensión extrema de su destrucción física y de su reedificación vital. ¿Hasta qué punto hubo una retroalimentación personal y estética entre ambos polos? Es difícil saberlo. El daño del accidente que sufrió en 1925 fue de tal magnitud que determinó su vida hasta el final.

La frase “yo soy la desintegración” se compenetra de forma aguda con lo que contiene el enunciado –“yo soy”– hasta convertirse en una resignada o activa identidad.

“A una inválida se le puede perdonar la hipocondría. En el caso de Frida, por supuesto, estuvo involucrado cierto elemento de narcisismo. Aún más, es posible hacer constar que la invalidez formaba una parte esencial de la imagen de sí misma y que jamás hubiera podido transferir sus problemas físicos al arte, si estos hubieran sido tan graves como pretendía […] Frida era muy capaz de someterse a una operación innecesaria, si creía que ésta fortalecería su unión con Diego”, expuso su biógrafa Hayden Herrera. Es probable que la afirmación tenga algo de cierto, pero el complejo tejido que conforman la vida y la obra de esta mujer paradigmática va mucho más allá de tales conjeturas. 

El cuerpo estragado, roto, fracturado es constitutivo de ese otro corpus formado por las estructuras de Kahlo. La autobiografía funciona como la llave maestra que abre y define, desde lo femenino, el carácter singular de su pintura. Lo hace mediante gradaciones que oscilan entre una narración donde el dolor alcanza un vértigo sin tregua y visiones más calmas, no exentas de ternura e ingenuidad. Tal es el caso de El camión (1929), Frida y Diego (1931) y Autorretrato en la frontera de México y Estados Unidos (1932), un cuadro desafortunado y maniqueo. En el segundo la artista se pinta con una expresión agria. En el sitio opuesto está, por ejemplo, el rostro bello y estático de La columna rota (1944). Además, que Diego tenga en su mano la paleta y los pinceles habla de un cándido recurso ilustrativo.

Frida acentúa su ascendencia indígena en varios cuadros donde aparecen los signos del origen. En Raíces (1943) la pintora está acostada sobre un suelo agrietado y tempestuoso, envuelta en ramas y hojas que surgen de su pecho; la terrible fractura que atraviesa el primer plano insinúa un abismo sin fondo, como cuando el dolor llega a ser insoportable. Es probable que la artista estuviera deseando descansar bajo tierra. Otra superficie con una significación semejante es El sueño (1940). Allí Frida duerme sobre una cama tendida en el cielo, protegida por una rama cuyas raíces sobresalen en la parte posterior del lecho. Y arriba, sobre el techo del dosel, hay un esqueleto que espejea a la “mujer dormida”.

Las cartas

Leerlas es someterse a sucesivas secuencias de dolor físico, cirugías, implantes, injertos y corsés de todo tipo. La descripción del destazamiento es minuciosa y lacerante. Frida escribe con desparpajo, inventando palabras, usando insultos, implorando y repartiendo amor por todos lados. Resulta conmovedora su forma de reconfigurar situaciones para salir airosa y anudar lazos que se le van de las manos. Kahlo encontró su lugar en el mundo estando siempre fuera de lugar. Lo atestiguan su lenguaje, su descaro, sus trajes de tehuana, peinados, anillos y collares –que integraron una prolongación de su obra– y sus cuadros.

Aunque haya en ellos influencias de los exvotos, de un regionalismo bien entendido y del surrealismo, poseen una indiscutible traza propia. Pintaba con seriedad pero nunca creyó del todo en su obra. En vida expuso muy pocas veces: en la galería Julian Levy de Nueva York (1938), en Renau et Colle de París (1939) y en el espacio de Lola Álvarez Bravo en la ciudad de México (1953).

Cuando estuvo en París les escribió a Ella y Bertram Wolfe: “Desde que llegué me fue de la puritita chi… fosca… pues mi exposición no estaba arreglada. Mis cuadros me estaban esperando muy quietecitos en la aduana, pues Breton ni siquiera los había recogido. Ustedes no tienen ni la más ligera idea de la clase de cucaracha vieja que es Breton […] Por fin Marcel Duchamp (el único entre los pintores y artistas de aquí que tiene los pies en la tierra y los sesos en su lugar) pudo lograr arreglar con Breton la exposición […] Hubo gran cantidad de raza […] grandes felicitaciones a la ‘chicua’, entre ellas un abrazote de Joan Miró y grandes alabanzas de Kandinsky […] felicitaciones de Picasso y Tanguy, de Paalen y de otros ‘grandes cacas’ del surrealismo.”

Frida tenía un sentido del humor extraordinario. Supo ser irreverente –y en ocasiones autoritaria– consigo misma y con los demás. Se enamoró muchas veces de hombres y mujeres, pero su certero y contundente centro fue Diego. En su etapa final, cuando los dolores eran tan tortuosos que tomaba grandes cantidades de alcohol y demerol, su espíritu travieso todavía le permitió decir: “Bebía porque quería ahogar mis penas, pero las malvadas aprendieron a nadar.” Lo mórbido, la risa, lo macabro, la fragilidad y la bravura, la ironía y la desmesura componían su personalidad. Quizá propuso una síntesis de sí misma cuando se presentó en la galería de Lola Álvarez Bravo arropada en suntuosas mantas, como una hechicera estragada y joyante, con la cara y el cuerpo surcados por la ruina. Debió de haber sido una visión atroz.

¿Frida exhibicionista?

La pregunta es reduccionista si se piensa en la gravedad de sus problemas físicos. En obras antológicas como Recuerdo de la herida abierta (1938), Las dos Fridas (1939), La venadita (1946) y Árbol de la esperanza mantente firme (1946), la pintora exhibe sus padecimientos y heridas sin disimulo y hasta con rabia, como si experimentara una urgente necesidad de mostrar las facetas más intolerables, por no decir repugnantes, de su mal. En Sin esperanza (1945), la boca de Frida rezuma un hervidero de vísceras que remite a los desagradables crecimientos arbóreos de Ernst y otros surrealistas. Posee, asimismo, un leve eco de Archimboldo.

El descalabro era la brújula de Frida. Según Hayden Herrera, cuando la artista estuvo internada durante un año en el Hospital Inglés, uno de varios injertos osteológicos le ocasionó una infección. Dice Herrera: “Cada vez que los médicos le retiraban el tubo del drenaje, profesaba gran admiración por el hermoso matiz verde que tenía.

También le gustaba permitir que sus amigos se asomaran por un agujero que perforaba la escayola de yeso y que revelaba la carne viva de la herida que no se curaba.”

La biografía visual de Frida no habría podido sostener su carácter inefable si no hubiera sido pintada por una mujer. Y, a la vez, su obra se inserta en la violencia consustancial que surca a México por entero.

Frida y la política

Se afirma que Kahlo poseía una buena preparación ideológica. Sin embargo, su adhesión a las causas libertarias provenía de su más honda y auténtica afectividad. En eso se diferenciaba del oportunismo de Rivera, un cacique con todas las de la ley aun cuando confrontaba la ley. Hay que decirlo: en el complicado engranaje de la política, Frida era cándida. A tal punto que pintó un cuadro titulado El marxismo dará salud a los enfermos en el que Marx está en el firmamento, como si fuera un santo. Ignoraba en ese momento que una de las críticas al comunismo se basa en sus rasgos religiosos, pero desde otro ángulo. Por otra parte, en una página del diario pintó la hoz y el martillo y escribió con enormes letras: Engels, Marx, Lenin, Stalin, Mao. Y ante la muerte de Stalin reflexionó: “El mundo, México, todo el universo perdió el equilibrio con la falta (la ida) de Stalin.” El testimonio habla por sí mismo.

El final

Frida murió el 13 de julio de 1954, días después de cumplir 47 años. El 2 de julio se levantó de la cama para asistir en silla de ruedas a la manifestación contra la caída de Jacobo Arbens en Guatemala. Sin su traje de tehuana, sin su cuidadoso peinado, las fotos de aquel momento son estremecedoras. En una época, la actual, carente de estrategias contra la globalización y el fundamentalismo de ambos lados ¿importa realmente la ingenuidad de Frida ante los sistemas comunistas, con sus propios componentes totalitarios y fanáticos? Creería que su puño izquierdo en alto, la muerte impresa en la melancolía de su rostro y sus convicciones quedan bajo la forma de una imagen fija, nítida, inextinguible.

El mito

En 1984 se vendió un cuadro de Frida en seiscientos mil dólares. El escenario fue Nueva York. En 1990 una pintura suya costó cerca de un millón y medio de la misma moneda. Y en 1995 otra obra llegó al cenit: 3,192,000 dólares. Durante los ochenta la divina trinidad formada por las galerías, las casas subastadoras y los coleccionistas, llevó al paroxismo el precio de las obras de arte. La producción de Frida fue parte de la jugada. El mito, entonces, es producto del mercado y de su larga cadena de derivaciones frívolas y perversas especulaciones comerciales. Frente a la proyección sin escrúpulos, ¿qué nos queda? Quizá hacer a un lado la maraña y recordar nuevamente La venadita, La columna rota, Autorretrato con el pelo suelto, Las dos Fridas, Lo que el agua me dio, Autorretrato con el pelo cortado, Árbol de la esperanza mantente firme y las últimas fotos, las de la manifestación del 2 de julio de 1954. ~

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