Sarkozy lo compra todo. El palacio del Elíseo, como todos los símbolos del poder francés, impone un estilo grande y elocuente. La Grandeur es la aspiración suprema del ser francés. Lo más importante es seguir siendo grande, y para ello Francia está acostumbrada a tener líderes que le ayuden a forjar esa grandeza, aunque los tenga que importar.
La campaña electoral del nuevo presidente, Nicolas Sarkozy, no sólo le permitió triunfar sobre una Ségolène Royal enfrentada a la batalla dentro de su partido –el Socialista–, sino que confirmó la máxima de que, para conquistar el poder, no basta la buena intención, hay que estar en el sitio oportuno, en el momento adecuado.
“Hasta que no se vaya [Sarkozy] no levantamos las banderas”, declaraban los participantes en las manifestaciones de noviembre de 2005, cuando ardió París frente a las impresionantes escenas de autos quemados por jóvenes franceses. Descendientes de migrantes en su mayoría, los chicos habían sido calificados como escoria por Sarkozy, entonces ministro del Interior, hijo él mismo de un húngaro.
Pero Sarkozy supo sobrevivir a esa crisis y se convirtió en una ola imparable, demostrando que entiende el poder en un sentido moderno y concreto, como se debe entender. Sin duda es el presidente que mejor está demostrando el alcance de la crisis francesa.
Érase una vez una Europa construida sobre las necesidades de grandeza de un jugador, Charles de Gaulle, y la Francia resultante de la Segunda Guerra Mundial, un pueblo con muchas heridas sin restañar, que siempre –de una manera u otra– ha desarrollado su vida desafiando a Europa. Europa está construida sobre el eje de la grandeza francesa y la inteligencia alemana; como decía Napoleón, quien tenga Alemania posee Europa; la Unión Europea nació del acuerdo francoalemán, y paradójicamente –a cincuenta años de su creación–, su desarrollo y fortaleza financiera ha coincidido con el momento de la mayor crisis de las economías fundacionales.
Si nada es lo que era, Europa mucho menos. Con nueve por ciento de desempleo, Francia enfrenta la agonía entre sus estructuras sindicales caducas y su incapacidad de pasar de la enumeración del concepto a la aplicación económica de una nueva realidad. Alemania por su parte, se ha visto en la penosa realidad de ser el vagón de cola de todas las economías europeas, con un crecimiento real del 1.8 por ciento. Como nada es lo que era, durante los últimos cinco años la economía modelo de Europa ha sido la española, que en 2007 creció 3.6 por ciento.
Sarkozy necesita ser no solamente el Presidente que encarne la grandeza de su país, sino su principal operador político. Es el primero que, por su personalidad, esencia y por la complicación de los momentos que Francia vive, es presidente y primer ministro a la vez. Pese al nombramiento de François Fillon como primer ministro, el palacio del Elíseo y el del Matignon –sedes de la presidencia y de la jefatura del gobierno francés– se han convertido en uno solo.
Al final de la Cumbre Europea celebrada en junio pasado, Sarkozy fue prácticamente responsable de alcanzar la firma de un nuevo tratado europeo, apuntalando a una Angela Merkel desesperada frente al boicot polaco. El jaque mate correspondió a Polonia, que encabezada por los gemelos Kaczynski presentó y cobró las cuentas históricas de Alemania, dando pie a que el recién electo presidente se convirtiera en “Súper Sarko”.
Para que Polonia accediera a firmar, Sarkozy desempeñó un papel crucial, demostrando que, tal como la moda se diseña desde cualquier lugar –para acabar maquilándose en China, la India, México o cualquier otro país calificado como “en vías de desarrollo”–, para llegar a un acuerdo, la discusión ideológica resulta innecesaria.
Sarkozy ha entendido que en el alba de este siglo ningún gobierno es de derecha o de izquierda, que los gobiernos tienen éxito en tanto sean capaces de digerir los fenómenos sociales que la sociedad civil produce.
Cuando los coches ardían, Sarkozy comprendió que, más allá de la unión con el resto de Europa, el gobierno necesitaba un nuevo color si quería evitar un estallido de mayores dimensiones. Entendió que él mismo era la sangre renovada de la Francia. Sarkozy, como Napoleón, tiene grandeza; uno de ellos dos, figura y descansa para siempre en Los Inválidos; el otro se mueve por toda Europa en busca de poder. Ambos comparten una limitada estatura física y el ansia de la grandeza histórica. Napoleón creó un imperio y enloqueció, Sarkozy se ha convertido en procónsul de la República, basando el poder de su gobierno, no en las ideologías, sino en la sociedad civil.
La relevancia política para la historia de Sarkozy será una. Por las calles, los bulevares y las avenidas que representan la grandeza francesa ya no discurren banderas de izquierda o derecha, son vías –y él lo sabe– ocupadas por los suburbios. El presidente sabe que para “devolver a los franceses el orgullo de sentirse franceses”, y para que su gobierno sea viable, la sociedad debe ser su cómplice en la función de gobernar.
Sarkozy ha provocado un cambio sustancial en la historia administrativa de Francia. Desde 1946, la ENA, la Escuela Nacional de Administración, ha sido la formadora de los comandos del poder francés, y su gobierno es el primero en el que la ENA es minoritaria: sólo dos de sus ministros son “enarcas”. Su gabinete –reducido a quince ministros–, está integrado casi por la misma cantidad de mujeres que de hombres; la mitad de los ministerios quedaron en manos de cercanos a Chirac y el resto de las carteras es ocupado por personajes reconocidos por sus luchas sociales. Es el caso del canciller Bernard Kouchner, fundador de Médicos Sin Fronteras, o de Fadela Amara, de padres argelinos y presidenta de la organización “Ni Putas ni Sumisas”, que se ha convertido en Secretaria de Estado de Vivienda y de la Ciudad.
Todo movimiento que en algún momento haya tenido legitimidad social debe integrarse al gobierno, sin importar que al hacerlo la sociedad civil lo dé por amortizado: Sarkozy sabe que el camino es a la inversa. La aportación política más importante que está haciendo al equilibrio interno francés es acercarse con humildad a fenómenos que desde 1960 han ido apareciendo. Ahora el centro del poder no está en quitar los adoquines y ser realistas pidiendo lo imposible, sino en una generación que se niega a ser franceses de segunda.
La jugada más importante de Sarkozy en política interna es relegar a los partidos en favor de la sociedad, quitarles la posibilidad de una revolución cambiándola por una evolución. Por eso enarbola las batallas sociales y ha roto el espinazo de la vieja estructura político-social, esquivando a partidos y sindicatos para incorporar en su gabinete a la sociedad, convirtiéndolo en un movimiento cívico-gubernamental.
En la arena internacional, por otra parte, Sarkozy será el principal aliado de Angela Merkel para poner punto final a una Europa que es imposible, porque está basada en los buenos deseos y en realidades económicas que dejan a los fundadores y mayores poseedores del área continental con un papel irrelevante. La tentación de pedir que Alemania pague eternamente el daño que hizo a Europa durante la Segunda Guerra Mundial fue la lección que dejó esta Cumbre, y lo que permitió a Sarkozy rescatar in extremis la firma de un acuerdo que sólo es una prolongación de la agonía. Europa busca una nueva realidad social que Sarkozy pretende aportar desde Francia, construyendo nuevos equilibrios e invirtiendo los caminos.
Sarkozy no le dio al pueblo el poder para devolvérselo a los partidos: tomó el poder del pueblo para usarlo y reconstruir a los partidos. Sarkozy lo compra todo. ~