Corría el 2004 cuando Álvaro Pombo (Santander, 1939), antiguo telefonista de la sede londinense del desaparecido Banco Urquijo, pronunciaba su discurso de ingreso en la Real Academia Española, tras el cual y si todo iba según lo previsto, pasaría a ocupar la silla j que había dejado vacante pocos años antes su admirado Pedro Laín Entralgo. Dando fe de una de las grandes obsesiones del bisoño académico, su conferencia versó sobre la verosimilitud y la verdad en la narrativa.
No era, ni mucho menos, el primer reconocimiento que recibía Pombo. En el año 1977 publicó sus Relatos sobre la falta de sustancia que suscitaron el aplauso de toda una Carmen Martín Gaite, que dijo sobre él: “un escritor hecho y derecho y –lo que es más raro todavía– diferente de cualquiera, absolutamente original”. Así, ese marbete de escritor en los márgenes, que no marginal, que ha acompañado a Pombo durante toda su carrera ya fue entrevisto por una escritora ducha en descubrir promesas de la narrativa española (no en vano Martín Gaite amadrinó también a Rafael Chirbes). Y ya en 1983 había conseguido la proeza de proclamarse ganador con El héroe de las mansardas de Mansard y a la vez finalista con El hijo adoptivo de la primera edición del Premio Herralde. Después vinieron el Premio Nacional de la Crítica, el Nacional de Narrativa, el Planeta y el Nadal.
Así pues, la concesión del Cervantes a ese octogenario clochard llamado Álvaro Pombo no deja de ser un galardón inevitable, un remedo de esos Oscars honoríficos que premian toda una carrera, pero que no por inexcusable deja de ser merecido. La tarde en que se anunció el premio a este autor dos veces licenciado en Filosofía, lector de Sartre, Rilke y Laín, senador, trasunto del Prufrock de Eliot y pre-gay como reacción a la vulgaridad gay (eso ha dejado dicho en alguna entrevista) yo andaba leyendo su última novela, El exclaustrado (Anagrama, 2024), en la que su protagonista, Juan Cabrera, es un antiguo monje con la fe minorada que, tras abandonar por voluntad propia el convento, se encierra en un apartamento del barrio de Argüelles —el mismo del que Pombo es vecino— y, dedicado devotamente a la lectura y el ensimismamiento, pasa de un aislamiento a otro: del de la vida monástica al civil. Este aislamiento es alterado por la aparición de un antiguo compañero de orden que guarda un deseo de venganza contra Cabrera a causa de una afrenta sucedida décadas atrás. Fiel a su estilo literario sinuoso, salpicado de cavilaciones, oraciones subordinadas y referencias a pensadores, en esta obra se identifican claramente algunas de las obsesiones del santanderino, a saber: Dios y la religión como fuentes de certeza y duda, la alienación, el sentido de la vejez, el miedo, la libertad y la culpa, la soledad, el carácter quebradizo del hombre y una profunda y por ello problemática noción de lo moral.
Resulta inevitable encontrar en esta obra algunos paralelismos con su producción pasada. Como en su Contra natura (2004), el antagonista es un personaje artero que desde la tramoya manipula y emponzoña a sus marionetas, personajes tornadizos de sentimientos nobles pero que difícilmente son capaces de cuidarse a sí mismos como para asumir alguna responsabilidad hacia los demás. Pero a diferencia de Contra natura, aquí la homosexualidad se percibe de forma solo tangencial, apenas sugerida, y si bien pudiera ser el origen del conflicto central de la novela, Pombo deja al lector que imagine su motivación última. No existe, por tanto, la homosexualidad teñida de tragedia a la que asistimos en Contra natura o Los delitos insignificantes (1986), o también en su temprano relato Sugar-Daddy incluido en los ya mencionados Relatos sobre la falta de sustancia.
Y está, claro, la verdad, esa de la que Pombo habló en sus discurso de entrada en la RAE. Una verdad que, pese a tener una apariencia apodíctica, arrojada como proyectiles, en El exclaustrado (y en el conjunto de su obra) está sujeta a las veleidades de los protagonistas, a sus inseguridades y fragilidades, a su carácter voltario. Dijo el flamante Cervantes en una entrevista concedida a Lorena G. Maldonado en 2018: “la felicidad entrampa. Yo hago un elogio de la vida cotidiana”. La verdad que exuda Pombo en su literatura es así, lábil, ordinaria, alejada de la tentación de los absolutos y sometida a un examen periódico.
El escritor Jorge Freire ha publicado recientemente Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024), una colección de perfiles de personajes sin arraigo, fuera de su tiempo y lugar, ensimismados en distinto grado: P.G. Wodehouse, José Bergamín, Blasco Ibáñez y Edith Wharton. Bien pensado el juguetón Álvaro Pombo, con ese moverse continuamente sobre el filo, podría ser el último autor español extrañado.
es ingeniero y mantiene un blog (https://carloshort.medium.com/).