“Ni comprometido, ni casado, ni nada”, decía la tapa que nadie más llegaría a ver. Nos la mostró Andrés Osojnik, editor de sociedad de Página/12, cuando bajamos con María Rachid y Claudia Castro del escenario montado en la plaza del Congreso por la Federación Argentina LGBT, mientras una multitud aún festejaba la aprobación de la ley de matrimonio igualitario. Faltaban pocas horas para el amanecer del 15 de julio de 2010 y hacía mucho frío en Buenos Aires, pero eso no impidió que miles de personas permanecieran en la plaza día y noche acompañando la sesión, en una manifestación que se transformó en fiesta callejera cuando el presidente provisional del Senado, José Pampuro, pronunció por fin las palabras que todos esperaban: “Se registran 33 votos por la afirmativa y 27 por la negativa. Queda definitivamente sancionado el proyecto de ley”.
––Esa era la portada que salía si no se aprobaba ––nos dijo Andrés, entre risas.
“Sí, quiero”, decía la otra que nos mostró, la que pasó a la historia.
El festejo continuó en los cafés que nunca cierran y, cuando ya había salido el sol, fuimos con un grupo de amigos a comprar todos los diarios. “Senado: peleado voto por el matrimonio gay”, decía la tapa de Clarín, cuya edición había cerrado antes de la votación, pasadas las 4 de la mañana. “Áspero debate en el Senado por el matrimonio homosexual”, informaba La Nación, que se había opuesto a la ley en sus editoriales. “Maratónico debate en el Senado para resolver la ley de matrimonio gay”, titulaba El Cronista. “Debate caliente en el Senado por el matrimonio gay”, ponía el Diario Popular. La noticia había copado todas las portadas, tanto en la capital como en las provincias: “Histórico: es ley el matrimonio gay” (El Día, de La Plata); “Se convirtió en ley el matrimonio homosexual con diferentes protagonismos de los tucumanos” (La Gaceta, de Tucumán); “Aprobaron el matrimonio gay”, (Diario de Cuyo, de San Juan); “Voto a voto definían anoche la ley de matrimonio gay” (El Litoral, de Corrientes).
El protagonismo de la noticia era lógico, porque la disputa legislativa y judicial por el derecho de gays y lesbianas a casarse había calado en la sociedad desde que lanzamos la campaña en 2007 y ya era el tema más importante de la agenda política. Durante meses, diarios, revistas y noticieros de radio y televisión mencionaban el tema a diario y traían reportajes con todos los ángulos: los adolescentes que salen del armario en la escuela, la pareja de jubiladas que se quieren casar, el viudo que fue echado de su casa por la familia de su pareja fallecida, el cura que desafía a la Iglesia y apoya el matrimonio igualitario, lo que dicen los hijos con dos mamás, etc. La gente hablaba de eso en la fila del colectivo y el supermercado, en el trabajo, en la escuela, en la cena familiar. Parejas de gays y lesbianas iban a la televisión, políticos de todos los colores eran obligados a posicionarse, y lo mismo hacían artistas, periodistas y otros referentes sociales. El tema apareció inclusive en algunas telenovelas y nosotros colaboramos con los guionistas. Era casi imposible vivir en Argentina y no tener opinión sobre el matrimonio “gay”, que ya ni gay era, porque, en una resignificación inédita, lo que se discutía era el propio carácter “igualitario” de la ley de matrimonio civil.
Las audiencias públicas convocadas en las provincias más conservadoras por una senadora del Opus Dei que intentó impedir la aprobación de la ley provocaron, para su sorpresa, una movilización inédita a favor, con enormes manifestaciones en el interior. Miles de gays y lesbianas de todas las edades y clases sociales salían del armario con sus familias, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo, o inclusive en vivo por la tele. Nunca tanta gente salió del armario en tan poco tiempo y nunca tantos jóvenes empezaron a militar en alguna organización LGBT o fundaron una donde no la había, porque había llegado el momento de hacer historia y había una lucha relacionada con su identidad sexual –que quizá nunca hubiesen pensado en términos políticos– que los convocaba y los hacía sentir parte.
Después de la Argentina, las fichas del dominó (como había anticipado el activista español Pedro Zerolo, que en 2005 me había dicho: “Ustedes tienen que ser los primeros de América Latina”, y me reclutó para la causa) comenzaron a caer y la reivindicación se extendió por todo el continente. Poco menos de tres años después, el 14 de mayo de 2013, una resolución del Consejo Nacional de Justicia brasileño –ante la inacción del poder legislativo, que no había siquiera tramitado el proyecto de ley del diputado y activista gay Jean Wyllys, que yo mismo redacté– reglamentó el matrimonio civil entre personas del mismo sexo, ordenando a los registros civiles de todo el país que casaran, sin más trámite que el exigido a los heterosexuales, a toda pareja gay que así lo solicitara. No hubo ley, pero tampoco hubo más discusión.
También lo festejamos, pero casi en privado, sin manifestaciones callejeras. También fue resultado de muchísimo trabajo del equipo que formamos con el activista carioca João Júnior –que coordinó junto conmigo la campaña lanzada nacional lanzada por Wyllys–, pero pocos lo supieron. En 2011, Jean había leído mi libro Matrimonio igualitario (Planeta, 2010) y me propuso llevar la experiencia argentina a Brasil, como años después me lo pedirían activistas de Ecuador. Y, como antes en mi primera patria, fuimos al mismo tiempo por las vías judicial y legislativa, pero sabíamos que, con la composición que tenía el parlamento, la segunda estaba bloqueada. Poco a poco, sin hacer ruido, conseguimos decisiones judiciales locales. “El amor no tiene código postal”, decía el spot que lanzamos después, hasta que llegó la victoria en el CNJ, una firma en un papel.
Pero los diarios del día siguiente no fueron como los de Argentina. En Folha de São Paulo, por ejemplo, la noticia tuvo un pequeño destaque en la portada, al mismo nivel que la anulación de un juicio por asesinato, y fue ampliada recién en el suplemento Cotidiano, que me cita diciendo que “llegará el día en el que la gente recordará la época en que los gays no se podían casar y no entenderá por qué” (pero es curioso: más de diez años después y con miles de parejas ya casadas, todavía hay brasileños que ni siquiera saben que es legal). La portada de O Globo le dio un destaque un poco mayor, con un recuadro en la esquina superior izquierda, pero tampoco fue la noticia principal, ni lo fue en Estado de S. Paulo. En Correio Braziliense, apareció bien chiquita, al lado de otra sobre una subasta del mercado de petróleo. En el popular diario Extra, nada.
No es que hayan subestimado la noticia. Al contrario: el destaque que le dieron fue mayor al que había tenido en la política y la calle y quizás eso ayude a entender cómo ha sido el debate público sobre la homofobia y los derechos civiles de la población LGBT en el país. También ayuda la historia: Brasil declaró su independencia cuando el hijo del rey João VI no quiso volver a Lisboa y emancipó a su reino del de su familia; fue el último país de América Latina en abolir la esclavitud, recién en 1888; recuperó la democracia en 1985 a través de una “elección” indirecta entre los partidos autorizados por el régimen y nunca juzgó los crímenes de la dictadura. Hoy, ya en la tercera década del siglo XXI, sigue sin tener aborto legal, apenas 91 de las 513 bancas de su Cámara de Diputados son ocupadas por mujeres y, a pesar de los avances de la era Lula, está lejos de reconocer y enfrentar el racismo estructural que heredó del largo período esclavista.
Visto desde lejos, es difícil entenderlo: ninguna ciudad del mundo tiene una marcha del orgullo LGBT más multitudinaria que la de São Paulo y pocos cuentan con movimientos sociales (de todo tipo) tan fuertes y articulados, pero los cambios en Brasilia son lentos y, muchas veces, casi a las escondidas. El Partido de los Trabajadores, en el poder entre 2003 y 2016, nunca abrazó la causa y, a diferencia de Cristina Kirchner –que respaldó la ley de matrimonio igualitario–, Dilma Rousseff no dijo nada, ni Lula. Fue igual, años después, con el derecho de las personas trans a cambiar de nombre y de género registral y acceder a tratamientos y cirugías por el Sistema Único de Salud, que llegó por sentencias del Supremo Tribunal Federal (que también decidió, años después, que la homofobia sea considerada crimen, como una forma de racismo) y decisiones administrativas firmadas con la mayor discreción por funcionarios de los ministerios. El proyecto de ley que presentamos en el Congreso llegó a tener dictamen del relator, y nada más.
No hubo una sola vez en que una conquista de derechos de la población LGBT brasileña haya contado con el respaldo del poder político de cara a la sociedad, más allá del activismo individual de algunos diputados con escaso poder. La única vez que ello casi sucede, con el programa de prevención de la homofobia en las escuelas elaborado por el Ministerio de Educación durante la gestión de Fernando Haddad, bastó el chantaje político de la “bancada evangélica” en el Congreso para que la presidenta Rousseff diera marcha atrás de la peor manera, diciendo que su gobierno no haría “propaganda de orientación sexual”.
Y, sin embargo, las fake news que circularon en aquellos años (que iban a pasar pornografía gay en las escuelas y repartir mamaderas con forma de pene en los jardines maternales, entre otras) persiguieron al PT en todas las elecciones posteriores (porque sus dirigentes nunca las enfrentaron) y fueron una anti-vacuna para que ningún gobierno volviera a animarse a nada. Así, fue fundamental el activismo judicial de abogados como Paulo Iotti, que consiguió llevar al Supremo todo lo que era imposible debatir en el parlamento (también fue a él que recurrimos para presentar el recurso por el matrimonio igualitario ante el CNJ, que provocó la resolución firmada por el juez Joaquim Barbosa). Más de diez años después, la política sigue haciendo de cuenta que no pasó nada y ninguna ley fue siquiera debatida. Las parejas se casan, pero el debate social nunca llegó.
Paradójicamente, quienes finalmente pusieron la “cuestión gay” en el centro de la política –pero de forma negativa– fueron los pastores evangélicos primero y la extrema derecha después. Fue el pastor Marco Feliciano, también en 2013, cuando consiguió la presidencia de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados y, con el mayor cinismo, la transformó en una usina de homofobia y discursos de odio contra la población LGBT. Fue el pastor Silas Malafaia, organizador de las “Marchas para Jesús”, que reúnen multitudes contra los derechos de las mujeres y las minorías sexuales. Fue el pastor y diputado Anthony Garotinho, que chantajeó a Dilma Rousseff para que cancelara el programa “Escuela sin homofobia”. Y fue el entonces minúsculo y marginal diputado Jair Bolsonaro, al que nadie tomaba en serio, que aprovechó ese episodio para hacer de la fake news del “kit gay” en las escuelas su caballito de batalla, y crecer políticamente.
Ese fantasma volvió en las elecciones de 2018 como un arma contra el exministro Haddad, que reemplazó a Lula –ya entonces preso político y proscripto– como candidato presidencial. Él mismo contó entretelones de la historia en la revista Piauí: “Gilberto Carvalho, entonces jefe de gabinete de la Presidencia, me llamó alarmado [por el supuesto “kit gay”]. Yo le dije: ‘Gilberto, para dos segundos para pensar y cálmate. Eso no existe’”. Es interesante, porque Haddad lo escribió antes de saber que sería candidato y cuando aún nadie tomaba en serio la posibilidad de que Bolsonaro ganara. Pero él ya advertía que, cuando la centroderecha, antes liberal, asumió como propia la agenda ultraconservadora y anti-minorías para enfrentar al PT (porque la economía aún iba bien y no servía como argumento), abrió la caja de Pandora de la que saldría Bolsonaro. Dice Haddad: “Fue un equívoco histórico. Cuando, por el cambio de coyuntura, se intenta abdicar de ese ideario, ya no es posible, porque rápidamente aparece alguien para ocupar el espacio creado. Fue exactamente lo que sucedió: la extrema derecha se descarrió y ahora va por todo”.
Pero la izquierda también se equivocó feo, y no sólo en ese episodio. Como mostramos aquí, mientras toda la región comenzaba a avanzar en los derechos de la comunidad LGBT, por el efecto dominó iniciado en Argentina, los gobiernos del PT fueron conservadores, porque privilegiaron sus acuerdos con los pastores y políticos evangélicos (a los que veían como intermediarios irreemplazables para conquistar a ese electorado), pero también porque compraron el discurso de que la mayoría de la sociedad no aceptaría esos avances (que las encuestas probaron falso). Muchas conquistas llegaron igual, por la vía judicial o por una sucesión de discretas decisiones de órganos públicos, y el sol no dejó de salir, pero la política estuvo ausente en el debate. Ese espacio vacío lo ocupó la reacción de una extrema derecha rabiosa a la que casi nadie se animó a enfrentar cuando hacía falta, porque era “un problema de los gays”, pero después fue un problema de todos.
En diferentes campañas, candidatos progresistas escondían las agendas LGBT y feminista, porque temían perder votos. Muchos, inclusive, hacían campaña en cultos evangélicos y prometían a los fieles oponerse al aborto legal, defender “la familia” y enfrentar la “ideología de género”. Un destacado dirigente de izquierda me habló, años después, de lo arrepentido que estaba y de cuánto le había dolido, cuando su hijo salió del armario, recordar sus actos de campaña con pastores homofóbicos. “Fue el peor error de mi vida”, me dijo emocionado.
En junio de 2014, mientras la atención de los brasileños y del mundo estaba en el Mundial, el diputado Bolsonaro fue mencionado apenas seis veces en la Folha de São Paulo. La primera mención es tan breve e ilustrativa que vale la pena reproducirla: “El diputado Jair Bolsonaro, que ataca a los gays y defiende a la dictadura militar, fue con sus hijos al acto de apoyo al tucano”. El tucano –así llaman en Brasil a los miembros del que alguna vez fue el partido más importante de la derecha brasileña, el PSDB, hoy sin votos– era Aécio Neves, candidato a presidente. El apoyo de un ridículo diputado homofóbico que defendía a torturadores fue la nota de color de ese día en la campaña de la derecha tradicional. Al día siguiente, otro pequeño artículo destacaba la entrevista del actor inglés Stephen Fry al capitán: “Ningún padre tiene orgullo de un hijo gay”, declaraba Bolsonaro. Las demás menciones: una pelea con su partido, otra fake news en su boca, una obra de teatro que lo citaba como ejemplo de político homofóbico y una selfie con un pastor.
“¿Qué haces, puto? ¿Te rompieron mucho el culo esta semana?”. Cuando les tocaba estar juntos en la misma comisión de la Cámara de Diputados, Bolsonaro se sentaba a propósito atrás de Jean Wyllys y le decía cosas como esa. Jean lo ignoraba, pero Jair, como un chico de diez años que le hace bullying a su compañerito en la escuela, insistía: “Respóndeme, maricón”. En 2011, en una reunión del –parece broma– Consejo de Ética y Decoro Parlamentario, Bolsonaro dijo que él era “un parlamentario con P mayúscula”, a diferencia de Wyllys, que era “un parlamentario con h minúscula de homosexual”. Y agregó, sobre su colega, que “se enoja cuando le dicen maricón, pero eso no engrandece al Parlamento”. En 2015, en una reunión de la Comisión de Relaciones Exteriores, Bolsonaro dijo que “hay un diputado acá que ama el último órgano del aparato excretor” y, mientras todo salía en vivo por la TV Cámara, comenzó a gritarle sin parar a Wyllys: “¡Culo ambulante!”. Era prácticamente lo único que hacía.
Y no era solo contra Jean que Bolsonaro vomitaba insultos homofóbicos. En 2013, en una audiencia de la Comisión de Derechos Humanos y Minorías en la que se discutía algún tema relacionado con los derechos de las minorías sexuales, Bolsonaro llevó un cartel con una frase que podríamos traducir como “Entregar el culo todos los días” (así, en infinitivo) y, ante la reacción indignada de activistas LGBT invitados a la audiencia, comenzó a gritarles desaforado, otra vez frente a las cámaras, porque le encantaba que esas cosas salieran por televisión: “¡Mierdas! ¡Banda de vagabundos! ¡A tu papá le rompen el culo y a vos también!”, y otras groserías sin equivalencia en español. A lo largo de toda su carrera hacia la presidencia de Brasil, la homofobia fue siempre su principal arma política y obsesión personal. De hecho, antes de ser candidato a presidente, era conocido como “el diputado que odia a los gays”. Era su nicho y, desde allí, fue creciendo.
Cuando llegó al gobierno, mientras cientos de miles de personas morían por sus políticas antivacuna y negacionistas de la pandemia, Bolsonaro usaba la homofobia para entretener a sus fieles en las redes. Pero, al igual que pasó en los gobiernos del PT, fue poco lo que efectivamente hizo. No hubo vuelta atrás con los derechos conquistados, que estaban respaldados por un Supremo Tribunal Federal que llegó a tener apenas dos jueces nombrados por él. Hubo, entonces, mucha homofobia de Estado en forma de propaganda –no por ello menos grave, en un país con altos índices de violencia y un número alarmante de crímenes de odio–, que el presidente tenía siempre como as en la manga para hacer política.
Así, además de sus insultos homofóbicos contra políticos y periodistas, Bolsonaro y sus aliados anunciaban iniciativas para censurar películas y libros con temática LGBT, medidas contra la inexistente “ideología de género” y la “dictadura gay” y otros guiños para sus seguidores más extremistas. De cierta forma, Brasil fue el laboratorio de la nueva extrema derecha, con su “guerrilla cultural”, su relectura de Gramsci al revés, su caza de brujas y su industria de fake news.
El PT volvió al poder tras las elecciones de 2022, en una coalición amplia, con sectores de izquierda, centro e inclusive derecha, unidos contra la amenaza autoritaria del neofascismo. Fue, sin dudas, una victoria de la democracia y una buena noticia para el mundo; pero, pese a toda la experiencia anterior, parece aferrado a las mismas recetas (y a los mismos temores).
Más allá de algunas gestualidades, este tercer Lula –más cansado y desactualizado en un mundo que ya es otro–, vuelve a escaparle a los temas “incómodos” e intenta, otra vez, acercar al electorado evangélico negociando con los pastores ultraconservadores como eternos intermediarios, mientras la retórica inflamada y cada vez más antisemita de su gobierno contra Israel aleja inútilmente, por razones más profundas en su fe, a esos mismos electores, que ya no parecen tan preocupados con los gays. Y aquí estamos, como diez años atrás, en una rueda que gira y gira, sin salir del mismo lugar. ~
es periodista y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Autor de Matrimonio igualitario (Planeta, 2010) y El fin del armario (Marea, 2017).