Pocos escritores gozan de tan buena reputación como Samuel Beckett. Hay quienes no gustan de su teatro (como Octavio Paz, quien tras la legendaria y esporádica ayuda brindada a Beckett para aquella antología poética de la UNESCO, encontraba “eurocentristas” sus preocupaciones), pero es raro leer que se hable mal de su discreta persona. Y eso que fue amante de Peggy Guggenheim y tuvo, en los años treinta, no solo una variada vida erótica, sino problemas con la justicia irlandesa, que lo difamó por ateísmo.
Resistente condecorado, nunca se jactó de haber combatido a los ocupantes alemanes, pese a haber puesto su vida en grave riesgo. Célebre gracias a su dramaturgia, el llamado “teatro del absurdo”, nunca hizo vida política. Rechazó haber sido secretario de James Joyce, sino solo un ayudante más del creador de Ulises, y Lucia Joyce, la hija, se enamoró con verdadera locura de él: pocos le han llegado a pedir que pague la cuenta. No firmó el Manifiesto de los 121 (sí lo hizo Roger Blin, uno de sus directores de escena) por la insumisión ante la guerra de Argelia y las entrevistas suyas suelen ser socarronamente decepcionantes. Se cuenta entre quienes no fueron a Estocolmo a recoger su Premio Nobel, pero le habría parecido una descortesía rechazarlo, como Jean-Paul Sartre, prefiriendo las playas tunecinas y no existe una correspondencia entre Joyce y Beckett, quien decepciona como escritor-estrella. Fue un hombre normal, muy lejano de la sospechosa reticencia de J. D. Salinger o de Maurice Blanchot. Antes de que fuera tenida por una filosofía entera, aquella frase de Bartleby, la de “Preferiría no hacerlo”, parece distinguir a Beckett.
Michel Crépu, actual director de la Nouvelle Revue Française (NRF) y, por católico, tenido por anticuado, publicó hace un par de años Beckett, 27 juillet 1982, 11h30, un acicalado y modesto homenaje al autor de Esperando a Godot (1953). Crépu se ha ocupado de Nicolas Boileau, J. B. Bossuet, Sainte-Beuve y del vizconde de Chateaubriand, pero también del poeta Philippe Jaccottet o del sociólogo Pierre Bourdieu, quien se ha empeñado en hacer sobrevivir, descafeinada, a la crítica marxista de la literatura.
La pregunta central de Crépu es dónde colocar a Beckett, en qué escaque del tablero de las letras modernas, asunto que a mí me interesa, porque tengo al irlandés bilingüe entre los autores decisivos, junto a Borges, de la segunda mitad del siglo XX. Personalísimamente mi tercera opción sería otra B: la de Thomas Bernhard.
Antes que hombre de teatro –hay quejas de que atormentaba con detalles ínfimos a los directores de escena– Beckett fue novelista en lengua francesa y, para mí, Murphy (1938) y la trilogía en francés (Molloy, Malone muere, El innombrable, 1951-1953) son la cumbre y la caída de la literatura del siglo XX. “La luna”, escribe Crépu, “es una de las raras cosas estables en el universo beckettiano, ballet poblado de sombras escurridizas y cambiantes”,1 que giran alrededor de nuestros sueños como derviches envueltos en sábanas. La luna, qué duda cabe, es el astro rey en Beckett.
El breviario de Crépu, a diferencia de los aburridos recuerdos de Deirdre Bair (Parisian lives. Samuel Beckett, Simone de Beauvoir, and me. A memoir, 2019) de sus entrevistas de trabajo con Beckett para escribir su biografía, no tiene como propósito recordar su insustancial entrevista con el escritor (quien solía ser generoso con los jóvenes investigadores), sino contar lo que de ella derivó. Crépu se retiró, tras encontrarse con Beckett, en la abadía de Saint-Benoît-sur-Loire, monasterio benedictino, aquel donde solía residir el poeta mártir Max Jacob, judío converso, homosexual y genio, muerto recién llegado al campo de concentración de Drancy.
Crépu se retira para meditar sobre Beckett, irlandés reacio al autocrático catolicismo de la isla, y lo comparte con monjes que no lo han leído ni lo leerán, afirmando que el método de Beckett es un ejercicio ignaciano. Quizás no haya nadie más incompetente que yo para opinar al respecto. Pero ora et labora es el principio de la orden benedictina y Crépu recuerda a Jacob, a los monjes dedicados a copiar y recopiar la Biblia los domingos por la tarde, encontrando monástica la austeridad beckettiana. Se lo explica al padre María y le dice que El innombrable es una última variación de la teología negativa, asociada al maestro Eckhart, ese silencio en la literatura moderna. Para cuando Crépu publica el libro que reseño, el padre María ya ha muerto víctima del Alzheimer y ese diálogo imposible habrá de interrumpirse.
Toda su estancia entre los benedictinos a Crépu lo remite a Beckett: un Cristo desnudo, mínimo, un tanto tonto, más parecido a Josef K. que a un poderoso guerrero bizantino. La lectura de Beckett como una lectio divina, una voz casi inaudible y los personajes beckettianos, maestros místicos del desasimiento, vidas ejemplarmente distraídas ante la modernidad, ajenas a toda visión trascendental de la historia. Su único interlocutor –dice Crépu– es Dante. Nada de Joseph de Maistre con la Revolución francesa como jinete del Apocalipsis, pero poco, muy poco, en Beckett, de Friedrich Nietzsche, de Karl Marx o de Sigmund Freud, y eso que Beckett estuvo en el diván del doctor Wilfred Bion.
Beckett, para Crépu, es la ascesis suprema: una sola palabra contiene el relato, las historias, las leyendas, las quejas, el canto, todo un cortejo de tonterías porque “todo está ya dicho en esta historia que no cesa de tener lugar”.2 Acaso este librito de Michel Crépu, como el Proust (1931), del propio Beckett, sea el único libro posible sobre Samuel Beckett, aunque su autor sostiene que el irlandés es el único gran escritor moderno que no tiene un exégeta a su altura. No existe el libro sobre él, así como la tempestad, según el Eclesiastés, es invisible. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile