En los funerales de papel con que la prensa europea despidió a Ryszard Kapuscinski, varias muletillas se repitieron desde las ocho columnas hasta la más mísera de las notas al pie: se trataba de un “maestro de periodistas”, que convirtió el reportaje “en un arte universal” y para el que el periodismo “fue una misión, no una carrera”. La prensa misionera, nuestra irreductible aldea gala del dogmatismo ideológico, lo despidió entre loas libertarias y aleluyas antiimperialistas, en una insufrible cascada de tópicos. Imagino que no leyeron El Imperio, el impresionante testimonio de Kapuscinski sobre la extinta Unión Soviética, en que narra los cinco viajes que realizó al interior de sus confines para dibujar el estremecedor mapa del despotismo carcelario que fue la patria de los soviets. Sorteando la burocracia y ajeno a los cantos de sirena de las informaciones oficiales, armado con un perfecto idioma ruso de salvoconducto, Kapuscinski se disfrazó de ciudadano común y corriente para visitar Vurkutá, las minas de carbón situadas más allá del Círculo Polar Ártico, y documentar las condiciones de esclavitud de sus trabajadores, cuya esperanza de vida no rebasaba los 35 años; o recorrer el antiguo pueblo de pescadores de Muinak, en el mar de Aral, ruina desértica y salada por culpa de los sucesivos planes faraónicos de los señores del Kremlin, que lograron el milagro inverso de la multiplicación de los peces; o recordar, desde las ruinas del sistema carcelario de Kolymá, en Siberia –indispensable el testimonio de Varlam Shalamov–, a los millones de seres humanos que ahí perdieron la vida. Por el otro lado, tampoco fueron menores las jeremiadas de nuestra prensa mercantil, cuya información está determinada por el espacio que deja libre el cierre de publicidad. Parece que no leyeron sus justas críticas al utilitarismo de los medios de comunicación, uno de los ejes del libro Los cínicos no sirven para este oficio, que recoge los sucesivos diálogos que sostuvo con Maria Nadotti, Andrea Semplici y John Berger en un encuentro en Capodarco, Italia, y que desconocen el núcleo argumental de Los cinco sentidos del periodista, edición no venal de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Por decirlo de una manera simple, el consenso que suscitó su muerte es producto de esta doble mala interpretación.
Hay una tercera: el peso de la fama. Kapuscinski se retiró del periodismo activo y se dedicó, como un escritor más del mainstream internacional, a recorrer marmóreas aulas magnas y lustrosas salas de conferencias. Un hombre satisfecho, siempre amable, modestísimo, que seducía por el triunfo del sentido común en sus opiniones, comedidas y correctas. Ese Kapuscinski políticamente correcto tenía poco que ver con el intrépido reportero que en realidad fue y que explican sus mejores libros. Lo ilustra como nada un pasaje de Un día más con vida, el libro-reportaje sobre la independencia de Angola y su larga guerra civil:
Por casualidad había dado con un avión en Benguela que me había traído a Lubango. Un mulato a quien había encontrado por casualidad en el aeropuerto de Lubango me había llevado al estado mayor. Un extraño del que no sabía más que su nombre, Nelson, y a quien había visto por primera vez en mi vida, me había metido en un camión. Y ese camión había arrancado enseguida y ahora rodaba pesadamente entre dos paredes de espinosa maleza selvática, hacia un destino que me era desconocido.
El camión se detuvo en la ciudad de Pereira d’Eça, casi en la frontera con Namibia, bajo ocupación sudafricana, un peligrosísimo destino del que salió bien librado de milagro pero que le permitió dar la primicia mundial de la inminente invasión sudafricana de Angola.
Otra muestra de su afán periodístico se encuentra en un pasaje de La guerra del fútbol en el que cuenta cómo el jefe de redacción de la Agencia Polaca de Prensa le prohibió ir al Congo, donde el ejército se había rebelado contra el gobierno de Lumumba, recién declarada la independencia, y le compró a cambio un boleto para hacer un reportaje en Nigeria; un boleto que él, sin el consentimiento de sus jefes, cambió por un viaje a Jartum y a una pequeña ciudad del mismo Sudán llamada Juba, donde, en complicidad con dos periodistas checos, compró un destartalado Ford y cruzó la selva hasta la ciudad de Stanleyville: así, los tres se convirtieron en los únicos periodistas europeos en documentar el asesinato de Lumumba y el estallido de la guerra fraticida congoleña desde el corazón de las tinieblas. De Stanleyville lograron salir con vida gracias a los salvoconductos de un funcionario de Naciones Unidas, que se apiadó de ellos y los depositó en un vuelo con destino a Burundi, donde los capturó un grupo de militares paracaidistas belgas, que aún tenían bajo su control ese país, pues pensaron se trataba de espías; en esa ocasión, de nuevo, estuvieron a punto de ser fusilados y se salvaron por…, etcétera.
Ryszard Kapuscinski nació en Pinsk (entonces Polonia, hoy Bielorrusia) en 1932. La invasión polaca por los nazis (y después por los soviéticos, consecuencia del terrible pacto Ribbentrop-Molotov) los convirtió a él y a su familia en nómadas en su propia tierra, huyendo del frente, de los bombardeos, de los “horrores de la guerra”. Su padre, un soldado capturado y evadido inesperadamente, fue durante el resto del conflicto un maestro clandestino empeñado en rescatar la cultura polaca que los nazis querían borrar de la faz de la tierra, como lo ha contado en las líneas autobiográficas del libro no traducido al español Busz po polsku (“La jungla polaca”), de 1962, parcialmente recogidas en la antología El mundo de hoy. En la guerra aprendió que sin zapatos la vida no vale nada en invierno y que una papa es algo más que una simple papa. Al término de la masacre, Kapuscinski se mudó a Varsovia, ciudad tan arrasada por la vesania nazi que tuvo que ser repoblada en un noventa por ciento por polacos de provincia; allí retomó sus estudios, y terminó el bachillerato con la vocación de ser poeta, actividad que nunca dejaría. Esto le permitió entrar al reducido círculo cultural polaco de aquella época y empezar a colaborar con el diario Sztandar Mlodych (“El Estandarte de la juventud”), mientras estudiaba la carrera de Historia en un modelo heredero de la Escuela de los Annales de March Bloch, Fernand Braudel y compañía, justo antes de que los comunistas cambiaran el plan de estudios. En el Sztandar Mlodych su trabajo consistía en recorrer Polonia como un titiritero en busca de la noticia. En ese diario trabajaba Marian Brandys, padre del reportaje moderno en lengua polaca y a quien Kapuscinski siempre reconoció como su gran maestro. Fue Brandys quien lo guió para la escritura de su primer triunfo como periodista: el reportaje “La otra verdad sobre Nowa Huta”, una radiografía extremadamente crítica de la ciudad obrera homónima, concebida por la propaganda oficial como el escaparate del nuevo régimen. Provocó un verdadero escándalo que obligó a Kapuscinski a esconderse, seguro de que lo detendrían; pero ante el revuelo, el gobierno prefirió desenmascarar las “patrañas” del periodista, y para investigar la “verdad” nombró una comisión, que no hizo sino corroborar una por una sus denuncias. En lugar de meterlo preso, lo condecoraron con la cruz de oro al mérito. Por este paradójico éxito le concedieron su verdadero anhelo: viajar al extranjero; y cuando Kapuscinski pensaba entonces en el extranjero se refería a algo tan alejado y exótico de su realidad como Checoslovaquia. Su destino sería nada más y nada menos que la India, y se convertiría en un verdadero viaje iniciático. A esta primera salida le sucedería una segunda a China. Estos periplos, como cuenta en Viajes con Heródoto, sellaron su destino: descubrió la fascinación de sentirse libre, de descubrir nuevas culturas y lenguas, de ampliar sus horizontes. Podemos imaginar lo que para un sensible historiador y joven poeta polaco, periodista en ciernes, significaba dejar la grisura y la mediocridad de la Polonia comunista de la posguerra, y vivir a sus anchas en dos de las realidades culturales más fascinantes del mundo. Para llevarse al viaje escogió, sin saberlo, a un autor clave, una suerte de amuleto, Heródoto, el historiador griego que en lugar de despreciar a las culturas no helénicas llamándolas bárbaras, quiso conocerlas, descubrir sus dioses, escuchar sus leyendas, registrar sus batallas, contar sus relatos. Y éste ha sido en muchos sentidos el destino literario de Kapuscinski, la épica cotidiana de los pueblos del mundo.
Al poco tiempo, la agencia oficial de noticias de Polonia lo contrató para que fuera su corresponsal extranjero, ofreciéndole la única plaza vacante: África. Ese continente será el eje vertebrador del resto de su vida y de casi toda su obra. Cuando se dice en las solapas de los libros de Kapuscinski que cubrió veintisiete revoluciones (o diecisiete, según otras solapas, o doce frentes de guerra, o diecisiete golpes de Estado, o treinta…), lo que se olvida es que era el ÚNICO corresponsal de la agencia polaca para TODA África. Su trabajo cotidiano consistía en mandar despachos noticiosos sin casi recursos, de un continente por el que nadie se interesaba en Polonia, y en el que su país no tenía ningún interés estratégico, cultural o económico. ¡Kapuscinski era el vínculo! Para colmo, sus reportes eran sistemáticamente censurados, y el público polaco recibía una versión edulcorada y reducida de ellos. Curiosamente, sólo la jerarquía política, a través de un sistema de información exclusivo, tenía acceso a las versiones completas de sus notas. Con una notable capacidad de empatía, facilidad de idiomas y suerte a lo largo de las décadas, Kapuscinski logró sobrevivir al torbellino de transformaciones que marcaron la segunda mitad del siglo xx africano.
En 1957, en su primera misión, en Acra, fue testigo de la independencia pionera de Ghana, liderada por Kwame Nkrumah, padre del panafricanismo. Uno a uno, irían cayendo el resto de las antiguas colonias europeas: a veces de manera pactada, como en el caso de la mayoría de los territorios británicos (Kenia, Uganda, Tanzania…), cuyos colonos aceptaron la independencia a cambio de mantener resguardados sus intereses económicos; otras, de manera violenta, como las colonias de origen belga y portugués (el Congo, Angola, Mozambique…) En el caso de Francia, a veces tras terribles y brutales enfrentamientos, como Argelia, y otras de manera pacífica pero a cambio de mantener una elite de cultura francesa en el poder (como Senegal, Costa de Marfil, Camerún…) A estos movimientos de liberación le sucedió de inmediato una verdadera eclosión de conflictos que la opresión colonial había congelado: guerras étnicas, religiosas, tribales. Ante esos desórdenes, en la mayoría de los países la única institución que resistió fue el ejército, que dio sucesivos golpes de Estado de un signo y de otro, siempre crueles y contraproducentes, pero entendibles en esta lógica entrópica. Simultáneamente, África –sobre TODA el África negra–, el viejo escenario de los caprichos, disputas y anhelos europeos, pasó a convertirse en otro frente, quizá el más activo, de la Guerra Fría, en donde las dos grandes potencias emergentes después de la Segunda Guerra Mundial apoyaban facciones en función de sus estrictos intereses. Éste era el escenario del que Kapuscinski fue testigo privilegiado e imprescindible cronista. Ébano, un clásico de nuestro tiempo, es la decantación de toda esta experiencia africana, un intento por capturar el alma del África negra al tiempo que un minucioso registro de sus particularismos. El trabajo de Ébano, además, fue elaborado muchos años después, desde Varsovia, apoyado por un importante trabajo fotográfico –su otra gran pasión–, sustentado en una imponente bibliografía y depurado como sólo logra hacerlo la memoria. ¿Cuál es el verdadero empeño de Kapuscinski en Ébano? Lograr la empatía con los africanos. Y para ello, durante todos los años que suman las estancias que pasó entre ellos, decidió vivir como uno más. Repitió muchas veces que quien viaja a África para hospedarse en un hotel de cinco estrellas y recorrer los acotados enclaves turísticos o parques salvajes, no conoce la esencia de África. Recorrer sus caminos, vivir en sus chozas, compartir su misma comida, le permitió comprender el verdadero rostro del continente. A últimas fechas, se ha cuestionado la información fáctica de Ébano y en general, del trabajo periodístico de Kapuscinski. Una de las más duras críticas la escribió John Ryle en el Times Literary Supplement: “A play in the bush of ghost”. La esencia de esta crítica es que Kapuscinski exagera o simplifica a propósito para dar coherencia a sus observaciones, además de una no despreciable cantidad de errores puntuales (nombres de tribus, de ciudades, datos históricos…) Yo creo, sin embargo, que la verdad de Ébano es el empeño humanista, herodotiano, de aceptar la magnífica diversidad del mundo, comprenderla y respetarla. Aparte, es un libro extraordinariamente bien construido, en el que el detalle significativo, la anécdota jocosa, la burla oportuna, van construyendo un poderoso relato coral que deja entrever la grandeza del espíritu africano en medio de la tierra muerta. Sí, África engendra lilas en la superficie yerma.
Otra obra que reúne metafóricamente la esencia de la realidad oprobiosa de África es el magistral El emperador. A diferencia de Ébano, se concentra en un solo país, Etiopía, y en un solo momento histórico, el reinado grandiosamente bufo del emperador Haile Selassie. Esta obra, por cierto, también ha sido criticada por expertos académicos de la realidad etíope, pero de nuevo, la grandeza de El emperador no está en su acuciosidad histórica, aunque en una inmensa mayoría todo lo que se cuenta es cierto, sino en que funciona como una metáfora universal del poder despótico. Y esa metáfora tiene aún más valor, si cabe, escrita por un polaco de la era comunista. Kapuscinski llegó a Etiopía después del golpe que derrotó a Selassie y descubrió que esa revolución estaba ya documentada, por lo que se centró en el proceso inverso: contar la tiranía del gobierno recién derrocado. Buscó subrepticiamente por las calles de Addis Abeba supervivientes de la corte del Rey de Reyes, y los entrevistó de manera anónima para reconstruir los mecanismos del poder de Selassie. Por si fuera poco, hizo una investigación del lenguaje medieval polaco para referirse a las figuras de autoridad, y mezclando ambos elementos, reconstruyó el reinado del “León de Judá”, “el Elegido de Dios”, “el Muy Altísimo Señor”, “su Más Sublime Majestad”, Haile Selassie. La anécdota del súbdito que tenía que limpiar en las recepciones oficiales las deposiciones del emperador ha sido demasiado trillada, y se repite como un monotema cada vez que se habla de este libro; prefiero en cambio la del pobre infeliz, al mismo tiempo un privilegiado dentro de la pobreza etíope, cuya función exclusiva era indicar mediante reverencias la hora al señor Selassie. Un inmenso cucú humano.
Kapuscinski se interesó también, y muy profundamente, por América Latina. Residió en Santiago de Chile y en la ciudad de México, capital por la que siempre sintió nostalgia. Desde el DF, fungió como corresponsal durante siete años para toda Latinoamérica, cubriendo nuestras tristes vicisitudes, muchas veces análogas a las africanas. Uno de sus mejores trabajos periodísticos sobre América Latina está recogido en el libro La guerra del fútbol, donde documenta la tragicómica batalla entre Honduras y El Salvador, producto de causas muy profundas, pero cuya chispa fue el mutuo maltrato a los hinchas de sus respectivas selecciones de fútbol. Una guerra que en cien horas ocasionó miles de víctimas, que fue totalmente inútil y cuyo mejor testimonio es justamente el de este Heródoto moderno.
El otro gran proceso que Kapuscinski documentó y estudió a fondo fue el gobierno del Sha Reza Pahlevi en Irán y la revolución de los ayatolás que lo depusieron. El Sha o la desmesura del poder conjuga algunos de los mejores talentos periodísticos de Kapuscinski: la solidez histórica y la atención al detalle. El libro es un brillante recorrido por la antigua Persia, desde la dinastía Kadjar hasta el derrocamiento de Pahlevi, pasando por las sucesivas ocupaciones rusa e inglesa, al tiempo que una indagación de los orígenes de Jomeini; y es también la crónica de las calles de Teherán, de las multitudinarias manifestaciones en contra del Sha y de anécdotas que pasarían inadvertidas para la mayoría. Lo nimio como significante. Así descubre qué día habría caos en las calles por las persianas cerradas de un comerciante armenio del centro de la ciudad. La tesis del libro es que el Sha logró aglutinar en su contra a cada vez más grupos sociales iraníes, y que los ayatolás aprovecharon el instante del derrocamiento para imponer su fuero y su verdad al resto de las facciones revolucionarias. El Sha es también un curioso rompecabezas de documentos y fotografías que al describirse sucesivamente van reconstruyendo el cuerpo de una nación en crisis. El mundo vive hoy al borde del abismo por el desafío nuclear de Irán, pues bien: algunas claves están en este libro, y por eso su lectura es más acuciante que nunca.
Conocí a Ryszard Kapuscinski en junio de 2002, en Varsovia, cuando aceptó conceder una entrevista a Letras Libres. Vivía en una vieja casona de un barrio modesto de la capital polaca. En el ático de esa casa, la “guarida del nómada”, tenía un amplio estudio donde se apilaban libros, recortes, fotografías, objetos de su paso por el mundo, y cual ropa tendida al sol, hojas colgadas manuscritas con sus apuntes de viaje, clasificadas de una manera “no cartesiana”, que no eran sino la auténtica materia prima de la que extraería, a través de su método de trabajo, el cuerpo de sus libros. Estaba, pues, ante el verdadero magma primigenio del escritor Ryszard Kapuscinski. Recuerdo que me sorprendió que antes de tener tiempo siquiera de empezar mi trabajo, era él, sin que me diera cuenta, quién me estaba entrevistando a mí: quería saber todo sobre México, sobre la revista, sobre mi vida, en aquel entonces por España. Su genuino interés por un interlocutor desconocido fue quizá la verdadera enseñanza de aquella tarde inolvidable. Ryszard Kapuscinski no fue un autor de libros de viaje, ni un narrador, ni un historiador, ni, en sentido estricto, un periodista: fue una suma caprichosa de lo mejor de estos géneros. Ahora tiene la palabra ese insobornable sinodal que es la posteridad. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.