Los vehículos narrativos evolucionan, pero eso no significa que se vuelvan mejores. Pienso, por ejemplo, en la televisión. Amén de los cambios y las facilidades que trajo el streaming, ¿se está haciendo, hoy en día, una serie que supere o iguale a The wire, The Sopranos, Mad men o Deadwood? No creo. Succession tuvo momentos deslumbrantes, pero es quizás la última gran serie de prestige TV en aparecer en nuestra pantalla. ¿El cine sigue alcanzando constantemente las alturas que logró hace más de cuarenta años? Hay poquísimas películas estadounidenses que se puedan comparar con joyas de los años setenta como The godfather, Network, The last picture show, Sorcerer, Taxi driver y Jaws. ¿Hay una variedad de directores trabajando en 2025 que estén a la altura de Bergman, Fellini, Kurosawa o Hitchcock? ¿O más bien atravesamos una época donde el cine lleva ya un rato en un cierto declive?
Pues bueno: así como humildemente creo que la narrativa en la pantalla chica y grande no pasa por sus mejores momentos, también creo que los videojuegos, un medio más joven que la televisión y el cine, están en pleno auge. No faltará el purista retro que diga que nada supera a los ochenta, cuando los videojuegos empezaban a conquistar el mundo. Difiero. Comparar la última entrega de The legend of Zelda con la primera, que salió al mercado en 1986, es como poner en la misma balanza Viaje a la luna de Georges Méliès y 2001: A space odyssey de Stanley Kubrick. La primera tiene su encanto, y ostenta el logro de haber dado a luz a un género. Pero la segunda es una obra redonda que utiliza toda la potencia del medio. En un mundo donde la tele y el cine han perdido relevancia en la conversación cultural, los videojuegos cada vez son más complejos y ambiciosos.
Se los dice un tipo que durante más de una década prácticamente no prendió una consola. Desde mi infancia hasta el final de mis veinte fui un jugador empedernido, al grado de que me negué a deshacerme de los cartuchos que compré cuando era niño, prefiriendo guardarlos en cajones, perfectamente ordenados. Antes de cumplir treinta, sin embargo, empecé a sufrir mareos tan incapacitantes al jugar videojuegos que decidí cambiar de pasatiempo. De vez en cuando compré un jueguito en 2D, cuyos gráficos no me alborotaban el cerebro, pero me mantuve alejado de la industria hasta que diez años después, al cumplir cuarenta, decidí darle una oportunidad a The legend of Zelda: Tears of the kingdom, un juego de modalidad open world, donde podemos ir adonde queramos desde el principio, sin nada (o casi nada) que nos detenga de explorar. Esta recaída (como todas las recaídas) no vino exenta de una dosis de culpa. Una cosa es desatender a mis hijas por estar picado en una novela y otra muy distinta es no bañarlas por estar absorto en una pantalla con un control entre las manos. Esperé que Tears of the kingdom me aburriera. Así podría comprobar que había crecido, madurado, dejado atrás aficiones infantiles. Pasó todo lo contrario. Durante más de cien horas el universo de Zelda me envolvió tanto que es un milagro no haber terminado el juego frente a un notario, firmando los papeles de divorcio.
Habiendo explorado cada rincón del universo de Zelda decidí, por fin, regresar a pasatiempos más nutritivos como el cine y la literatura. Hasta que un amigo (el alcahuete siempre es un amigo) me sugirió darle una oportunidad a Elden Ring, lanzado al mercado en 2022. Resolví, contra mis mejores instintos, comprarlo. El veredicto, sin hipérbole, fue el siguiente: Elden Ring es lo mejor que he jugado, por varias millas. Los videojuegos son experiencias sensoriales que, cuando están bien ejecutadas, nos suscitan emociones específicas. Y, a fe mía, la industria acaba de llegar a la cima de sus capacidades gracias a Elden Ring, la acumulación de las mejores lecciones que los videojuegos han aprendido desde sus inicios.
Entre otros personajes, aquellos inicios estuvieron dominados por Pac-Man, una pelotita amarilla, perennemente atrapada en un laberinto, obligada a la sisífica tarea de comer puntitos mientras evitaba que cuatro fantasmas, de distintos colores, la atraparan. Creado por la empresa Bandai Namco, lo que distingue a este juego es una sensación de claustrofobia y déjà–vu: Pac-Man nunca salía de una sola pantalla, siempre tenía el mismo objetivo y siempre lo perseguían los mismos enemigos. Cuarenta años después, Bandai Namco, junto a la productora FromSoftware, creó Elden Ring, la antítesis de Pac-Man. Mientras que esa pelotita amarilla estaba encerrada en un laberinto, obligada a cumplir una sola meta, el protagónico de Elden Ring llega a un mundo llamado The Lands Between, donde no solo hay una variedad abrumadora de enemigos a vencer: el juego ni siquiera se molesta en darnos un objetivo. Una vez que emergemos del subsuelo, nadie nos guía. Frente a nosotros se extiende un pastizal cobrizo, un pantano patrullado por un dragón y, más allá, a una distancia incalculable, un árbol dorado que domina el horizonte. Podemos ir hacia un castillo al norte, una península al sur, una isla al oeste o el pantano al este. No nos va a detener una puerta, ni una barrera mágica. Lo que el jugador siente, de inmediato, es lo contrario a la claustrofobia. Sentimos libertad. Y eso, paradójicamente, es mucho más inquietante que el aislamiento de Pac-Man. La libertad es también desamparo. Nacemos y el juego nos abandona a nuestra suerte. Como la vida, pues.
Al inicio no solo no tenemos idea de adónde ir: salvo por un comerciante en una iglesia, nadie nos tiende una mano. El mundo parece despoblado. Las interacciones con los poquísimos personajes que quieren platicar con nosotros tienden a ser escuetas e incluso abstractas. Es difícil entender qué quieren, qué buscan o qué le pasó al reino que los rodea, una tierra que sufrió una especie de cataclismo que la hizo pedazos, dejando huellas físicas del desastre: abismos, acantilados, grietas y remanentes de ruinas a la mitad de bosques, montañas y páramos. El juego no se detiene para explicarnos qué pasó. Lo único que advertimos –y rápido– es que todas las criaturas que aquí viven quieren hacernos puré. Lo que me lleva a otra característica de Elden Ring: la violencia. En The Lands Between es normal ir caminando tranquilamente por un bosquecito, con el sol asomándose entre los árboles, cuando una criatura que apenas logramos distinguir nos destroza en un parpadeo. Solo en las primeras horas fui devorado por un oso del tamaño de King Kong, machacado por un soldado con un casco en forma de calabaza, empalado por una flecha que me lanzó un gigante de piedra, así como pisoteado, acuchillado, quemado, mordisqueado, envenenado y desangrado. La violencia es tan repentina, casi táctil, que nos obliga a estar siempre alerta, como un solitario venadito en la sabana. Elden Ring nos hace sentir que nuestra misión es absurda. No es casualidad que lo único que sabemos de nuestro origen es que formamos parte de una secta llamada Los Mancillados. Frente a la inmensidad inclemente de The Lands Between somos nada.
Quizá por eso es tan gratificante aprender a defendernos. Pero el poder tiene un precio. Eventualmente nos toca a nosotros repartir violencia, y el juego no vacila en ponernos pruebas que nos hacen dudar de nuestra propia moralidad. Como ejemplo basta una zona, poblada por unas bestias con cuernos. Al acercarnos a ellos los vemos llevar a cabo tareas bucólicas, incluso entrañables: uno recoge hierbas de un matorral, otro parece rezarles a las estrellas, uno más juega con unas ardillitas. ¿Los dejamos ser? ¿O mejor los aniquilamos? Es perturbador advertir que nuestros enemigos tienen una vida al margen de nuestra presencia: oculto en un risco, un murciélago canta con una voz angelical; un par de gigantes apesadumbrados trasladan un tesoro de un campamento a otro; un grupo de hormigas cuida sus larvas. Y empezamos a entender por qué esta tierra detesta a Los Mancillados, quienes arrasamos con todo a nuestro paso. En un momento incluso debemos escoger si queremos cazar a otros como nosotros. La inclemencia se paga con inclemencia. Elden Ring no es el primer juego en plantear un dilema moral de esta índole. Pero sí es el más efectivo que yo recuerdo.
La tensión entre lo hermoso y lo aterrador es otro hilo que recorre a Elden Ring. Los lugares que visitamos llenan a tal grado la pupila que una y otra vez me detuve para tomarle una foto a la pantalla, como un turista cuando está de viaje. Encontré una tumba subterránea, con el cadáver de un rey aún en su trono, tan inmenso como el Cristo Redentor; observé el horizonte –ese árbol enorme y dorado– desde un puente altísimo que cruza el continente de un extremo al otro; caminé por los techos de una ciudad sumergida en un pantano, las luces de sus casas misteriosamente encendidas, como habitadas por fantasmas. Que todo sea tan vasto y espectacular abona a la sensación de pequeñez, así como es natural sentirse inconsecuente frente al mar o una montaña.
En mi experiencia, este tipo de juegos asombran en un inicio pero, al cabo de algunas horas, empiezan a ser tediosos. Elden Ring, sin embargo, jamás deja de premiar nuestra curiosidad. Es imposible vagar por The Lands Between por cinco minutos sin hallar un vericueto inexplorado, una ruta secreta, una nueva cueva, tesoro, catacumba o enemigo. A pesar de su dificultad, jamás me sentí como un hámster andando en una rueda. Creo que esto también se debe a la forma como Elden Ring presenta su mitología. Si uno quiere transitar por The Lands Between sin aprender prácticamente nada de su historia, el juego lo permite. Ahora bien: el diseño también nos da la oportunidad de conocer más sobre el mundo donde nos movemos, ofreciéndonos información a cuentagotas que nosotros podemos ordenar en una narrativa. La acción no se va a detener para contarnos un cuento; nosotros debemos decidir si frenamos para saber más de su universo. El videojuego entiende algo esencial que lo diferencia de la literatura y el cine. Una película y un libro no toman en cuenta lo que nosotros queremos. Elden Ring nos permite elegir. ¿Quieres ser un ignorante? ¿O prefieres entender qué está pasando, cuál es tu propósito y quiénes son las personas que te rodean? La decisión es tuya.
Ciertos elementos de la historia corrieron a cargo de George R. R. Martin, creador de la saga A song of ice and fire, de la cual se desprende la serie Game of thrones. Habiendo leído a Martin, sin embargo, les confieso que no encontré sus huellas dentro de Elden Ring. Tampoco me remitió a Tolkien, a pesar de que hay un anillo en el título, esencial para el mecanismo del juego, y que la tierra donde se desarrolla se llama The Lands Between, un nombre parecido a Middle Earth. Lo fascinante de Elden Ring, más bien, está en la peculiaridad de su universo, una suerte de territorio en pugna donde los vástagos de diversos dioses luchan entre sí. Desde mi punto de vista, su mitología es más oriental que occidental, empezando por los monstruos que nos persiguen a lo largo y ancho de The Lands Between. La riqueza de criaturas en la cultura japonesa queda patente en el término yokai, que abarca (entre muchas otras cosas) a antiguos y modernos esperpentos, seres deformes y cruzas entre demonios, hombres y animales (para encontrar similitudes entre los yokai y Elden Ring basta guglear “Visita al Taller” de Tsukioka Yoshitoshi). Pero en el juego también se insinúan los horrores conjurados por la posguerra. Después de todo, Japón, como The Lands Between, también es una tierra azotada por un conflicto bélico que la hizo trizas. Por lo tanto, no es casualidad que los semidioses contra los que peleamos delaten una obsesión estética por las mutaciones: una criatura es mitad serpiente gigante y mitad hombre; otra literalmente lleva el sobrenombre de “El Injertado” y es, como su apodo lo indica, un bicho con varias extremidades de más. En Elden Ring también hay ecos de Akira, anime donde el protagonista se transforma en una inmensa mutación de máquina y adolescente, pero también hay atisbos de Miyazaki (un maestro de las criaturas extrañas) y hasta de los horrores de Uzumaki, un manga igualmente obsesionado con mutantes y monstruos.
Elden Ring es un mundo que roza otros mundos, vinculado a su lugar de origen, pero que no resulta derivativo ni facsimilar. ¿Cuántas obras, en cualquier otro medio, pueden presumir esta especificidad? Es difícil jugarlo y no presentir que estamos frente a algo nuevo, pero también incipiente. Si esto logran los videojuegos en 2024, ¿qué serán capaces de conjurar en diez años o veinte? ~
Coeditor del sitio de internet de Letras Libres. Autor de Tenebra (Seix Barral, 2020).