Es
fácil que un traductor exagere la importancia de la obra en la
que está trabajando. A principios de los años ochenta,
mientras me encontraba traduciendo Vida
y destino —––la novela épica de Vasili
Grossman sobre la Segunda Guerra Mundial y el totalitarismo–,
estaba convencido de que se trataba de una obra extraordinaria. Sin
embargo, a medida que transcurrían los años y poca
gente, tanto en Rusia como en Occidente, parecía prestarle
atención, empecé a dudar de mi valoración. Fue
toda una alegría, por lo tanto, releer la novela el invierno
pasado, por primera vez en veinte años, y darme cuenta de que
había subestimado la grandeza de Grossman. Vida
y destino no es sólo un libro valiente y sabio,
sino que está escrito con una sutileza chejoviana.
Collins
Harvill publicó mi traducción de Vida
y destino en 1985. Las reseñas fueron positivas en
su mayoría, pero las ventas resultaron decepcionantes,
especialmente a la vista de que había sido un éxito
editorial en Francia; uno de los temas centrales de Grossman -–la
identidad del fascismo y el comunismo– era claramente un asunto más
acuciante en un país en que el comunismo contaba todavía
con una fuerza política significativa. Y hubo críticos
ingleses que consideraron que Grossman era aburrido. Anthony Burgess,
por ejemplo, pareció irritarse por la opinión de George
Steiner de que “novelas como La
rueda roja de Solzhenitsin y Vida
y destino eclipsan todo lo tenido por ficción seria
en Occidente al día de hoy”. Burgess acusó a Grossman
de falta de imaginación, algo sorprendente que atribuir a un
escritor capaz de describir tan convincentemente los últimos
momentos de un niño muriendo en una cámara de gas nazi.
Cuando
Igor Golomstock, el crítico de arte emigrado, me mostró
por primera vez un ejemplar de la edición rusa original de
Vida y destino,
publicado en Lausanne en 1981, y me sugirió que tratara de
persuadir a algún editor para que la tradujera, me reí.
Yo no leía libros de esa extensión, dije, y no digamos
ya traducirlos. Un mes más tarde, Igor me dio los textos de
cuatro programas de radio sobre la novela que había hecho para
el servicio ruso de la BBC. Para mi sorpresa, me cautivaron, y no
tardé en ponerme a traducir un capítulo de muestra. El
inmenso número de personajes y argumentos secundarios hacía
que Vida y destino pareciera
desalentadora, pero una vez empezada la lectura, su claridad y su
compasión la hacían muy accesible.
Grossman
es en muchos sentidos un escritor de la vieja escuela, y quizá
por esa razón los críticos literarios han mostrado
escaso interés por él. Durante muchos años,
fueron los historiadores –Antony Beevor y Catherine Merridale por
encima de todos–– quienes afirmaron su importancia. La reciente
traducción de Beevor de los diarios de guerra de Grossman (Un
escritor en guerra, del que tomo diversas citas en este
artículo) ha hecho más que nadie por llevar al escritor
al gran público. Desde las publicaciones de los diarios el año
pasado, las ventas de Vida y
destino en Gran Bretaña han pasado de quinientos al
año a quinientos al mes. Y en marzo, un artículo del
Guardian de Martin
Kettle halagando Vida y
destino lo convirtió en poco tiempo en el segundo
libro más popular de Amazon en el Reino Unido.
Grossman
es un escritor metódico; nunca trata de deslumbrar al lector.
De manera que tal vez sea apropiado que este reconocimiento le haya
llegado sólo gradualmente. En todo caso, desde hace un tiempo,
ha quedado claro que Vida y
destino está encontrando su lugar en el mundo.
Desde 2005, el centenario del nacimiento de Grossman, han salido a la
calle dos nuevas ediciones de su clásico en inglés. Y
en los años noventa se publicaron dos biografías en esa
misma lengua: Vasily
Grossman: The Genesis and Evolution of a Russian Heretic
de Frank Ellis y The Bones of
Berdichev de John y Carol Garrard. Esta última hace
hincapié en la importancia de Grossman como testigo de la
Shoah. Quizá
no exista un lamento por los judíos de la Europa del Este más
enérgico que la carta que Anna Semyonovna, un retrato en clave
de ficción de la madre de Grossman en Vida
y destino, escribe a su hijo y saca a escondidas de un
pueblo ocupado por los nazis. La
última carta, una obra representada por una sola
mujer basada en esta carta, fue puesta en escena por Frederick
Wiseman en París y Nueva York. Una versión rusa fue
estrenada en Moscú en diciembre de 2005.
Grossman
no sólo será recordado por su evocación del
Stalingrado en guerra y por sus testimonios, periodísticos y
de ficción, de la Shoah.
También nos dejó el más vívido testimonio
en la literatura mundial de la hambruna: su última obra mayor,
la novela inacabada Todo
fluye, incluye el relato de la terrorífica hambruna
de Ucrania en 1932 y 1933. Es muy característico de Grossman
que Anna, la compasiva narradora de este capítulo, esté
implicada, como funcionaria menor del partido, en la implementación
de medidas que exacerbaron la hambruna. No podemos evitar
identificarnos con Anna y en consecuencia también nosotros nos
sentimos culpables; Grossman no concede al lector el lujo de la
indignación. Todo
fluye incluye también la sátira de un
juicio: el lector es requerido a pronunciar su dictamen sobre cuatro
informantes. Los argumentos que Grossman da a la defensa y a la
acusación son vívidos y alarmantes; como lector, uno
cambia de parecer constantemente.
Grossman
no es todavía ampliamente leído en la Rusia
contemporánea. Los nacionalistas no pueden perdonarle una
larga meditación, en Todo
fluye, sobre “el alma esclava” de Rusia. Muchos rusos
todavía no han tenido tiempo de digerir la inmensa cantidad de
literatura previamente prohibida que fue publicada por primera vez a
principios de los años ochenta. El escritor uzbeco Hamid
Ismailov, por ejemplo, me ha contado que leyó tanto durante
esos años que ya no era capaz de recordar quién había
escrito qué. Y entonces, después del colapso del
comunismo, los rusos fueron arrojados a un mundo tan desconocido y
aterrador que tenían poco tiempo y energía para pensar
en su pasado soviético.
Pero
muchos otros grupos de lectores se están viendo ahora atraídos
por Grossman: emigrados ucranianos, que lo aprecian por su escritura
acerca de la terrorífica hambruna; judíos, que le
aprecian por lo que escribió acerca de la Shoah;
gente interesada por la historia de la Segunda Guerra Mundial y la
relación entre el comunismo y el fascismo; periodistas, que lo
consideran un corresponsal de guerra ejemplar. Es interesante que un
reciente congreso europeo que conmemoraba el centenario del
nacimiento de Grossman fuera celebrado en un centro católico
de Turín y que varios de los escritores, críticos y
periodistas que más admiran a Grossman ––Gillian Slovo,
Martin Kettle y John Lloyd entre otros– sean ex marxistas. Tanto
católicos como marxistas tienden a esperar del arte que no
sólo sea una fuente de alegría, sino también que
provea una guía moral y una mayor comprensión de la
realidad.
?
Vasili
Semyonovich Grossman nació el 12 de diciembre de 1905 en
Berdichev, una ciudad ucraniana que albergaba una de las comunidades
judías más grandes de Europa. Sus padres eran judíos
y le pusieron a su hijo el nombre de Iosif, pero este nombre
claramente judío fue posteriormente rusificado y convertido en
Vasili. La familia era acomodada y estaba asimilada. En algún
momento de su temprana niñez, sus padres se separaron. Entre
1910 y 1912, el joven Grossman y su madre vivieron en Suiza,
probablemente en Ginebra. Su madre, Yekaterina Savelievna, trabajaría
más tarde como profesora de francés. Entre 1914 y 1919
asistió a la escuela secundaria en Kiev, y entre 1924 y 1929
estudió química en la Universidad Estatal de Moscú.
Allí cobró conciencia de que su vocación era la
literatura. Sin embargo, nunca perdió su interés en la
ciencia; Viktor Shtrum, la figura central de Vida
y destino y en muchos aspectos su autorretrato, es físico
nuclear. (Primo Levi, otro gran testigo de la Shoah,
trabajó como químico industrial. Como Grossman, es un
maestro de la descripción precisa.)
Después
de licenciarse, Grossman se trasladó a la región
industrial de Donbass, en el este de Ucrania, para trabajar como
inspector en una mina y profesor de química en un instituto
médico. En 1932 regresó a Moscú, y en 1934
publicó “En el pueblo de Berdichev” –un cuento que le
valió la admiración de Máximo Gorki, Mikhail
Bulgakov e Isaac Babel– y una novela, ¡Buena
suerte!, sobre los mineros de Donbass. En 1937, Grossman
fue admitido entre los Escritores de la Unión Soviética.
Su novela Stepan Kol’chugin
fue posteriormente nominada al premio Stalin.
Los
críticos con frecuencia dividen la vida de Grossman en dos
partes. Tzvetan Todorov, por ejemplo, dice que “Grossman es el
único ejemplo […] de un escritor soviético
establecido que cambió de parecer completamente. El esclavo
que llevaba dentro murió, y surgió un hombre libre”.
Pero es un error establecer una distinción tan clara entre el
escritor “conformista” de los años treinta y cuarenta y el
“disidente” que escribió Vida
y destino y Todo
fluye en los años cincuenta. ¡Buena
suerte! puede parecer hoy sosa, pero en el pasado debió
resultar sorprendente: en 1932 Gorki la criticó por su
“naturalismo”, palabra en clave soviética que hacía
referencia a la presentación de un exceso de realidad
inaceptable. Al final de su informe, Gorki sugirió que el
autor se preguntase: “¿Por qué escribo? ¿Qué
verdad estoy confirmando? ¿Qué verdad quiero que
triunfe?” Incluso entonces, esa actitud tan cínica con
respecto a la verdad debió ser casi un anatema para Grossman.
Resulta difícil, con todo, no quedar impresionado por la
intuición de Gorki acerca de Grossman como hereje potencial.
En 1961, una vez los manuscritos de Vida
y destino ya habían sido confiscados, Grossman
escribió a Jruchov: “He escrito en mi libro lo que creía,
y sigo creyendo, que es la verdad. He escrito sólo lo que he
pensado, sentido y sufrido.”
Grossman
no fue un mártir; no obstante, mostró un valor
considerable durante los años del Gran Terror. En 1938, cuando
su segunda esposa, Olga Mikhailovna, fue detenida, Grossman adoptó
a los dos hijos de su marido anterior, Boris Guber, que había
sido detenido un año antes; de no ser por la acción de
Grossman, los niños podrían haber sido mandados a un
campo. Grossman escribió entonces a Nikolai Yezhov, el célebre
director del NKDV, señalando que Olga era ahora su esposa y
que no debía ser hecha responsable de su anterior marido, con
el que había roto por completo; más tarde, ese mismo
año, fue liberada. Un amigo de Grossman, Semyon Lipkin,
comentó: “Todo esto podría parecer perfectamente
normal, pero sólo un hombre muy valiente se hubiera atrevido a
escribir una carta como ésa al principal verdugo del Estado.”
El
desplazamiento de Grossman hacia la disidencia fue gradual. Durante
los años de la guerra pareció no tener miedo ni de los
alemanes ni del NKDV; en 1952, sin embargo, a medida que la campaña
antijudía de Stalin ganaba en intensidad, Grossman aceptó
firmar una carta oficial en la que se pedía el castigo más
severo para los médicos judíos supuestamente implicados
en un complot contra Stalin. Es posible que aquello fuera una
aberración; como la mayor parte de la gente, actuaba
inconsecuentemente. De hecho, Vida
y destino es una enciclopedia de las complejidades de la
vida bajo el totalitarismo, y nadie ha articulado mejor que Grossman
lo difícil que le resulta a un individuo resistir sus
presiones:
Pero
una fuerza invisible lo aplastaba. Sentía su peso, su poder
hipnótico; lo estaba obligando a pensar como quería, a
escribir como le dictaba. Esa fuerza estaba en su interior; podía
disolver su voluntad y hacer que su corazón dejara de latir
[…] Sólo a la gente que nunca ha sentido una fuerza como esa
en su interior puede sorprenderle que otros se rindan a ella. Los que
la han sentido, por otro lado, se asombran de que un hombre pueda
rebelarse contra ella aunque sea por un momento, con una súbita
palabra de ira, un tímido gesto de protesta.
Grossman
no trató de ocultarse sus propios defectos. Se reprobaba, por
encima de todo, no haber logrado evacuar a su madre de Berdichev
después de la invasión alemana en 1941.
También,
no obstante, culpaba a su esposa, que no se llevaba bien con su
madre. Poco antes de la guerra, Grossman había sugerido que
invitaran a su madre a vivir con ellos en Moscú, y Olga había
respondido que no disponían de espacio suficiente. En
septiembre de 1941, Yekaterina Savelievna fue asesinada por los
alemanes junto a los más de treinta mil judíos de
Berdichev. Años más tarde, tras la muerte de Grossman,
se encontró un sobre entre sus papeles; en él había
dos cartas que había escrito a su madre muerta en 1950 y 1961,
en el noveno y vigésimo aniversario de su fallecimiento, junto
con dos fotografías. En la primera carta, Grossman escribe:
“He intentado […] cientos de veces imaginar cómo moriste,
cómo caminaste para encontrarte con la muerte. He intentado
imaginar a la persona que te mató. Fue la última
persona que te vio. Sé que estuviste pensando en mí
[…] durante todo este tiempo.” Una fotografía muestra a su
madre con Vasili de niño; la otra, que Grossman le cogió
a un oficial de las ss muerto, muestra centenares de cadáveres
desnudos de mujeres y chicas en un inmenso agujero.
Grossman
pudo haber considerado la guerra como una oportunidad para redimirse.
Se ofreció voluntario como soldado raso a pesar de su mala
salud. Destinado, sin embargo, a Estrella
Roja, el periódico del Ejército Rojo,
rápidamente se ganó los elogios como valeroso
corresponsal de guerra. Cubrió todas las batallas principales
desde la defensa de Moscú hasta la caída de Berlín,
y sus artículos eran apreciados tanto por los soldados como
por los generales. Grupos de soldados de primera línea se
reunían mientras uno de ellos leía un ejemplar de
Estrella Roja; el
escritor Viktor Nekrasov, que sirvió en Stalingrado, recordaba
que “los periódicos con artículos de Grossman y
[Ilya] Ehrenburg eran leídos y releídos por nosotros
hasta que quedaban hechos jirones”.
Ningún
otro periodista escribía con la misma consideración por
lo que Grossman llamaba la “despiadada verdad de la guerra”. Lo
que escribía en sus cuadernos, sin embargo, era todavía
más intransigente; muchos pasajes, en caso de haber sido
vistos por el NKDV, le habrían costado la vida; algunos
retrataban con dureza a importantes mandos, otros trataban asuntos
tabú como la deserción y la colaboración con los
alemanes. Los cuadernos están lleno de detalles sorprendentes:
en una nota temprana se refiere al “olor habitual de la línea
del frente, una mezcla entre el de la morgue y el de un herrero”.
Quizá
temeroso de intimidar a la gente, Grossman nunca tomaba notas durante
las entrevistas y se fiaba de su notable memoria. Era capaz de
ganarse la confianza de personas de toda clase y condición:
francotiradores, generales, pilotos de bombardero, soldados en un
batallón penal soviético, campesinos, prisioneros
alemanes o maestros que habían seguido trabajando culposamente
en el territorio ocupado por los alemanes.
En
1943, tras la rendición alemana en Stalingrado, Grossman
estaba con las primeras unidades del Ejército Rojo que
liberaron Ucrania. Supo de Babi Yar, donde cien mil personas, la
mayoría de ellas judías, fueron masacradas. Poco
después, en Berdichev, conoció los detalles de la
muerte de su madre. Su noticia “El viejo maestro” y el artículo
“Ucrania sin judíos” se hallan entre los primeros
testimonios de la Shoah
en cualquier lengua. Y el vívido aunque sobrio artículo
de Grossman “El infierno de Treblinka” (finales de 1944), primer
artículo en cualquier lengua sobre un campo de la muerte nazi,
fue vuelto a publicar y utilizado como testimonio en los juicios de
Núremberg.
Grossman
fue el primero en investigar la masacre de Ucrania, que marcó
el principio de la Shoah,
y los campos de la muerte en Polonia, que fueron su culminación.
Las ss trataron de destruir todo rastro de Treblinka, pero Grossman
entrevistó a campesinos locales y a los cuarenta
supervivientes y reconstruyó el funcionamiento del campo.
Escribe perspicazmente sobre el papel jugado por el engaño,
sobre cómo los “psiquiatras de la muerte de las ss”
lograban “confundir el entendimiento de la gente una vez más,
espolvorearlo de esperanza […] Las mujeres y los niños
debían quitarse los zapatos […] Debían dejar los
calcetines en el interior de los zapatos […] Ser ordenados […]
Para ir a los baños había que llevar los documentos,
una toalla…”
La
línea oficial soviética, con todo, fue que todas las
nacionalidades habían sufrido por igual bajo Hitler. La
recriminación habitual a los que hacían hincapié
en el sufrimiento de los judíos era: “¡No dividáis
a los muertos!” Reconocer que los judíos constituían
la abrumadora mayoría de los muertos habría requerido
reconocer que otras nacionalidades soviéticas –y
especialmente los ucranianos– habían sido cómplices
del genocidio; en cualquier caso, Stalin era antisemita. Entre 1943 y
1946, junto a Ilya Ehrenburg, Grossman trabajó para el comité
judío antifascista en El
libro negro, un testimonio documental de las masacres de
judíos en suelo soviético y polaco. Nunca fue
publicado.
La
novela El pueblo inmortal
(1943), al igual que Stepan
Kol’chugin, fue nominada al premio Stalin pero vetada
por Stalin a pesar de que el comité la había votado
unánimemente. En el momento de la publicación, en 1952,
de su novela relativamente ortodoxa Por
una causa justa, otros miembros prominentes del comité
judío antifascista habían sido detenidos o asesinados y
una nueva oleada de purgas estaba a punto de empezar; de no ser por
la muerte de Stalin en marzo de 1953, Grossman habría sido
casi sin duda arrestado.
Durante
los años siguientes, Grossman gozó del reconocimiento
público. Recibió una prestigiosa condecoración,
la Bandera Roja al Trabajo, y Por
una causa justa volvió a ser publicada. Mientras
tanto estaba trabajando en sus dos obras maestras, Vida
y destino y Todo
fluye, ninguna de las cuales sería publicada en
Rusia hasta finales de los años ochenta. Pensada como una
secuela de Por una causa
justa, Vida y
destino resulta mejor vista como una novela distinta que
incluye muchos de sus personajes. Es importante no sólo como
literatura, sino también como historia; no tenemos un retrato
más completo de la Rusia estalinista. El poder de otros
escritores disidentes –Shalamov, Solzhenitsin, Mandelstam–
proviene de su condición de ajenos al sistema; el poder de
Grossman proviene al menos en parte de su íntimo conocimiento
de todos los niveles de la sociedad soviética. En Vida
y destino, Grossman consigue lo que muchos otros
escritores soviéticos intentaron y no lograron conseguir: un
retrato de toda una era. Cada personaje, por vívido que sea su
retrato, representa un grupo o una clase en particular y soporta un
destino que ejemplifica a su clase: Shtrum, el intelectual judío;
Getmanov, el cínico funcionario estalinista; Abarchuk y
Krymov, dos de los miles de “viejos bolcheviques” detenidos en
los años treinta; Novikov, el honorable oficial cuya capacidad
fue reconocida sólo cuando los desastres de 1941 llevaron a
las autoridades, al menos durante algunos años, a valorar la
competencia militar por encima de la posesión de las
credenciales de partido adecuadas. No hay nada estrambótico en
la novela, estilística o estructuralmente. Pero pese al
cuestionamiento moral y la herética igualación de
comunismo y fascismo de Grossman, Vida
y destino habría estado cerca de satisfacer la
demanda de las autoridades de una épica verdaderamente
soviética.
En
octubre de 1960, en contra del consejo de dos de sus mejores amigos,
Semyon Lipkin y Yekaterina Zabolotskaya, Grossman entregó el
manuscrito de Vida y destino
a los editores de Znamya.
Era el momento cumbre del “deshielo” de Jruchov y Grossman creía
que la novela podría ser publicada. Pero en febrero de 1961,
tres agentes del KGB fueron a su apartamento para confiscar el
manuscrito y todo el material relacionado, incluso el papel de carbón
y las cintas de la máquina de escribir. Ningún otro
libro, aparte de Archipiélago
Gulag, fue considerado nunca tan peligroso. En muchos
sentidos, Grossman parecía cooperar, llevando a los agentes
del KGB hasta su primo y sus dos mecanógrafos para que
pudieran confiscar el resto de copias del manuscrito. Lo que el KGB,
sorprendentemente, no fue capaz de descubrir es que Grossman había
hecho dos copias más; había dejado una con Semyon
Lipkin y la otra con Lyolya Dominikina, un amigo de los tiempos de
estudiante que no tenía ninguna relación con el mundo
literario.
Mucha
gente opina que Grossman fue locamente cándido al imaginar que
Vida y destino
podría haber sido publicada. Pero Igor Golomstock, el
crítico, me ha hablado de las elevadas esperanzas albergadas,
después de la denuncia de Stalin por parte de Jruchov en 1956,
por muchas personas que se mostraban profundamente críticas
con el régimen soviético pero que –como Grossman–
habían vivido en su seno. Lipkin deja claro que Grossman sabía
que podía ser detenido; en mi opinión, estaba harto de
mentir, harto de transigir ante las caprichosas exigencias de las
autoridades. No preveía que las autoridades pudieran dar el
infrecuente paso de no detenerle a él sino a su novela.
Grossman
siguió exigiendo que su novela fuera publicada. Posteriormente
sería citado por Mikhail Suslov, principal ideólogo de
los años de Jruchov y Brezhnov. Suslov repitió algo que
Grossman ya había oído antes: que la novela no podría
ser publicada durante doscientos o trescientos años. Al
hacerlo, estaba reconociendo implícitamente la duradera
importancia de la novela.
Temeroso
de que la novela pudiera haberse perdido para siempre, Grossman cayó
en una depresión. Pero no dejó de trabajar. Además
de escribir La paz está
con vosotros, el vívido relato de un viaje por
Armenia, siguió revisando Todo
fluye, una obra incluso más crítica con la
sociedad soviética que Vida
y destino. Grossman, con todo, sufría un cáncer
de estómago; a última hora del 14 de septiembre, la
víspera del decimotercer aniversario de la masacre de judíos
en Berdichev, murió.
?
Grossman
escribió en una ocasión que el único libro que
podía leer durante los combates en las calles de Stalingrado
fue Guerra y paz;
su elección de un título de resonancias similares casi
reta al lector a comparar ambas novelas. Vida
y destino resiste bien la comparación. La evocación
de Grossman de Stalingrado es al menos tan vívida como la
evocación de Tolstoi de Austerlitz. Como Tolstoi, Grossman
adopta muchos puntos de vista: desde el del soldado raso hasta el del
historiador o el filósofo. Las reflexiones generales de
Grossman son más interesantes y variadas que las de Tolstoi.
En ocasiones su fuerza se halla menos en la imaginación que en
la lenta y deliberativa lógica; la singular idea de que los
estados totalitarios operan con los mismos principios que la física
moderna, que ambas cosas están más preocupadas por las
probabilidades que por la causa y el efecto, más por vastos
conjuntos que por personas o partículas individuales, recorre
la novela por completo. En ocasiones la lógica y la poesía
se combinan; la imagen de Stalin arrebatando de manos de Hitler la
espada del antisemitismo en Stalingrado es una coda a la idea de que
el nazismo y el estalinismo son esencialmente el mismo fenómeno.
Grossman
expresa sus propias creencias con la mayor franqueza por medio de una
tesis en favor de una “amabilidad sin sentido” escrita por un
personaje llamado Ikonnikov, un antiguo tolstoiano que recientemente
había presenciado la masacre de veinte mil judíos.
Antes de condenarse a sí mismo a muerte al negarse a trabajar
en la construcción de una cámara de gas, Ikonnikov
acude a un sacerdote italiano y le pregunta en una acuciante mezcla
de italiano, francés y alemán: “Que
dois-je faire, mio padre, nous travaillon dans una Vernichtungslager”
(“¿Qué debo hacer, padre mío? Estamos
trabajando en un campo de la muerte”.) Grossman es capaz de muchas
clases de poesía, desde la elocuencia denunciadora hasta el
lenguaje parloteado, roto, de Ikonnikov; sólo se entrega a la
poesía, no obstante, cuando el lenguaje más ordinario
deja de ser adecuado.
Sólo
en un aspecto, quizá, es Grossman eclipsado por Tolstoi:
carece de la habilidad de Tolstoi para evocar la riqueza, la plenitud
de la vida. No hay nada en Vida
y destino que iguale el retrato que Tolstoi hace de la
joven Natasha Rostova. Grossman, con todo, escribe sobre uno de los
períodos más oscuros de la historia europea, y el tono
general de su novela es, correspondientemente, sombrío. Sin
embargo, Grossman no carece de amor, fe y esperanza; incluso hay una
especie de optimismo en su creencia de que nunca nos es imposible
obrar moralmente y humanamente, incluso en un campo de trabajo
soviético o nazi. Y esta sutil comprensión de la culpa,
la inseguridad y la duplicidad, del dolor y la complejidad de la
elección moral da a su obra un valor duradero.
Esta
sutileza de la comprensión moral es una de las muchas
cualidades que vinculan a Grossman con un escritor que trabajaba en
una escala completamente distinta: Anton Chejov. Muchos capítulos
de Vida y destino
son como cuentos de Chejov. Hay una ironía chejoviana en el
capítulo sobre Klimov, un joven soldado en Stalingrado que
durante un bombardeo se ve obligado a ocultarse en un cráter
durante varias horas. Pensando que está tendido junto a un
camarada ruso y sintiendo una inusitada necesidad de calor humano,
este dotado asesino le da la mano a un soldado alemán que se
ha refugiado en el mismo cráter. Sólo cuando cesa el
bombardeo los dos soldados se percatan de su error compartido; salen
trepando en silencio, ambos temerosos de ser vistos por un superior y
acusados de colaboración.
Así
como buena parte de Vida y
destino puede ser leída como una serie de
miniaturas, también los cuentos de Chejov –en opinión
de Grossman-– pueden ser leídos como una sola narración
épica. El tributo que un personaje de Grossman rinde a Chejov
es una declaración de las esperanzas y creencias de Grossman:
“Chejov metió a Rusia en nuestras conciencias en toda su
vastedad […] Dijo, dejemos a Dios –y todas esas grandes ideas
progresistas– a un lado. Empecemos con el hombre; seamos amables y
atentos con el hombre individual, sea un obispo, un campesino, un
magnate de la industria, un prisionero en las islas Sajalin o el
camarero de un restaurante. Empecemos con respeto, compasión y
amor por el individuo o no llegaremos a ninguna parte.”
Vida
y destino podría quizá
ser considerada una épica chejoviana sobre la naturaleza
humana; como cualquier gran épica, en ocasiones hace añicos
su propio marco. En el tren hacia un campo de la muerte, Sofya
Osipovna Levinton, una doctora de mediana edad sin hijos, “adopta”
a David, un niño pequeño al que Grossman ha dado un
buen número de sus recuerdos de infancia, así como el
día de su aniversario: el 12 de diciembre. Negándose a
abandonar a David o al pueblo judío con el que ahora se
identifica por primera vez, Sofya sacrifica su vida al no responder
cuando un oficial alemán ordena a los doctores presentes que
se identifiquen. Sofya y David están entre la muchedumbre que
se ve empujada hacia la cámara de gas. David muere en primer
lugar y Sofya siente su cuerpo hundiéndose entre sus brazos.
El capítulo termina: “Ese niño, con su ligero cuerpo
de pájaro, se marchó antes que ella. ‘Me he
convertido en una madre’, pensó ella. Fue su último
pensamiento. Su corazón, con todo, todavía contenía
vida: se contrajo, le dolió y sintió pena por todos
vosotros, vivos y muertos; Sofya Osipovna sintió una oleada de
náusea. Se apretó contra David, ahora un muñeco;
se murió, una muñeca.”
Como
dijo en una carta a Ilya Ehrenburg acerca de El
libro negro, Grossman sentía que su obligación
moral era hablar en nombre de los muertos, “en nombre de los que
yacen en la tierra”. También se sentía sostenido por
los muertos; creía que su fuerza podría ayudarle a
completar su deber con los vivos. Esto resulta evidente en la
cautelosamente optimista conclusión de la historia de Viktor
Shtrum. Después de, inusitadamente, traicionar a hombres que
sabe que son inocentes solamente porque no puede soportar la idea de
perder algunos nuevos privilegios, Shtrum expresa la esperanza de que
su madre muerta le ayude a actuar mejor en la próxima ocasión;
sus últimas palabras en la novela son: “Entonces, ya veremos
[…] Quizá tenga la fortaleza necesaria. Tu fortaleza,
madre…”
Los
sentimientos de Grossman son revelados aun con mayor claridad en la
carta que escribió a su madre en el vigésimo
aniversario de su muerte: “Yo soy tú, querida madre, y
mientras yo viva, tú también lo harás. Cuando
muera tú seguirás viviendo en este libro que te he
dedicado y cuyo destino está estrechamente atado a tu
destino.” Su percepción de que la vida de su madre
continuaba en el libro parece que le hizo sentir que Vida
y destino era un ser vivo. Su carta a Jruchov termina con
un desafío: “No hay sentido ni verdad en mi actual
situación, en mi libertad física mientras el libro al
que he dedicado mi vida está en la cárcel. Pues yo lo
escribí, y no lo he repudiado y no lo estoy repudiando […]
Pido libertad para mi libro.”
John
Garrard ha escrito acerca de lo que él llama “dos heridas
abiertas” en relación con Grossman. La primera es la cultura
del silencio que existe hasta el día de hoy en el antiguo
territorio soviético acerca de la colaboración de parte
de la población local en las muertes de los judíos
soviéticos. La segunda tiene que ver con la batalla de
Stalingrado. En el muro que lleva al famoso mausoleo de Stalingrado,
un soldado alemán expresa en grandes letras de granito: “Nos
están atacando de nuevo. ¿Pueden ser mortales?” En el
interior del mausoleo las palabras de respuesta de un soldado del
Ejército Rojo aparecen cubiertas de oro: “Sí, somos
mortales, y pocos de nosotros sobrevivieron, pero todos cumplimos
nuestro deber ante la Santa Madre Rusia.” Aunque estas palabras
están tomadas de “En la línea de la campaña
principal”, un artículo publicado por primera vez por
Grossman en Estrella Roja
y reimpreso en el Pravda,
los diseñadores del memorial no reconocieron a Grossman como
su autor. Los guías del monumento siguen afirmando que no
saben quién escribió esas palabras.
Mientras
se construía el memorial, Grossman murió en la
oscuridad. El memorial fue empezado en 1959 y terminado en 1967; Vida
y destino fue “detenida” en 1961 y Grossman murió
en 1964. Fue como si las autoridades optaran por enfrentarse a
Grossman dividiéndole en dos figuras separadas: un judío
disidente cuya obra debía ser silenciada, y una “voz del
pueblo soviético” cuyas palabras serían grabadas en
grandes letras siempre y cuando no se mencionara su nombre. Grossman
probablemente se habría encogido de hombros ante esa omisión;
lo que le habría disgustado más habría sido la
renuencia de la gente a escuchar lo que él había dicho
“en nombre de los que yacen en la tierra”. ~
Traducción
de Ramón González Férriz
Publicado
originalmente en Prospect,
© Robert Chandler