Desde
muy antiguo la guerra ha sido tema del arte. En general, el arte se
ha valido de ella para exaltar la grandeza de los reyes, el denuedo
militar, o también el nacionalismo puntilloso e irracional que
tantos choques bélicos ha tratado de justificar.
Por
eso es singular en la historia del arte la súbita aparición
de este cuadro silencioso, en el que la trompeta bélica calla
y en el que el campo de batalla se convierte en espacio de una misa
de réquiem sobre los restos mortales dispersos de las pobres
víctimas del ardor militar. El cuadro fue pintado por el ruso
Vasili Vereshaguin (1864-1904). Mi pregunta es ¿cómo
pudo Veretchaguin captar ese otro lado, el lado atroz de la guerra?
Se
identificó con las víctimas, parece explicativo pensar
eso, en lugar de identificarse con los supuestos y discutibles
héroes, se identificó con los desdichados y anónimos
caídos, la llamada “carne de cañón”. Actuó
como esos sorprendentes humanos que en las matanzas multitudinarias,
en vez de sumarse a la orgía de crueldad, salvan perseguidos
aun poniendo en riesgo sus vidas.
Este
tipo de comportamiento iluminado, altruista, no es el habitual y es
ciertamente extraño. Por eso no es raro que haya llamado la
atención de los estudiosos, que no logran acabar de
comprenderlo.
Un
antropólogo, Stanley Cohen, acuñó para
denominarlo la expresión “instinctive extensivity”,
extensividad instintiva, y consiste en que se haga extensivo el
concepto familiar de humano desde uno mismo y los personajes más
cercanos a nosotros, hasta un grupo más y más amplio,
por ejemplo a todos los combatientes muertos en una batalla. El
juicio sería “estas personas, los victimados en la batalla,
son como yo, como mis hijos o mis hermanos o mis tíos o mis
amigos mejor conocidos y más queridos”, pero no es
propiamente un frío juicio, sino algo más complejo, que
conlleva emociones, algo fuerte, tal podríamos caracterizarlo
como un brusco desborde de amor, de amor caritativo por esos
desconocidos. Y de ahí, el repudio a la guerra.
Digo,
pues que este hacer extensivo no sólo incluye, sino creo que
podríamos pensar que consiste en una especie de amor
caritativo, de amor al prójimo entrevisto hacia el que, con
frecuencia, sólo se siente como desconfianza, y una suerte de
indiferencia hostil.
La
descripción antropológica parece ingenua cuando
reconoce que la capacidad extensiva no puede ser explicada por
antecedentes biográficos de ningún género. No,
ni tampoco por relaciones causales. De hecho no creo que sea
susceptible de ser explicada de modo alguno, no está en la
zona de las cosas que pueden explicarse.
Porque
no, no tiene nada de instintiva, y sí mucho de regalo, de
gracia. Por lo tanto es misterio, no enigma, sino algo por naturaleza
misterioso.
Como
sea, estimo que esta visión de la guerra de Vereshaguin es
revolucionaria. No es que fuera él el primero en sentir piedad
por las víctimas de la guerra. Antes de él estuvieron
el grabador Callot, artista extraño, único en todo
sentido, y sobre todo don Francisco de Goya y Lucientes, que en Los
Desastres de la Guerra, aguafuertes sacados del natural
durante la invasión napoleónica a España,
levantó el testimonio más dramático y revelador
sobre la atrocidad de la guerra.
Tres
artistas por la paz contra una masa enorme de artistas glorificadores
de la guerra. Parece muy disparejo, pero los tres pacifistas iban
mejor encaminados que todos los demás, porque ahora, todavía
en 2006, año de guerras, injustas como siempre, abusivas y
mentirosas, ya prevalece, sin embargo, con cierta claridad la
oposición a ellas.
Así
que lo que fue en su origen una individual piedad caritativa,
graciosa, es hoy el modo inmediato de comprensión de casi todo
mundo. A eso llamamos “progreso moral” y tenemos que aceptar que
este progreso sí existe claramente. Es, no diré lento,
sino lentísimo, revolución lentísima, pero en
cambio menos conflictiva, incierta y discutible que las otras
revoluciones, las rápidas.
Permítaseme
terminar enunciando una tesis de filosofía de la historia con
un toque de hegelianismo teológico: detrás del enigma
constante de las acciones humanas, la historia despliega muy lenta y
vacilantemente sus revoluciones lentas y profundas, y estas
revoluciones autorizan la posibilidad de una cada vez mayor
percepción de lo humano por lo humano. Entretanto la prisa, a
que nuestra condición humana, tan fugaz, nos predispone, nos
hace ver confusión y desesperanza donde no hay eso, sino
construcción lenta, lenta como el crecer de la hierba, pero
más firme que las habituales veleidades de los humanos. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.