No olviden a este pequeño condottiero del siglo XX”, escribió el Che Guevara a sus padres antes de embarcarse hacia Bolivia, la estación final de su singular aventura. La revolución que contribuyó decisivamente a hacer, la utopía comunista que a fuerza de voluntad quiso y no pudo construir, los dos, tres, muchos Vietnams que soñó y no pudo encender, la emulación de su trayectoria por parte de miles de jóvenes que marcharon a la sierra para construir al “hombre nuevo” o encontrar la muerte heroica, la secuela de desolación y sangre que dejaron las guerrillas desde México hasta la Argentina, eran trazos vagamente inscritos en la historia mucho antes del 25 de noviembre de 1956, día en que Guevara partiera de costas mexicanas, junto con Fidel Castro y un puñado de compañeros, rumbo a Cuba. La historia hispanoamericana anunciaba –casi en el sentido religioso del término– a un personaje como Guevara. Y el personaje llegó a la cita, en el lugar y el momento oportunos. A partir de entonces, no sólo la América hispana sino el mundo entero tendría amplias razones para recordar a ese condottiero del siglo XX.
En términos culturales e ideológicos, no es exagerado afirmar que su biografía fue gestándose un siglo antes de su nacimiento, con la discordia entre las dos Américas. Conforme la doctrina del “destino manifiesto” se hizo práctica, el germen de resentimiento nacionalista frente a “la otra América” creció y fue descendiendo de norte a sur. En algunos países, el pensamiento liberal se quedó en vilo, traicionado por la nación que sustentaba la legitimidad de su ideología. A fin de siglo, sobre todo a raíz de la guerra entre Estados Unidos y España, el recelo conservador –hispanista, católico– frente a Estados Unidos había permeado la ideología liberal hasta amalgamarse con ella en el terreno común del nacionalismo.
La política del “Big stick”, la arrogante omnipresencia de Estados Unidos en la región de Centroamérica y más tarde el Caribe, la llamada “penetración pacífica” en las áreas principales de la economía mexicana, fueron elementos cruciales en la formación de un agudo nacionalismo cuyos focos de alerta cubrirían desde el Río Bravo hasta la Patagonia: las minas chilenas y bolivianas, las compañías de petróleo venezolanas, las empresas bananeras en Centroamérica, los ferrocarriles mexicanos. La diplomacia norteamericana en la región no sólo convergía, coincidía con los intereses creados de los hombres de negocios. El presidente Hoover declaró que sin las exportaciones de su país “las grandes hordas” de la América Latina caerían en la barbarie. Tiempo después, John Foster Dulles presentaría al dictador venezolano Pérez Jiménez como un gobernante modelo por haber creado “un clima propicio” a las inversiones norteamericanas.
Con excepción de Puerto Rico, tal vez ningún otro país de la órbita hispana sintió y resintió más profundamente la influencia norteamericana en el siglo XX como Cuba. Es verdad que había ambigüedad en la actitud cubana. Por un lado admiraban al país que había albergado y apoyado decisivamente a sus libertadores antes de la guerra que culminó en 1895; pero muy pronto comprendieron que la intención yanqui no consistía en propiciar la libertad y autonomía de Cuba sino en reducirla a la condición de colonia económica y establecer con ella “arreglos políticos especiales” que le daban derecho indiscriminado de intervenir militarmente convirtiéndola de hecho, como había previsto John Quincy Adams desde 1823, en un protectorado. El inmenso error político que significó la Enmienda Platt abrió heridas que siguen abiertas. Las imágenes del agravio serían múltiples: los marines rompiendo huelgas, los negocios azucareros de los mismísimos funcionarios de Washington que pugnaban por la instauración de una “juiciosa política colonial”, hasta la jactancia de Errol Flynn, para quien “Cuba era un espléndido lugar para emborracharse”. A pesar de que en los años cuarenta los índices sociales y económicos de Cuba estaban entre los más altos de América Latina, la dependencia con respecto a Estados Unidos era aplastante. Detrás de la bonanza aparente se escondía algo más que el resentimiento nacionalista: “El odio hacia los norteamericanos –había sentenciado un periodista cubano en 1922– será la religión de los cubanos”.1
Este desarrollo del nacionalismo político en Hispanoamé-rica tuvo su complemento y soporte en una vasta corriente literaria antisajona. En 1900, como respuesta continental a la guerra entre Estados Unidos y España, el uruguayo José Enrique Rodó publicaba Ariel, un célebre ensayo que vindicaba la espiritualidad de la cultura hispanoamericana frente a la barbarie materialista del Calibán, el emblema de los sajones. (El libro fue lectura obligatoria en las escuelas de México hasta los años sesenta.) “Tened cuidado. ¡Vive la América Española!/ Hay mil cachorros sueltos del León español”, advertía Rubén Darío a Teddy Roosevelt, en uno de sus Cantos de vida y esperanza. José Martí, el héroe libertador de Cuba, vivió largos años dentro del “monstruo”. Entre 1889 y 1891 escribía:
El pueblo norteamericano proclama su derecho de propia coronación a regir, por moralidad geográfica, en el continente y anuncia, mientras pone la mano sobre una isla y trata de comprar otra, que todo el Norte de América ha de ser suyo, y se le ha de reconocer derecho imperial del istmo abajo… los Estados Unidos creen en el derecho bárbaro como único derecho. “Esto será nuestro porque lo necesitamos”.2
Su exigencia, tan continua como inútil, al “águila temible” de Washington, fue de reconocimiento y respeto hacia “nuestra América”.
Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los liberales latinoamericanos eran casi una especie en extinción, acosada por dos extremos igualmente desdeñosos de todo lo que representara la llamada “democracia anglosajona”. Si bien la política del “buen vecino” y el breve episodio del Panamericanismo propiciados ambos por Roosevelt ganaron fugaces simpatías, en los albores de la Guerra Fría comenzó a darse un nuevo fenómeno de convergencia ideológica, similar al que se había operado en el siglo XIX: ahora la derecha germanófila, vencida en la guerra, se amalgamaba con la izquierda en el terreno común del nacionalismo.
Pero más allá de la ideología y la cultura nacionalistas estaba la realidad. No había que ser marxista para advertir que América Latina llegaba al medio siglo en una situación desesperante de atraso con respecto a Occidente, sobre todo a Estados Unidos. Tan justificada y generalizada era la percepción de abuso económico y desdén étnico y cultural que los latinoamericanos sentían, por parte de sus vecinos del norte, que en la disyuntiva de optar entre Rusia y los Estados Unidos, aún los liberales dudaban. Uno de ellos, poco sospechoso de comunismo –Daniel Cosío Villegas–, lanzó en agosto de 1947 una impresionante profecía:
En la América hispánica, hoy dormida, hay una espesa capa de desconfianza, de rencor contra los Estados Unidos. El día en que al amparo del disimulo gubernamental se lancen no más de cuatro o cinco agitadores en cada uno de los principales países hispanoamericanos a una campaña de difamación, de odio, hacia los Estados Unidos, ese día toda la América Latina hervirá de desasosiego y estará lista para todo. Llevados por el desaliento definitivo, por un odio encendido, estos países, al parecer sumisos hasta la abyección, serán capaces de cualquier cosa: de albergar y alentar a los adversarios de Estados Unidos, de convertirse ellos mismos en el más enconado de todos los enemigos posibles. Y entonces no habrá manera de someterlos, ni siquiera de amedrentarlos.3
El cerco de odio se cerraba sin que los Estados Unidos lo advirtieran claramente. O si lo advirtieron, actuaron de manera contraproducente, como en Guatemala, en 1954. Con el apoyo abierto de la CIA, el coronel Castillo Armas depuso violentamente al gobierno nacionalista y reformador de Jacobo Arbenz. En las calles de Guatemala, en los sindicatos y las aulas, se prendió la chispa definitiva que años después estallaría en la revolución cubana.
Y es allí justamente cuando un médico argentino de veintiséis años, apuntado en las brigadas de auxilio, observaba cuidadosamente los hechos, lamentaba que no se hubiese armado al pueblo y que el gobierno de Arbenz cayese “traicionado por dentro y por fuera […] igual que la República española”. “Es hora de que el garrote conteste al garrote –concluía–: si hay que morir que sea como Sandino y no como Azaña”.
Había dejado Argentina para siempre. Venía de un larguísimo peregrinar por la América hispana. Estaba convencido de que “algún día serían derrotadas las fuerzas oscuras que oprimen al mundo subyugado y colonial”. Le producía una “indignación creciente la forma en que los gringos trataban a la América Latina”. Quería ponerle Vladimir al primer hijo que pensaba concebir con su pareja, la peruana Hilda Galdea, que lo había introducido seriamente al marxismo. Tras la caída de Arbenz, México –fiel a su tradición de ser puerto de abrigo para los perseguidos políticos– le otorgó asilo. En México lo esperaba la cita que definiría su vocación histórica. Estaba llamado a ser uno de esos “cuatro o cinco agitadores” que harían estallar el “hervidero” de desasosiego y odio en Latinoamérica. Poco antes había reconocido ya el escenario de su destino:
América será el teatro de mis aventuras con carácter mucho más importante de lo que hubiera creído; realmente creo haber llegado a comprenderla y me siento americano con un carácter distintivo de cualquier otro pueblo de la tierra.
*
Desde muy joven, el hombre que pasaría a la historia como “el Che” escapó de la identidad argentina y adoptó una patria grande, una identidad mayor, ser ciudadano de lo que, ampliando el término de Martí, llamó “nuestra mayúscula América”.
La llegaría a conocer palmo a palmo porque su obsesión inicial fue viajar. No sólo la inestabilidad económica del hogar de clase media alta donde nació el 14 de junio de 1928 le marcó esa condición, también y sobre todo la enfermedad que fue su condena y acicate permanentes: el asma. Desde muy pequeño, los ataques de asma lo ponían al borde de la asfixia, lo forzaban a recostarse inmóvil sobre el pecho de su madre. Temerosos de la posible muerte de su hijo, los padres se mudaron a Córdoba, lugar de clima más propicio, donde Ernesto creció, entre inyecciones e inhalaciones, atendiendo a la escuela de manera irregular. De los forzados retiros que le imponía su trastorno respiratorio, Ernesto se liberaba viajando por los libros de viajes: Stevenson, Jack London, y veintitrés obras de Julio Verne.
El padre administró mal los bienes de Celia de la Serna, la adorada madre de Ernesto. Sus relaciones conyugales eran progresivamente malas. En Córdoba, Ernesto practicaba golf en el campo que construía su padre, pero pronto desarrolló una afición por un deporte mucho menos meditativo: el rugby. Era el juego contraindicado para un asmático, pero el “Furibundo Serna” –como le apodaban, recogiendo su apellido materno– necesitaba escapar de su precaria condición física mediante el despliegue brutal de su voluntad. Esta propensión al escape sería la marca distintiva de su vida. Pero no se trataba de un escape sin rumbo, sino de un escape que muy pronto se llenó de sentido. Sería un escape salvador, de sí mismo y de los demás. La sombra persistente de su propia enfermedad, el cáncer que durante veinte años amenazó la vida de su temeraria madre, y la contemplación impotente de la agonía de su abuela, lo indujeron a estudiar medicina.
Tampoco pudo ser un estudiante sereno. Aunque seguía viajando por los libros –no sólo de viajes, sino ya decididamente literarios, poesía y novela en español y francés–, muy joven comenzó a viajar de verdad, acompañado de un amigo y en motocicleta, por el norte y oeste de Argentina. Más tarde amplió su radio de acción en buques de carga a Brasil, Trinidad y Tobago, Venezuela. Llevaba puntualmente un cuaderno de viajes, escribía con soltura frecuentes cartas a sus padres y a sus amores. Siendo un hombre marcadamente atractivo, tuvo novias hermosas, pero también de ellas propendía a escapar (“el sexo –escribió alguna vez– es una pequeña molestia que necesita distracciones periódicas, porque si no abandona su lugar y llena todos los momentos de la vida y joroba de lo lindo”). Sus viajes y sus estudios tenían un denominador común: confrontar o aliviar el dolor humano. Visitaba y trabajaba en leprosarios. Soñaba con volverse un alergista célebre. En uno de esos viajes tempranos escribió una frase desconcertante: “Me doy cuenta de que ha madurado en mí algo que hace tiempo crecía dentro del bullicio cotidiano: el odio a la civilización”. Se refería, desde luego, a la civilización materialista.
A principios de 1952 emprende un viaje aun más ambicioso. Su turismo es cada vez menos contemplativo y amoroso que médico e ideológico. Quiere conocer y curar el mapa del dolor en la América hispana e india. En Bolivia advierte la persistencia de un “absurdo sentido de casta”. En los caminos de Machu Picchu apunta: “Perú no ha salido del estado feudal de la Colonia: todavía espera la sangre de una verdadera revolución emancipadora”. Como es su costumbre, trabaja apasionadamente en leprosarios y flagela su enfermedad nadando cuatro kilómetros en el Amazonas. Tras una “amarga y dura” estancia en Miami –las despreciadas entrañas del monstruo– donde tiene visiones premonitorias (“asaltaré barricadas y trincheras, teñiré en sangre mis armas”), regresa fugazmente a Buenos Aires para recibir su título de médico (ha llevado varios cursos por correspondencia) y escapa definitivamente de Argentina “bellamente saturada de hastío”, hacia Bolivia, Perú, Panamá, Costa Rica y Guatemala.
Para entonces, Guevara no sólo sentía conocer de primera mano la enfermedad social que asfixiaba a la América Latina sino también a su agente directo –“los rubios y eficaces administradores, los amos yanquis”– y la única posible cura: una revolución nacionalista y social apoyada por campesinos armados como la que atestiguó en las calles de La Paz. En Costa Rica escribe, mitad en serio, mitad en broma:
Tuve oportunidad de pasar por los dominios de la United Fruit convenciéndome una vez más de lo terribles que son esos pulpos capitalistas. He jurado ante una estampa del viejo y llorado camarada Stalin no descansar hasta (verlos) aniquilados.
Cuando conoció casualmente a Rómulo Betancourt, el político liberal venezolano, Guevara formuló la pregunta obligada durante la Guerra Fría: en caso de guerra entre Estados Unidos y Rusia, ¿por quién optaría? Betancourt se inclinó por Washington y Guevara lo tildó allí mismo de traidor.
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“Guevara tenía entonces un aire bohemio, un humor suficiente, provocador y argentino, andaba sin camisa, era algo narcisista, trigueño, de estatura mediana y fuerte musculatura, con su pipa y su mate, entre atlético y asmático, alternaba Stalin con Baudelaire, la poesía con el marxismo”. La descripción perfecta es de Carlos Franqui, periodista enviado a México por el movimiento opositor cubano “26 de julio” para tomar contacto con el líder exilado en México tras el legendario y frustrado ataque al cuartel Moncada: Fidel Castro.
El Che había llegado a México a fines de 1954 y permanecería hasta fines de 1956, cuando el Granma zarpó desde el puerto de Tuxpan. Por un tiempo trabajó de fotógrafo deportivo: más tarde ejerció su profesión como alergista en el Centro Médico. Sus compañeros lo recuerdan escaso de conocimientos pero rebosante de pasión médica. Sus enfermos lo adoraban. En México, se casa con Hilda, nace su hija, y viaja incesantemente por los paisajes del país y de la imaginación. Hay 161 menciones a diversos viajes en sus cartas. Asciende volcanes, visita la zona maya, sueña con París, a donde irá “a nado, si es necesario”. Es “un caballero andante”, un “peregrino”, “un espíritu anárquico”, “un vago rematado”, un “ambicioso de horizontes”. De pronto, conoce al hombre que lo fija. Conversó con él casi diez horas:
Fidel Castro me impresionó como un hombre extraordinario. Las cosas más imposibles eran las que encaraba y resolvía. Tenía una fe excepcional en que una vez que saliese hacia Cuba iba a llegar. Que una vez llegando iba a pelear. Que peleando iba a ganar.
En una noche el Che decide enrolarse como médico en el grupo de los futuros expedicionarios.
Resuelto a embarcarse en la aventura revolucionaria, necesitaba anclar en un puerto definitivo su ideología política. En esa “nueva etapa” de su vida lee al “eje primordial… de San Carlos (Marx)”, apoya abiertamente la represión rusa en Hungría, declara que las críticas del XX Congreso del PC soviético son “propaganda imperialista”, toma clases de ruso, entabla una sólida amistad con Nicolai Leonov, agente de la KGB en la embajada rusa, y no sólo devora a Lenin y a Marx, los poetiza:
y en la clarinada de países nuevos
yo recibo de frente el impacto difuso
de la canción de Marx y Engels.
Al margen de las cualidades de su escritura –menos dudosas, desde luego, en sus diarios que en su poesía–, es en ella donde el Che expresa su experiencia íntima. Alguna vez había pensado escribir un libro sobre la medicina social latinoamericana. Ahora elevaría la medicina a práctica revolucionaria. A una vieja mujer asmática llamada María, que muere a su lado en el hospital, le jura, estrechando sus manos, con la “voz baja y viril de las esperanzas/ la más roja y viril de las venganzas/ que tus nietos vivirán la aurora”.
Los rebeldes entrenaban clandestinamente practicando el remo, la lucha, gimnasia, alpinismo y caminata. Rentaban un rancho cercano a la Ciudad de México donde se ejercitaban en el tiro al blanco. Entre ellos estaba el asmático doctor Guevara, que como en los tiempos del “Furibundo Serna”, obtenía excelentes puntos. La policía mexicana los encarceló y estuvo a punto de extraditarlos, de no haber mediado los buenos oficios del ex presidente Lázaro Cárdenas, el reformador social y nacionalista que intercedió ante el presidente Ruiz Cortines en favor de Fidel Castro, “ese joven intelectual de temperamento vehemente, con sangre de luchador”.4
Con algunas excepciones como el propio Guevara y Raúl Castro, los expedicionarios no se declaraban marxistas. Eran “guerrilleros” en la acepción original de ese término, acuñado en España en 1808 para designar a las tropas irregulares de españoles que acosaban al invasor napoleónico. El Che participaba también de ese antiguo espíritu. Tenía algo de Javier Mina, el guerrillero español que cruzó el Atlántico para luchar contra la tiranía de su país y la independencia de México. Y algo de Lord Byron, en su aventura contra los turcos: la guerra como la forma superior de la poesía.5
*
Luego del triunfo de la revolución cubana en enero de 1959, aquellos héroes sintieron que su momento de gloria continuaría hasta la eternidad. Construirían una Cuba más próspera y justa, más autónoma y orgullosa, libre e igualitaria. Pero en la abstracta formulación de ese sueño el Che Guevara iba delante de sus compañeros, adelante del propio Fidel Castro, que en todo momento mantuvo un sentido infinitamente más agudo de la realidad política. “La guerra nos revolucionó –escribió el Che al gran novelista argentino Ernesto Sábato–, no hay experiencia más profunda que el acto de guerra”. La victoria transfiguró al Che, ahondando definitivamente los trazos de un idealismo personal incurable, inmune a cualquier refutación de la realidad: el convencimiento absoluto sobre la superioridad del mundo socialista, en particular de la URSS, sobre el occidental; el odio casi teológico hacia el imperialismo yanqui (se oponía hasta a la venta de Coca-Cola); la posibilidad de exportar la experiencia revolucionaria a toda la América y al Tercer Mundo; y la convicción de que aplicando con la voluntad de “Furibundo Serna” y en toda su pureza las teorías en las que creía (reforma agraria inmediata e integral, expropiación absoluta sin indemnización de la economía, centralización burocrática, abolición de las transacciones monetarias, etcétera) se podía crear la utopía; la confianza en atraer el apoyo indiscriminado, permanente y sin ataduras de los países del bloque comunista, para construir la gran potencia industrial del Caribe. Cuando la realidad no resultaba como la había imaginado, Guevara no dudaba de sus premisas: las ahondaba. A su juicio, la realidad fallaba por no ajustarse con la debida pureza y decisión a la teoría. Debido tal vez al papel central de la voluntad en su supervivencia personal, Guevara no podía tolerar fisuras en su acción y sus ideas.
Desde los primeros días luego del triunfo revolucionario, tras encargarse de cientos de ejecuciones, reponiéndose apenas de un surménage al lado de la mujer más hermosa de Cuba (Aleida March, que sería su segunda esposa, madre de cuatro hijos), el Che revela los aspectos oscuros de su actitud revolucionaria. Es la vieja película de la Rusia bolchevique que vuelve a pasar. Construye el eficaz aparato de seguridad cubano, contribuye a arrasar con todo rastro de libertad política en la prensa o la vida universitaria, es homófobo y detesta la crítica independiente, trabaja en el adoctrinamiento ideológico del ejército (“vanguardia del pueblo cubano”) y crea, en Guauahacabibes, el primer campo de trabajo en Cuba:
Allí se manda a la gente que ha cometido faltas a la moral revolucionaria de mayor o de menor grado con sanciones simultáneas […] como un tipo de reeducación mediante el trabajo. Es trabajo duro, no trabajo bestial.
Desde noviembre de 1959, el Che dirige el Banco Nacional de Cuba y firma “Che” en los billetes oficiales. Lo hace con estilo marcial, y así ahuyenta a casi toda la clase administrativa. Más tarde, como ministro de Industria al mando vertical de ciento cincuenta mil personas y 287 empresas de toda índole (azucareras, telefónicas, eléctricas, constructoras, imprentas, hasta chocolateras), puso en práctica métodos que ya habían probado ser un desastre durante la era del “comunismo de guerra” en la URSS (1918-1921). Pero Guevara, caótico lector, no conocía la historia elemental del país al que más admiraba. O no conectaba sus lecturas con la experiencia. Leía para escapar, no para aprender. Sus medidas hundieron la economía cubana en el déficit insostenible de su balanza de pagos, la escasez y racionamiento crónicos de productos de primera necesidad.
Guevara nunca entendió por qué (tal vez Castro, hasta la fecha, tampoco: así de poderosa es la ideología). Había que ver al Che en esos “domingos solidarios de trabajo voluntario”, extenuado pero alegre, construyendo escuelas, fabricando zapatos, cargando sacos de arroz, cavando zanjas, hilando tejidos y cortando caña “al son del cántico revolucionario”. Era, es verdad, una hermosa estampa igualitaria que debía mover a “la emulación” como palanca de energía productiva. A su juicio, el incentivo moral era más importante –debía ser más importante– que el económico. Por eso corría de fábrica en fábrica arengando a los obreros, movilizando su “conciencia social” o, cuando las cosas llegaban al extremo, “reeducándolos”.
Quienes entendieron muy bien el desastre fueron los rusos, que no eran los bolcheviques puros y generosos que Guevara imaginaba. Su amigo Leonov recuerda las interminables discusiones de Guevara en Moscú. Según Alexander Alexeiev, el hombre clave de la URSS en la América Latina, el Che había sido “el arquitecto de la colaboración económica soviético-cubana”. Sus primeras visitas a la URSS fueron una luna de miel. Cuando Carlos Franqui le comentó sobre los privilegios de la nomenklatura en el mundo socialista, el Che lo atajó: “Son mentiras tuyas, tú y tus prejuicios… pasé por allí y no vi nada”. Ingenuamente, había recorrido la URSS y más tarde China con el clásico tour de amigo y había creído a pie juntillas la versión de sus anfitriones. Es verdad que al poco tiempo comenzó a criticar acremente a los soviéticos y a simpatizar con los chinos, pero en ese momento crucial del conflicto chino-soviético, el Che no se enteró mayormente de las tensiones.
El siguiente paso, por supuesto, era someter la lista de compras, regalos y requerimientos en efectivo a los camaradas soviéticos. El sagaz Anatoly Dobrynin recordaría: “Guevara era imposible, quería una pequeña siderúrgica, una fábrica de automóviles. Le dijimos que Cuba no era lo suficientemente grande como para sostener una economía industrial. Necesitaban obtener divisas y la única manera de obtenerlas era haciendo lo que hacían mejor: cultivar azúcar”. (Por lo visto, el camino más corto entre el monocultivo y el monocultivo era la revolución.) Theodore Draper concluyó que desde 1960 los cubanos se habían comportado como si los soviéticos les hubiesen extendido mucho más que la línea de crédito de cien millones de dólares que en efecto les abrieron, es decir, una cuenta abierta e indefinida. Cuando los rusos adujeron sus propios problemas económicos, Guevara los atribuyó a las desviaciones autogestionarias y descentralizadoras que lindaban peligrosamente con el veneno capitalista. Comenzaba a separarse de la URSS… por el flanco izquierdo.
La decepción del Che con la actitud soviética –que en el fondo consideraba una forma de ingratitud histórica– se ahondó con la crisis de los misiles. Guevara estuvo lejos de Castro en los momentos cruciales, pero al enterarse del acuerdo entre Khruschev y Kennedy y el retiro de los cohetes nucleares, hace una declaración perfectamente sincera que ilustra el grado en que esa ruleta rusa, de haber estado en manos de los croupiers cubanos, pudo haber desembocado en la tercera guerra mundial: “Si los cohetes hubiesen permanecido en Cuba, los hubiéramos utilizado todos, dirigiéndolos contra el corazón de los Estados Unidos, incluyendo Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión”. Obviamente, consideró también las consecuencias de ese ataque, pero no lo arredraban:
Es el ejemplo escalofriante de un pueblo que está dispuesto a inmolarse atómicamente para que sus cenizas sirvan de cimiento a las sociedades nuevas.
El pueblo cubano, claro está, no fue ni iba a ser consultado libremente en tal circunstancia, ni en ninguna otra, pero la conflagración se evitó gracias al sentido de realidad de los soviéticos, que Guevara consideró una “destrucción jurídica” para Cuba. En una fascinante conversación entre Anastas Mikoyan y Guevara, el vicepremier soviético refuta paternalmente sus reclamos con una frase lapidaria: “Vemos vuestra disposición a morir bellamente pero pensamos que no vale la pena morir bellamente”.
Los fracasos económicos y diplomáticos no parecieron minar un ápice la fe de Guevara, pero sí alimentaron una sensación de impotencia y ahogo. Lo verdaderamente suyo seguía siendo “soñar horizontes”: recorrer el mundo como el gran embajador de la revolución, “cosa que logró brillantemente”, o apoyar a la América Latina que “está hirviendo” en espera de “explosiones revolucionarias”. Tras varios intentos abortivos de exportación revolucionaria (el más notable en su natal Argentina), las últimas dos etapas en su vida no representaron dos puertos sino dos estaciones de calvario: el Congo y Bolivia. Ambas reediciones de la Sierra Maestra fueron tan absurdamente concebidas y ejecutadas que uno se pregunta si lo que el Che buscaba no era ya el escape final a la asfixia de vivir o la inmolación como el acto supremo de creatividad revolucionaria.
En un ensayo revelador, Guillermo Cabrera Infante sostuvo que el suicidio en Cuba, sobre todo en tiempos revolucionarios, ha sido un acto ideológico esencial.6 Un número sorprendente de personajes se ha suicidado o ha muerto en situaciones suicidas: entre ellos el ex presidente Oswaldo Dorticós y la gran heroína del Cuartel Moncada, directora de la Casa de las Américas, Haydeé Santamaría, que se suicidó justo el 26 de julio de 1980. Algunos murieron al ver de frente el trágico desenlace de su gesta. El Che no se suicidó, pero se colocó a sí mismo en una posición suicida. Guevara jugó siempre con la muerte (a veces hasta la locura, como cuando quiso permanecer casi solo en el Congo, y cruzar mil quinientos kilómetros para incorporarse al otro pequeño foco guerrillero). Conforme se acercaba el fin, sus referencias a la muerte heroica eran más explícitas. Se había tornado sombrío, triste, cada vez más apartado e irascible. En Bolivia se metió en una madriguera. Y se sintió abandonado.
Tal vez entonces tomó al pie de la letra el himno cubano ampliando su significación: morir (bellamente) por la patria (socialista universal) es vivir.
*
La inmolación o el martirio como vía de purificación toca una fibra profundamente cristiana. En una de las primeras ausencias de Cuba, el Che escribió a su madre:
Se ha desarrollado mucho en mí el sentido de lo masivo en contraposición a lo personal: soy siempre el mismo solitario que va buscando su camino sin ayuda personal, pero tengo ahora el sentido de mi deber histórico. Ni casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos; mis amigos lo son mientras piensen políticamente como yo… no sólo siento una fuerza interior poderosa, que siempre la sentí, sino también una capacidad de inyección a los demás y un absoluto sentido fatalista de mi misión me quita todo miedo.
Lo cierto es que tenía casa, mujer, hijos, hermanos, padres y amigos, pero esas realidades tangibles, concretas, le parecían poco reales. Se había desprendido de la asfixiante realidad terrenal hacia un ámbito de misticismo revolucionario. Representaba ya la primera encarnación criolla, latinoamericana, tropical, de “los poseídos“ dostoyevskianos. Grandes caravanas de nuevos poseídos –“jesuitas de la guerra”, los llamó– seguirían tras su muerte al carismático caudillo, lo mismo en las provincias de Nicaragua y El Salvador, que en las calles de Buenos Aires y Montevideo, en las sierras mexicanas o en las montañas del Perú. Su designio era la guerra santa contra las fuerzas del mal, que con frecuencia terminaba por desatar la guerra santa entre los propios guerrilleros, que competían por la gloria o la pureza.
No se ha reparado en la convergencia cultural de Rusia y la América hispana. Esta vinculación estaba en el mismísimo Dostoyevsky, que no por casualidad situó el cuento de “El gran Inquisidor” en la España del siglo XVI, tan similar a la Rusia zarista. Y acaso los lectores más encarnizados de Dostoyevsky hayan sido ciertos intelectuales latinoamericanos que vivieron la pasión revolucionaria con un sentido cristiano de misión y martirio.7 Formado en colegios laicos por una madre anticlerical, el Che Guevara estaba aparentemente lejos de esa corriente, pero había transitado hacia ella: lo poseía la misma tentación de absoluto en el odio y en la fe, y un mismo enamoramiento religioso con la violencia y la muerte.
Al poco tiempo, Fidel Castro trocaría el libreto nacionalista de la historia latinoamericana por el teocrático libreto de la historia rusa. Encarnaría puntualmente al “Gran Inquisidor” dostoyevskiano, que a cambio del pan (financiado, por más de dos décadas, con dinero soviético) secuestra la libertad. Siguiendo el libreto, no faltaría quien piense que el Che Guevara salió de Cuba y murió en Bolivia por encarnar a ese otro personaje del cuento de Dostoyevsky, el nuevo Cristo que vuelve a la tierra a refrendar su mensaje, a ejecutar milagros, a liberar a los desheredados. Quienes sostienen el paralelo han santificado a Ernesto Guevara. Pero el paralelo no se sostiene, porque para el Che la libertad cristiana –“el pan de los cielos” lo llamó Dostoyevsky– era un concepto vacío.
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Desde un inocente cubículo de una universidad norteamericana o europea es fácil colgar pósteres del Che y seguir creyendo en la violencia redentora, en las abstracciones que niegan y asfixian a la realidad o en el llamado a un “hombre nuevo”. Esta anacrónica profesión de fe es un acto inadmisible de ignorancia sobre el desenlace opresivo de la Revolución cubana, en el cual el Che Guevara no es un responsable menor. Como Trotsky en la Unión Soviética, su imagen parece ennoblecerse con el exilio, la derrota y el martirio. Pero su fanatismo no palidece frente al de sus “colegas enemigos”.8 En lo que tiene de inercia ideológica, la Che-manía no sólo niega la tradición democrática de Occidente sino que deja de lado lo que a mi juicio es el único ángulo salvable de Guevara para nuestros días: la coherencia de su igualitarismo. Hay algo válido y aún necesario en esa aspiración utópica, sobre todo ahora que el fantasma del vacío recorre el mundo engullendo, como un hoyo negro, todo sentido de fraternidad. Pero la igualdad, impuesta desde arriba, ahoga un fin tal vez más preciado: la libertad. Por lo demás, desde Latinoamérica el paisaje se ve distinto: aquí estamos tratando de fortalecer nuestras frágiles democracias y nada más remoto de sus valores que las románticas e irresponsables aventuras de aquel condottiero del siglo XX. ~
La información de este texto se basó, principalmente, en los siguientes dos libros: Jorge Castañeda, La vida en rojo, Alfaguara, y Paco Ignacio Taibo II, Ernesto Guevara, también conocido como el Che, Planeta.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.