Los antiguos griegos eran gente de mar y por supuesto que el mar se tragaba muchos barcos y gente. Su historia y literatura abunda en esto. De las doce embarcaciones llenas de marinos con las que parte Odiseo, sólo él llega a tierra firme. En la batalla de Salamina hay grandes cantidades de persas que se ahogan, pues aun embarcados era gente que no sabía nadar. Durante la guerra del Peloponeso, tras la batalla naval de Arginusas, Sócrates participa en un juicio en el que condenan a muerte a ocho generales por no haber rescatado a una buena cantidad de atenienses náufragos.
Por eso un poeta escribió:
En tierra los años son largos y, en cambio, no es fácil
hallar canas cabezas entre los marineros.
O estos versos de reclamo al mar:
¿Por qué así, mar sonoro, lanzando con furia salvaje
impetuosas olas, sumergiste en el ponto
con toda su carga al que en nave pequeña bogaba.
Muy natural es que el poeta le hable con reproche al mar: “Toda muerte de un joven es triste, mas suele enlutarse la mar con desastres dignos de mucho llanto”.
Bien dicho estaba que “no te confíes viajando en el barco profundo ni grande; el viento triunfa siempre sobre la nave.”
Artemidoro escribió un tratado sobre interpretación de los sueños. Aseguraba que si un navegante soñaba que tenía la cabeza afeitada, entonces podía estar seguro de que su barco iba a zozobrar.
Y hablando de sueños, se contaba esta historia:
El poeta griego Simónides arribó a una costa y, al encontrar el cadáver de un náufrago sin enterrar, allí mismo le dio sepultura. Más adelante, mientras dormía, la sombra del muerto le aconsejó que al día siguiente no se hiciese a la mar. Todos cuantos zarparon murieron ahogados ante sus mismos ojos. Simónides ensalzó aquel sueño en unos versos llenos de agradecimiento.
Cabe preguntarse si Simónides debió advertir a los demás, pero no creo que el día de hoy alguien se apersone en los aeropuertos para informar a los viajeros sobre un mal sueño.
Entre tanta costa y tanta isla griega, no era extraño encontrar cuerpos en la orilla del mar. Lo usual era hacer lo que hizo Simónides. Por eso había muchas tumbas sin nombre. No había modo de identificar al muerto ni de dar con los parientes. Lo piadoso era enterrarlo. Pregúntenle a Antígona.
Una lápida habla de que un tal Leóntico encontró a un ahogado desconocido y le dio sepultura:
Náufrago, ¿quién eres tú? Leóntico te halló
Muerto en la playa y aquí te enterró en esta tumba
Supongo que en griego suena mejor.
En cambio sí identificaron el cuerpo de alguien de nombre Polianto “apenas casado”, que fue recuperado por unos pescadores. Su esposa lo “depositó en la tumba tras haber recibido sus huesos”.
Otros pescadores sacaron sus redes henchidas de peces y con un cadáver “ya a medias comido”. Deciden no lucrar con la pesca del día y entierran al muerto junto con los pescados. Dado que suponen que la parte faltante del cuerpo la comieron esos mismos peces, la inscripción termina así:
Ya tienes, ¡oh tierra!, a este náufrago entero, pues cubres
a los que devoraron la carne que le falta.
A veces esos muertos tenían dos tumbas. La del cuerpo sin nombre y la del nombre sin cuerpo, ésta última con el mal nombre de “cenotafio”. Onetti tiene una novela titulada Para una tumba sin nombre. Suena bien. En cambio, Para un cenotafio sin cadáver, es ramplón y redundante.
Amado Nervo escribió a su amada:
y, a pesar de mi fe, cada día evidencio
que detrás de la tumba ya no hay más que silencio…
Si cambiamos “tumba” por “cenotafio” se esfuma la poesía.
Cierta lápida de la Grecia antigua habla de una tormenta que hundió un barco y “de Evipo no resta sino el nombre”. Otra menciona algo similar sobre un tal Sópolis, “cadáver que ahora en el mar vaga errante sin que guarde su tumba vacía más que un nombre”.
Otra más le advierte al viajero que, mientras camina junto al cenotafio de Aspasio, “con sus olas el mar Egeo oculta su cuerpo”.
Una lápida curiosa cuenta la historia del muerto en primera persona. El ancla del barco se había enganchado con algo y él se sumergió en las aguas para remediar el asunto. Dice que logró liberar el ancla. Pero al volver a la superficie y cuando ya sus compañeros le tendían la mano…
fui mordido por un gran cetáceo salvaje que vino
y me devoró del ombligo abajo.
Y así, triste fardo, los nautas del agua extrajeron
la mitad de mi cuerpo que el priste no alcanzara.
Y en esta ribera los pobres despojos de Tarsis,
que no volvió a su tierra, caminante, enterraron.
Platón dijo sobre los griegos que “como ranas nos hemos establecido en torno a este mar”. Se refería al Egeo, pero los griegos tenían mucho más mar que ése. También tenían monstruos marinos, sirenas y dioses del mar. Poseidón era el mayor de ellos. Por eso es el que hunde o salva embarcaciones. Afrodita nace en el mar.
Entre las tragedias supervivientes de Esquilo, Sófocles y Eurípides ninguna tiene como escenario un barco. Quizás la más acuática sea Ifigenia entre los tauros. También hay mar y barcos en Las suplicantes.
Mucha tragedia causó el mar, pero entre las viejas crónicas griegas no hay momento más jubiloso que el grito: “¡El mar, el mar!”. ~
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.