I.
El pasado 19 de junio, la Neue Galerie de Nueva York anunció, con bombo y platillo, la adquisición de su propia Mona Lisa: la Adele Bloch-Bauer i, del pintor vienés Gustav Klimt. Al día siguiente todos los diarios hablaban no de la obra deslumbrante de Klimt, sino de la obra más cara de la historia. Se ha dicho que su nuevo dueño, el magnate de la cosmética, Ronald S. Lauren, estuvo dispuesto a pagar por ella cerca de 135 millones de dólares. Claro que es un escándalo, si se piensa que esa suma equivale, por decir algo, al producto interno bruto de la Guinea Ecuatorial. El mundo está de cabeza, lo sabemos, pero a mí la noticia me provocó en realidad una profunda nostalgia. El siglo XX produjo, como todos los siglos, unas cuantas obras maestras (en el sentido más estricto del término); este exquisito retrato que Klimt pintó en la cumbre de su “período dorado” es una de ellas. Las otras pocas (¿doce?, ¿veinte?) de otros tantos artistas no se moverán ya de los distintos museos que las atesoran. En ese sentido, ésta puede ser la última vez que hablemos de una obra maestra, y no sólo moderna. Ah, esos objetos bienhechores, como los llamó el filósofo Jean Galard, ¿adónde se han ido?
II.
Hace algunos años, un grupo de eminentes historiadores y filósofos del arte se reunió en el Museo del Louvre para discutir precisamente sobre la noción de obra maestra.
Curiosamente, de las siete ponencias,1 sólo una, la del historiador alemán Hans Belting, se ocupaba del asunto de la obra maestra como posibilidad, y no como mera categoría. Esto es: más allá de que fuera todavía posible seguir afinando el concepto de obra maestra (como espléndidamente hacían los otros seis), la pregunta para Belting no era ya la de las condiciones bajo las cuales ésta se cumple, sino si esas condiciones podían aún darse del todo. Como Roland Barthes en otro momento, Belting llegaba a la conclusión, esta vez para el arte, de que la obra maestra no era más que el recuerdo de una estética en desuso. Pero ¿acaso no fue siempre ésa su función?: recordarnos, cada vez que estamos en su presencia, que el destino supremo del arte, del que hablaba Hegel, es “algo pasado”. Después de todo, el concepto moderno de obra maestra se construyó al mismo tiempo que el de museo: guardián, por excelencia, de la memoria. Y todo por una feliz decisión revolucionaria: en lugar de destruir las obras de las iglesias y de los palacios, el nuevo régimen decidió otorgarles una suerte de autonomía museística: ya no servirían a ninguna idea que no fuera la del arte mismo. Las obras maestras serían, como anotaba Dominique Vivant Denon, el primer director del Louvre, los custodios silenciosos de su propio misterio.
Nos puede resultar difícil imaginar en la actualidad hasta qué punto la invención del museo transformó el discurso sobre la práctica artística. Pensemos, sin embargo, en un hecho muy simple: por primera vez el Arte (así, con A mayúscula) estuvo a la mano de todos. Al comenzar el siglo XIX, y bajo el signo del Louvre (inaugurado en 1793), Europa se adentra en la era de los museos nacionales (esto es: laicos y republicanos). Uno de los mejores ejemplos de esta primera camada es la Galería Nacional de Londres. Después de que el rey Jorge III se negara a abrir las colecciones reales al público, el Parlamento consideró apropiado ofrecer a la población un aesthetic refreshment “alternativo”. Así, en 1824, se funda esta célebre pinacoteca (cuya entrada es gratuita desde esa fecha) con una sola petición de la Cámara de los Comunes: los cuadros reunidos debían sobre todo gustar. Con este criterio, digamos, puntilloso, se creaban a la par una Historia del Arte y una idea de lo Bello (encarnadas, por supuesto, en las más prodigiosas obras maestras del arte europeo desde el siglo XIII).
Naturalmente, el concepto de museo despertaría desde sus inicios una fuerte antipatía (que ha llegado intacta hasta nuestros días): en sus Consideraciones sobre el destino de las obras de arte, de 1815, Quatremère de Quincy ya advertía que todo arte que entra en el museo se convierte, por definición, en un arte del pasado. Sin embargo, es evidente que no entenderíamos el arte –e incluso el antiarte– como lo hacemos hoy sin su enseñanza. Desde sus inicios, el museo demandó de sus visitantes una actitud particular: todo lo que se encuentra en su interior debe ser admirado. Los museos se convirtieron en los nuevos templos (y, por extensión, aprendimos también a ver los viejos templos como si fueran museos). Vivant Denon llegó incluso a sugerir que las obras debían venerarse, idolatrarse, pues, pero como imágenes de sí mismas. Pero la veneración, lo decía Artaud, puede ser “petrificante”. El museo confiere a las obras un “aura” particular; también las convierte en formas fijas. La vieja idea de obra maestra como límite (lo más lejos que alguien puede llegar hasta que otro descubra un nuevo atajo) dejó de operar. La nueva obra maestra era hija del museo.
Nadie, a partir de ese momento, podía aspirar siquiera a realizar, en una obra, la utopía de la manifestación absoluta del arte. Para Belting, “sólo una invención osada o una creación totalmente inesperada conseguirían satisfacer a un público insaciable, más sediento de ruptura que de demorada atención”. El resto de la historia nos es familiar: la obra maestra moderna sería, como profetizó Balzac, “desconocida” (no imposible, sino inimaginable, que es distinto). Las vanguardias del siglo XX deben en gran parte su vida al mito de la obra maestra, al que atacaron y desearon por igual. Y de ese odio-amor nacieron las que hoy, siguiendo a Belting, podríamos considerar como las últimas obras maestras de la historia del arte. En los años sesenta, el debate se extendió hasta hacer imposible ya no digamos reconocer (o producir) una obra maestra, sino saber, del todo, si se estaba, o no, en presencia de una obra de arte.
III.
No es una coincidencia que la lista de las obras más caras de la historia esté mayormente conformada por pinturas de fines del siglo XIX y la primera mitad del XX. Esto es así por una razón muy simple: es lo que hay. El arte antiguo dejó hace mucho tiempo de estar a la venta; mientras que siempre puede aparecer por ahí un Degas, un Modigliani, un Dalí. La vieja ley de la oferta y la demanda. Quiero creer, sin embargo, que hay algo más; que esa lista habla también de nuestras preferencias. Sabemos, por ejemplo, lo prolífico que fue Picasso, pero ¿una cuestión de cantidad puede explicar que fuera, antes de ser derrocado por Klimt, el rey de las subastas? A decir de un corredor de Sotheby’s (casa que subastó hace poco el cuadro de Picasso: Dora Maar con gato): “Hay una muy clara y fuerte demanda por la clase de pintura con una intensa carga emocional que representa la obra de Picasso –cosas que están hechas para nuestros tiempos.” ¿Esto significa que para nosotros, tan contemporáneos que somos, el arte es moderno? Mucho me temo que sí. Y no es por hablar mal del arte contemporáneo, pero es cierto que el arte moderno nos gusta: verlo, pues, nos da un goce inmediato. El arte actual, como buena “vanguardia”, todavía nos pide que lo encontremos a la mitad del camino; espera que hagamos parte del trabajo. El arte moderno es, en ese sentido, una conquista, un gusto adquirido, si se quiere; de cualquier modo, es un arte que ya no nos pide que hagamos la tarea: al contrario, ha pasado a formar parte del aesthetic refreshment que aún nos dan los museos. Sé lo mal que está visto ahora que una obra no haga más que deleitar. Y, sí, la Adele dorada de Klimt es puro deleite. Las señoritas de Aviñón también; y la Noche estrellada de Van Gogh. Las condiciones son ahora otras, pero ¿no debería ser la función de las obras, maestras o no, activar la relación estética y, por añadidura, como anotaba Galard, persuadirnos de que les resulta “absolutamente natural” hacernos este favor? ~
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.