Ahora que te has ido, amigo Ludwik, lo menos que puede decirse es que dejas huella, tanto en el teatro mexicano como en una multitud de individuos con él relacionados. Un caso individual es lo que aquí me ocupa: a saber, el mío, por prescindible que pudiera parecer. Pues no hace mucho mi testimonio fue excluido de la película en tu honor, presumiblemente porque a alguien le sonó a blasfemia aquello del Papa polaco del teatro mexicano, y ahora veo mi nombre casi ausente de la síntesis periodística de tu vida y milagros –salvo en relación con el de Las adoraciones, con lo que de algún modo todo está dicho, ya que nuestra colaboración culminó en esa obra, que era por donde había comenzado.
En el principio fue Hamlet, o más bien los Hamlets: el que alguna vez ensayaste larga e infructuosamente, el que tiempo después Pepe Caballero me propuso escribir con la historia de Carlos Ometochtzin, cacique indio quemado por la inquisición. Hijo de Nezahualpilli, ahijado de Cortés, se prestaba al rol de mestizo cultural perdido entre dos aguas: ser o no ser indio, he ahí el dilema. Puse manos a la obra, agarrando vuelo con el pregón de los cómicos que otrora prologara tu Hamlet, y se hicieron las primeras Adoraciones, que habrían de inspirarte Los vencidos, que armamos combinando escenas de la obra con documentos sobre la Conquista y la cultura indígena, a fin de que el espectador polaco se enterara del contexto. Hubo, desde luego, menos lugar para la crisis personal del protagonista, pasando éste a encarnar más decididamente la obstinada resistencia que la cultura conquistada opone a la colonizadora.
Doce años y otras tantas colaboraciones después –entre adaptaciones, traducciones y guiones cinematográficos–, las segundas Adoraciones retoman este planteamiento, al grado de que podría hablarse de una versión de Los vencidos para el público mexicano. Ometochtzin ya no duda si ser o no ser: sabe que es indio y quiere seguirlo siendo. Necesita actuar con cautela. Se emborracha, la pierde y termina en la hoguera, tras lo cual un cantar de la Visión de los vencidos nos traslada de su tragedia a la tragedia de su raza. No quedaba otro rastro del plano documental hasta que insististe en incluir un par de interrogatorios a los amigos y las mujeres del protagonista. Nunca acabé de convencerme de que tales inserciones fueran para bien del texto, pero la versión definitiva de la obra se publicó tal como la representaste, porque escénicamente tenía sentido.
En la antología de tu homenaje nacional (Ludwik Margules con todo y pipa) hablé de cómo nuestro método de colaboración se basaba en el cultivo de discrepancias. Pienso ahora que, para que algo así funcione, tiene que haber de entrada una concordancia en esencia, una misma fe –que en este caso vendría a ser la que se cifra en Las adoraciones: aun vencida y avasallada, el alma nacional sigue siendo lo que es, así en México como en Polonia. Allí concordamos, y poco importa que eso mismo nos llevara a detestar imperios diferentes, cuando aún había para escoger (discrepancia factible, por lo demás, de fructificar en el entendimiento de que todo imperio es detestable). Allí es donde más claramente advierto tu huella en mí: en el corazón de esa obra que hicimos entre los dos. ~