Desde que el pasado mes de noviembre, en casa de Lucía Etxebarría, conocí a un profesor universitario que me habló del arte clonado, me he estado preguntando por qué esa idea me produce escalofríos. Pues objetivamente, es impecable. Ilia Galán, el profesor en cuestión, nos lo explicó a unos cuantos, los que estábamos cerca, sentados más o menos en el suelo, entre periódicos atrasados y libros infantiles (Lucía tiene una hija de tres años), a la luz de unas velas: un ambiente relajado, acogedor, entre intelectual, multiétnico (había europeos, americanos, africanos y asiáticos) y manga por hombro, como un Bloomsbury en versión Lavapiés, para entendernos. El nombre Ilia, combinado con el aire de icono ruso del profesor (alto, pálido, barbudo) contribuía al aire exótico del conjunto, aunque lo cierto es que el tal Ilia, en la vida civil (no me pregunten por qué), se llama Javier. En fin, a lo que iba. Ilia-Javier nos estuvo contando con gran entusiasmo, a mi amiga Amparo (Serrano de Haro, profesora de arte y novelista) y a mí, que hoy es posible clonar arte. He dicho clonar, no simplemente reproducir. La diferencia es que una reproducción puede distinguirse de la copia, mientras que una clonación (hecha con técnicas informáticas) es indistinguible incluso para especialistas, absolutamente idéntica al original, incluyendo, claro está, los defectos y las huellas del tiempo. Y mientras, Ilia Galán iba desgranando las indiscutibles ventajas de ese nuevo sistema: los museos, en vez de gastar sumas exorbitantes en adquirir un original, comprarían por módicas sumas Monalisas a mansalva; ya no habría importado que se dinamitaran los Budas afganos; cualquier particular podría tener en su jardín una perfecta Venus de Milo, y los alaskenses (o como se llamen) no tendrían que pagarse un carísimo viaje para ver las pirámides en Egipto, pues habría pirámides egipcias en Alaska…, a mí me estaban dando sudores fríos. Que la razón era incapaz de explicar.
Hasta que, meses después, he tenido un problema con mi banco. Se trata de un banco telefónico, que suministra exactamente los mismos servicios, pero en mejor (sin horarios, sin comisiones, sin tener que desplazarse a ninguna sucursal) que los de toda la vida; y del que yo estaba encantada… hasta anteayer. Pues por culpa de una transferencia que estaba a punto de llegar y no llegaba, me encontré con que un cheque que había hecho, por una cantidad importante, era técnicamente hablando un cheque sin fondos, con las consecuencias penales que eso puede comportar, a menos que el banco me autorizara un descubierto durante unos días. Todo esto, por si fuera poco, ocurría estando yo en Estados Unidos, sin teléfono fijo y con seis horas de diferencia respecto a España… A esas señoritas y caballeros que atienden las llamadas con un tono cordial e inalterable, utilizando siempre las mismas fórmulas (“encantada de atenderla, señora Freixas”, “disculpe la espera, señora Freixas”), yo intentaba explicarles que era cuestión de vida o muerte, que podía quedarme sin un piso o perder lo que había pagado como arras, y que además estaba llamando desde una cabina y se me estaban acabando las monedas y estaba a punto de echarme a llorar, si no le importa, y como vuelva a ponerme la musiquita y a decirme “disculpe la espera, señora Freixas”, le voy a saltar a la yugular, prefiero que me mande a paseo, que se enfade, que me grite, y como me vuelva a decir “encantada de atenderla, señora Freixas”, le retuerzo el pescuezo…
Ya sé que parece que estas dos cosas: el arte clonado y los bancos telefónicos, no tienen nada que ver. Déjenme que añada una tercera, que tampoco tiene nada que ver, y ya verán que al final sí. La tercera es una discusión recurrente con una amiga mía, mujer de cincuenta y tantos años, divorciada, una intelectual muy conocida y respetada, y el tema por el que discutimos es la prostitución. Yo la considero algo (estaba buscando una palabra más fina, pero me voy a liar la manta a la cabeza y decir lo que me pide el cuerpo, ustedes me perdonarán) asqueroso, humillante para quien cobra y aún más para el que paga; ella considera, al contrario, que es “un servicio” que se retribuye, como el del callista, y sólo piensa que debería ser más igualitario, es decir, que hubiera burdeles para mujeres y no sólo para hombres (por cierto que a eso vamos: he leído hace poco que se ha inaugurado o se está preparando un burdel gigante para prostitutos y clientas en Las Vegas). Yo entonces vuelvo a la carga y le digo que además de ser degradante, es un malentendido: lo que nos atrae del sexo no es el sexo en sí, sino una relación humana (no forzosamente de amor, claro, pero sí entre personas, aunque dure una noche). A mí, le digo, el sexo a palo seco, sin seducción y sin deseo, comprando un cuerpo como quien se compra una moto, me parece sobre todo un autoengaño. A lo cual ella me contesta que aunque sólo te dé “un 30 %” de la satisfacción que te da acostarte con alguien a quien deseas y que te desea, ya es algo; y yo no le contesto, pero me quedo pensando que ese mismo lenguaje: hablar de tantos por ciento, ya es un síntoma de absurdidad, algo así como pretender calcular en tantos por ciento lo que te aporta Proust comparado con un best-seller de aeropuerto…
En fin, les iba a decir qué tienen en común estas tres cosas, pero mejor no se lo digo. Si no lo ven, es que me he expresado mal. O quizá es que lo que quiero decir, aunque lo siento con una intensidad visceral, poco menos que asesina (lo siento, Ilia; yo sé que razonablemente hablando, toda la razón la tienes tú), no es fácil de expresar con palabras. ~