Hace poco mas de dos años, David Cronenberg vino a México para presentar su película Spider. Invitado a inaugurar la función y la retrospectiva de su obra organizadas por la Cineteca, el director canadiense subió al escenario y dijo lo que tenía que decir: Gracias a los organizadores, gracias al público presente, gracias a los que seguían su carrera con tanto afán. Se dejaron oír los aplausos. Sonreía con satisfacción. Fue entonces cuando vino el gesto, al parecer, de genuina emoción. Cronenberg se llevó la mano al pecho y habló de la película que veríamos a continuación. “Spider es una película muy cercana a mi alma.” Luego se bajó del estrado. Caminó, tranquilo, hacia su asiento de espectador.
La noticia me produjo pasmo. Con que Cronenberg tenía un alma. Mejor dicho: con que Cronenberg hacía películas que, dijo, le venían de ahí. La idea pedía meditarse, y volver una semana después. Pero había que ver la película y acabar de desentender más. Spider, la historia de un hombre perdido en el laberinto de sus traumas de infancia, no recordaba en nada otras películas del director. Nada de cables que se conectan al cuerpo, prótesis de lencería, ni instrumentos ginecológicos aun peores que los de verdad. Nada de hombres y mujeres que se excitan con la hojalata, científicos que se convierten en moscas, ni diseñadores de videojuegos que habitan una realidad virtual. El Rey del Horror Venéreo, el Barón de la Sangre, David “El Depravado” Cronenberg volvía al cine, después de Crash, con una película sobre un hombre pandroso que confunde a su mamá y su madrastra, ambos recuerdos infantiles que irrumpen en su realidad. Hagánle como quieran, que yo no les voy a explicar. Eso era lo que nos había dicho Cronenberg con la mano en el corazón.
Podía entenderse por qué. Las teorías sobre el Proyecto Cronenberg son cosas que al artista Cronenberg le acabaron por fastidiar. Si el horror y la ciencia ficción fueron en su momento idóneas para desnudarle el alma, las metáforas se robaron la escena y se convirtieron en modelos cinematográficos que pedían, a su vez, explicación. Las fusiones entre tecnología y carne, el fin del organismo puro y lo humano como un concepto volátil son rémoras filosóficas que, si bien se desprendían de las imágenes deslumbrantes de su cine, adquirieron rentabilidad propia y fueron carne de cañón editorial. Cuando se le preguntaba sobre ellas, declinaba, muy amable, contestar.
Coherente con este hartazgo, sus dos películas más recientes parecen cerrar la puerta a ese tipo de interpretación: no más humanos mutantes, no más pesadillas científicas de representación literal. Spider, que se estrenaba entonces, y Una historia violenta, que se estrena ahora, son, a pesar de todo, extensiones del Proyecto Cronenberg por donde sea que se las quiera mirar.
Spider describía la memoria humana como el híbrido más logrado de biología y contexto: qué ente más intervenido que nuestra propia identidad. Aún así, el protagonista de esa historia estaba inmerso en la psicosis total. Era, como en sus otras películas, alguien que se sugería muy distinto al espectador. En Una historia violenta esas fronteras no sólo se borran, sino que hay una intención clara de hacer del personaje central un paradigma de normalidad. Marido ejemplar, padre de familia y dueño de un próspero diner en Oregón, Tom Stall (Viggo Mortensen) es un día visitado en su negocio por vándalos con una misión. A uno de ellos (Ed Harris) le falta un ojo, cosa de la que culpa a Tom, junto con otros actos de alto perfil criminal. Tom lo niega pero se defiende a tiros: siembra en su familia dudas sobre su disposición a matar. Los intrusos lo llaman “Joey” (de Filadelfia), y le hablan de un pasado que, dicen, no le va a ser tan sencillo borrar.
¿Es posible que un hombre se redefina a voluntad? Si un temperamento cambia, ¿se ha suprimido una esencia o, en cambio, se ha llegado a ser? Que Tom sea un asesino o no (algo que se aclara pronto) es secundario a que la duda se haya vuelto tan palpable como la verdad. Un eco del Proyecto Cronenberg: no hay ente más intervenido que nuestra propia identidad.
Si se tomara el grado de perversión como criterio cualitativo en la obra del director (entre más depravada, mejor), Una historia violenta puede ser la pieza más prescindible o, al contrario, la que hace que la parábola cristalice en la realidad. Piénsese en David Lynch y en cómo descentralizó el horror: nunca más un restorán de pueblo se sintió tan expuesto a lo peor.
Una escena de Una historia violenta invita a su decodificación. Tom ha confesado a su esposa el secreto de su identidad. Ella está horrorizada, y lo dice: al Jekyll de camisa a cuadros lo persiguen las víctimas de Mr. Hyde. Tom la taclea en la escalera y la fuerza a hacer el amor. Al principio ella se resiste; muy pronto se excita también. Cabe preguntarse por qué. Algo en su vida es distinto, ya no se diga en su relación marital. Hay sospechas de duplicidad y muerte, y rondan su impulso sexual. No hacen falta gemelos diabólicos ni choques de autos famosos para explicar lo que sucede ahí. Éste es su acceso al universo Cronenberg, señoras y señores con aspiraciones de normalidad. –
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.