Hay batallas, de María Rivera

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Hay batallas, segundo título de María Rivera (1971), es también el segundo Premio Nacional de Poesía Aguascalientes que se otorga consecutivamente a un poeta nacido en la década de los setenta. (El primero fue concedido el año pasado a Luis Vicente de Aguinaga, nacido el mismo año que Rivera.) Antes que ser el fruto de una afortunada coincidencia, este hecho señala una constante que habrá de perfilarse con marcado acento al cierre de esta década: el sólido y creciente establishment de varios poetas miembros de la nada incipiente (y mal llamada) “Generación del 2000” —entre ellos, Luigi Amara, Julián Herbert, Daniel Téllez o Luis Felipe Fabre.
     En este marco, el caso de Rivera no es menos elocuente o proverbial. Aun con el riesgo que implican dichas predicciones sobre un presente tan prometedor como falible, tan estable como nómada, debe decirse que los ya numerosos reconocimientos y la buena acogida crítica que posee su obra han sabido, antes que delinear, acompañar la breve pero intensa trayectoria de la autora. A sólo cinco años de la salida de Traslación de dominio, su primer conjunto de poemas, la poética de Rivera se antoja, pues, un asunto inevitable de las discusiones en torno a su generación literaria.
     Sin embargo, esta poética ha suscitado un curioso fenómeno, contradictorio y fascinante: en un ámbito domesticado como el de la poesía mexicana, tan dado a dirimir las semejanzas, parecería que Rivera tiene el perfil ideal de aquellos que lo presiden —al menos, el unánime y prestigioso ascenso de su carrera literaria y la solemnidad de su discurso podrían sugerirlo. Sin embargo, la vehemencia (o temperada beligerancia, antes bien) que permea la obra y el pensamiento de Rivera resultaría una feliz incomodidad, la agradecida nota discordante en las minutas de ese pleno aparentemente armónico y conciliador. “Ejercicio de la inteligencia emocionada —apuntaba Rivera hace algunos años—, el poema es síntesis de combates espirituales.” Hay batallas es la consolidación puntual de estos principios; no el armisticio, sino la indócil, conmovedora y lúcida resolución de muy diversas luchas intestinas. Épica del espíritu. Quiero decir: relatoría de ciertas hazañas indecibles del espíritu que el poema, su victoria pírrica, realiza gracias a su posibilidad de ser el cuerpo que las testimonia.
     De un libro a otro, Rivera no sólo ha ido ganando en tensión, concentración, desasimiento e inquietud —y por inquietud quiero decir la puesta en duda de sus plenos poderes, el giro tenue pero significativo a una retórica fundada—, sino en presencia. (Juarroz explicaba así la necesidad de este proceso: “… la realidad y la poesía, tal y como se dan al hombre, exigen un desprendimiento gradual, un progresivo despojamiento, una desnudez creciente […] hasta acercarnos al núcleo esencial de lo que hay o existe o es o nos parece que es.”) Si antes hablé del poema como el cuerpo que da forma, orden y voz a los amorfos, caóticos e inefables combates del espíritu, los poemas que componen Hay batallas, de Rivera, buscan ser, ante todo, la encarnación significante y significativa de diversas ausencias: Dios, el amor, la historia, el lenguaje —catálogo que, por sus encrucijadas e intersecciones, nos recuerda más a un poeta como Juan Gelman. Elaborado rito espiritual, jamás espiritista, el poema enuncia, evoca y convoca las desapariciones. Pasadas o inminentes, tales desapariciones comparecen en las páginas de este libro con el sentimiento —o el presentimiento— paradójico de una presencia adelgazada y pura, al filo de esa misma extinción que les diera sentido: “la pálida imagen de la rosa y no la rosa”, “una vasta irradiación de soles que declinan su fervor en la escritura”, “ánima del mundo, / piedra mía”. Sólo la palabra poética puede volver al eco lejano e inaudible de las cosas en su voz más cercana y comprensible, consumar aquello consumido. Sólo la palabra poética puede, ante la falta de un sentido, crearlo y desplegarlo —”(abrepuertas, abresentido, abrevadero)”, escribe Rivera. Acto crítico de materialización, la poesía de Rivera, al tiempo que permite presenciar el brillo de la ausencia, localiza su origen en una palabra que, como la estrella, aparece nítida y luminosa en el cielo de la página, aunque sepamos de antemano su increíble deceso. En el poema “Dermografía”, por ejemplo, Rivera reconoce:

No para durar. Ha sido hecha
     esta palabra.

No fuimos hechos. No para durar.
     Como la línea, la palabra
     —tómala de la mano—
     se irá muriendo.

He escrito en el cuerpo del mundo,
     en su piel sencilla, unas palabras
     simples.

Un lenguaje derramado,
     un tropel de piezas rotas,
     flor del instante,
     se desvanecen.

En su Juan de Mairena, Antonio Machado aconsejaba a los poetas: “… vosotros tendréis que habéroslas con presencias y ausencias, de ningún modo con copias, traducciones ni representaciones.” Las batallas libradas por Rivera son las presentaciones y figuraciones —”la presencia y la figura” de San Juan de la Cruz— de una lengua imposiblemente muerta del espíritu. –

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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