La santísima cuaternidad

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Dos especialistas en el mundo simbólico sostuvieron tesis incompatibles. Según Carl Gustav Jung (1875-1961), los símbolos cuaternarios (el cuadrado, la cruz) dominan el inconsciente colectivo. Según Georges Dumézil (1898-1986), los símbolos tripartitas dominan la ideología indoeuropea que subyace en la cultura occidental. Quizá no se leyeron, porque (aparentemente) nunca se confrontan.
     Sin embargo, Jung vio la contradicción de su tesis con la teología trinitaria. Según cuenta en Recuerdos, sueños, pensamientos, quedó intrigado desde que su padre (un pastor protestante) le enseñaba el catecismo y, al llegar al tema, le dijo: Esto de la Trinidad nos lo saltamos, porque ni yo lo entiendo.
     Muchos años después, en sus conferencias de Yale (Psicología y religión, 1937), declaró que había observado los símbolos cuaternarios en los sueños de sus pacientes desde 1914, y que le parecían representaciones de Dios, arquetipos de totalidad. Pero “No puedo dejar de llamar la atención sobre el hecho interesante de que la Trinidad es central para el simbolismo cristiano, aunque la cuaternidad es la fórmula del inconsciente.” La solución que da, y a la que vuelve en otros libros, es la siguiente: La Trinidad es una Cuaternidad incompleta, con un cuarto elemento sumergido. En la cruz cristiana, hay tres elementos superiores a la vista, pero el cuarto, que es el inferior, se hunde en la tierra. Es lo terrenal, corporal, femenino, maligno, sombrío, que está reprimido, mientras no se integre con lo celestial.
     Para Jung, la reconciliación de la conciencia con el inconsciente no sólo es necesaria para la integración personal, es un avance cultural. A diferencia de Dumézil, para el cual los símbolos son estructuras intemporales, Jung ve una evolución histórica de la cultura, como expresión del inconsciente colectivo. Esto explica algo extraño. Se entusiasmó cuando Pío XII definió como dogma la Asunción de la Virgen: “Cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial” (Denzinger, El magisterio de la Iglesia, 2333).
     El fundamento legislativo de que el papa (no un concilio) hiciera esta definición es el Concilio Vaticano I (1870). Establece que, en ciertas condiciones, basta el papa para hacer definiciones dogmáticas, con la seguridad de que son infalibles: “Con aprobación del sagrado concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado que el romano pontífice, cuando habla ex cáthedra […] goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres” (Denzinger, 1839).
     La “aprobación del sagrado concilio” no fue cómoda. Contra los que esperaban obtenerla por aclamación, hubo 137 obispos que firmaron una petición de excluir el tema de la agenda. En la votación preliminar, de 764 obispos (en el momento de asistencia máxima), sólo 451 dieron su placet incondicional. Los demás votaron en contra, se abstuvieron, no asistieron o aprobaron con reservas. En estas circunstancias, lo tradicional hubiera sido suspender la votación definitiva; pero se consumó, con cierto escándalo (y 533 votos a favor). Un siglo después, el Concilio Vaticano II no derogó la infalibilidad papal, pero subrayó la tradición de colegialidad de los obispos. Además, instituyó las conferencias episcopales como contrapeso al centralismo de la curia romana. Lo más notable de todo es que, en la práctica, desde 1870 hasta hoy, sólo un papa (y sólo una vez) ejerció su infalibilidad: Pío XII, el primero de noviembre de 1950, cuando estableció como dogma la Asunción.
     La Dormición, Tránsito o Asunción de la Virgen es una tradición documentada desde el siglo IV como creencia, desde el V como fiesta y desde el VI como doctrina, pero no era un dogma (The Oxford dictionary of the Christian Church). Se ha mantenido paralelamente en el cristianismo oriental. Fue suprimida en 1539 por la Iglesia anglicana. Aunque ahora hay movimientos protestantes de exaltación de la Virgen (“Hail, Mary”, Time, 21-III-05), la tradición de la Reforma ha sido desconfiar de la mariolatría. Por eso, los protestantes y católicos que trabajaban por un acercamiento ecuménico, resintieron la definición de 1950 como un golpe papista y mariano, que parecía mortal. Nadie esperaba entonces el ecumenismo del Concilio Vaticano II, y menos aún que el feminismo reactivara el marianismo protestante.
     Resulta sorprendente que el dogma fuera recibido con entusiasmo por un psicólogo no creyente, que se consideraba científico y descendía de una familia de pastores protestantes. Pero Jung lo vio como un progreso que confirmaba sus teorías. Ahí estaba la cuadratura de la Trinidad. Por fin, se integraba el cuarto elemento faltante. Casi de inmediato, publicó un libro (Respuesta a Job, 1952) donde se ocupa del lado oscuro de Dios (la permisión del mal) y de su lado femenino. La respuesta a Job es la Encarnación, y la Asunción es su consecuencia: la glorificación del cuerpo, la exaltación de la Sabiduría femenina ante el Logos masculino y la conciliación de los opuestos. Considera este nuevo dogma “como el acontecimiento religioso más importante después de la Reforma”.
     Vuelve sobre el tema en Mysterium coniunctionis (1955-1956) y otros libros, que gloso libremente:
     1. Hay arquetipos cuaternarios que aparecen como tríadas por la represión de un elemento. Es el caso de la Trinidad. Durante siglos ha existido la necesidad psicológica de una Santísima Cuaternidad. Hay anticipos simbólicos desde la Edad Media, en representaciones de la Asunción o la Coronación de la Virgen, estructuradas como un cuadrante (véase, por ejemplo, “La Coronación de la Virgen” de Velázquez):

Paloma del Espíritu Santo

Dios Padre Cristo

María
     2. La mariolatría de los católicos ha sido un movimiento popular, una expresión del inconsciente colectivo que siente la necesidad de integrar el drama divino de los opuestos, reconciliándolos; lo cual exige una doble paridad: una representación cuaternaria, no trinitaria. El dogma de 1950 responde a esta necesidad: hizo subir un cuerpo de mujer al seno mismo de la Santísima Trinidad.
     3. La reconciliación con la mujer anuncia la reconciliación del hombre consigo mismo, con su cuerpo y con su doble demoníaco, porque la represión del cuarto elemento fue la represión de la paridad, que es un arquetipo de conyugalidad (polaridad de la pareja) y desdoblamiento (polaridad del bien y el mal). El demonio es el doble, la propia sombra, el hermano enemigo, que permite odiar en el otro lo que uno desconoce de sí mismo. La plenitud exige la reconciliación con el mal.
     Medio siglo después, la interpretación de Jung parece confirmada por el ascenso o destape de muchas realidades antes soterradas: la mujer, el cuerpo, la intimidad; el culto de la Tierra, el naturismo, la espiritualidad New Age; el esoterismo, el satanismo, las drogas; las identidades y culturas menospreciadas; el vocabulario, la ropa y los gestos prohibidos; el lado oscuro del poder, la fama, el dinero y las instituciones; lo malo de las flores del bien y lo bueno de las flores del mal.
     ¿Ha sido un avance? Sí, sumamente equívoco. Todo lo que sirva para no satanizar, para madurar como personas y como sociedades, para ser más libres y conscientes, es un avance. Pero la confusión, la indiferencia, el relativismo, no son avances. La tensión creadora que reconcilia los opuestos (la pareja, los enemigos, las culturas diferentes) puede quedar en distensión fodonga, conformismo progre, globalismo estandarizador. Integrar lo diferente, no es aceptarlo como indiferente: como si todo diera igual. Reconciliarse con el mal puede favorecer la plenitud o la vacuidad. El destape de lo reprimido no necesariamente vuelve más consciente ni más libre. Las puertas de la percepción abiertas por las drogas pueden ser una esclavitud idiota. La inversión carnavalesca puede ser chabacana. Las misas negras que ofrendan un cuerpo de mujer como hostia son cursis, cuando no degeneran en asesinatos rituales. La banalidad del mal puede ser espantosa.
     Al criticar la “hipótesis represiva” de Freud que se volvió vulgata universitaria, Michel Foucault (Historia de la sexualidad. La voluntad de saber) se burla de la confusión entre el sexo como obsesión temática y el arte de vivirlo. El arte erótico es íntimo, personal; la tematización sexual es pública y despersonaliza: reduce las personas a objetos. Las ganas de hablar del sexo expresan una voluntad de saber y poder, no un placer corporal. Las confesiones, terapias, discusiones, estudios, reportajes, novelas, espectáculos, anuncios comerciales y tiendas que se refieren al sexo se han multiplicado; pero la obsesión de tematizar el sexo, no es el sexo. “Quizás un día, en otra economía de los cuerpos y los placeres, ya no se comprenderá cómo […] lograron someternos a esta austera monarquía del sexo [haciéndonos] creer que en ello reside nuestra liberación.”
     Como para darle la razón a Jung, ahora hay un movimiento popular que pide otro dogma mariano. A la exaltación de María como madre de Dios (431), perpetuamente virgen (649), concebida sin pecado (1854) y asunta en cuerpo y alma (1950), quieren añadir: corredentora, mediadora y abogada del género humano. Después de reunir seis millones de firmas en 148 países, pidieron a Juan Pablo ii que proclamara estas advocaciones como dogma ex cáthedra (“Seeking a promotion for the Virgin Mary”, The New York Times, 23-XII-00). El papa se negó. Pero siguen buscando adhesiones en www.voxpopuli.org. –

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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