Piglia, private eye

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Las narraciones de Ricardo Piglia suelen ser una forma de la crítica. No es casual, entonces, que sus reflexiones sobre la lectura se desprendan de un relato. El último lector (Anagrama, 2005) comienza con una fabulación que rinde tributo a Borges y la fuerza condensadora del aleph. En un barrio de Buenos Aires, el fotógrafo Russell reproduce la ciudad en miniatura. El modelo calca las calles y las casas en sus precisos pormenores. Esta versión encogida de lo real sobrecoge por parecer más auténtica que la inabarcable urbe que la rodea. La maqueta sólo puede ser vista por una persona a la vez; como el Gran Vidrio de Duchamp, está pensada para el ojo único; entrega una realidad acrecentada por el sentido individual; mínima e inagotable, ofrece una metáfora de la lectura: “Lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño”, escribe Piglia.
     Desde sus primeros relatos, Piglia encontró en la investigación (el desciframiento) un estímulo central para sus tramas. En “La loca y el relato del crimen” un asesinato se resuelve por un procedimiento lingüístico, analizando el discurso de la única testigo de cargo, una mujer que delira. Para Piglia, el detective representa una versión popular del intelectual, un lector de signos y huellas digitales que pasa a la acción. ¿Hay mejor forma de describir a un lector atento que la expresión inglesa private eye? Como ante la ciudad en miniatura inventada por Russell, el detective busca una gramática para su ojo único, una lectura privada.
     En Respiración artificial, novela donde la Historia es concebida como un problema, un hecho cuya legalidad se discute desde la ficción, los disímbolos personajes tienen un sello común: todos investigan algo. De manera significativa, Piglia ha dicho que en Borges la erudición opera como una sintaxis. Las atribuciones apócrifas y las citas exactas operan como encrucijadas de la acción; permiten que el relato sea leído de otro modo.
     En sus célebres “Tesis sobre el cuento”, Piglia sostiene que todo relato cuenta dos historias, una evidente y otra más insinuada que dicha; de este segundo estrato depende el significado profundo de la primera historia. La trama de fondo potencia (“interpreta”) otra trama.
     El último lector es la anhelada reflexión de un autor que ha hecho de la lectura su principal estrategia. Piglia regresa al heteróclito repertorio con el que trabaja desde hace años: Kafka, Philip K. Dick, Joyce, Macedonio Fernández, Gramsci, Chandler, Cervantes, Brecht, Hemingway, Borges. Falta Gombrowicz, a quien dedicará un libro aparte. La pregunta no es cómo escriben estos autores sino cómo leen; o mejor: cómo se entiende lo que escriben a partir del modo en que leen. En el sistema de Piglia, lectores procedentes de tradiciones dispares encuentran vínculos fuertes e imprevistos. “Only connect”, la divisa de Forster, se aplica a la mirada que le permite trabajar a Tolstoi y Joyce en elocuente contigüidad. El lector más sorpresivo en la serie es el Che, anti-Crusoe que no lee para espantar la soledad sino para procurarla y conservar la cordura en el delirio colectivo de la guerra.
     El título del libro se refiere al anacronismo esencial del Quijote: el caballero andante llega tarde, es inactual, está en el límite donde lo leído ya no existe y sólo puede ser futuro. Este lector extremo coexiste con otras formas de entrar en los libros: la lectura como búsqueda de sentido (“hay algo que falta en la vida de la persona que lee”, escribe Sartre), conversión posible (“sólo después de leer la Biblia, Robinson podrá sobrevivir y salvarse”) o la lúcida paranoia (Kafka corrige imaginando sus textos ante “los ojos del enemigo”).
     Piglia también explora la asentada costumbre de asociar los actos de leer y transcribir con lo femenino (la máquina de escribir fue promovida por su inventor, Christopher Latham, como una ayuda “para las mujeres que siempre han trabajado tan duro”). Para Kafka, Dostoyevski, Nabokov, Tolstoi y otros eminentes varones, la mujer perfecta es una copista. Una curiosa economía sexual atraviesa esta conducta: “La escritura como poder y disposición del cuerpo de otro. Otra forma de bovarismo: la mujer debe hacer lo que lee”.
     Los escritores que interesan a Piglia no conciben la escritura como acto posterior al conocimiento sino como forma de conocimiento. El que escribe investiga: lee. A propósito de Kafka, comenta: “No se escribe para recordar, sino para hacer ver”. Esta aparición de lo visible juega su suerte definitiva en la lectura y su caso límite es, por supuesto, Finnegans Wake, que demanda un lector absoluto, capaz de entender la lengua privada de Joyce mejor que él, restituyendo las conexiones que el autor ha borrado. También el Ulysses se funda en una disparidad entre la lectura que Joyce hace de Homero y la que pide al lector: “la Odisea es una referencia importante para quien escribe el libro, pero no para el que lo lee”. Según el caso, Joyce reclama un lector que lea de más o de menos.
     Al inicio de sus cursos de literatura, Nabokov precisaba que el mayor personaje literario al que puede aspirar un autor es un nuevo tipo de lector. Borges, Kafka o Joyce inventan otra forma de lectura. A esa estirpe reveladora pertenece el “ojo privado” de Ricardo Piglia. –

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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