Fotografías: Hans-Maximo Musielik

La batalla de Monterrey

El atentado al Casino Royale ha sido el crimen más perturbador en la historia de la ciudad y un hito de la violencia en México que, parece, no deja de escalar. Con un mosaico de impresiones  e historias, Cayuela Gally hace un vivo retrato de la ardua situación que padecen los regiomontanos, algunos de ellos corresponsables de ese infierno.
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Entre el aeropuerto Mariano Escobedo, en el municipio industrial de Apodaca, y mi hotel en San Pedro Garza García, pasadas las once de la noche y tras cruzar entera la ciudad de Monterrey, no veo ni un solo policía o soldado, pese a cumplirse una semana del mayor atentado contra la población civil en México: el incendio del Casino Royale, provocado por sicarios que actuaron con impunidad a plena luz del día, donde murieron 52 personas. Y esa será una de las constantes más insólitas de esta visita. Ni en la entrevista con el secretario de gobierno, Javier Treviño, ni con la amenazada alcaldesa de Guadalupe, Ivonne Álvarez, ni en el recorrido que hice por el Barrio Antiguo, ni siquiera para entrar al Tec a una ceremonia presidida por dos de los empresarios más importantes de México, nunca nadie me pidió una identificación, me revisó la mochila ni confirmó si tenía cita previa o invitación.

La explicación a esta falta de controles me la da Jorge Tello Peón, coordinador sin sueldo del gabinete de seguridad del gobierno de Nuevo León. Creador del Cisen, antiguo colaborador de Fernando Gutiérrez Barrios y quizá uno de los mayores conocedores de los entretelones de los cuerpos de seguridad en México, Tello es enfático durante un desayuno en un restaurante sobriamente llamado Wall Street: “Nuevo León enfrenta un alarmante déficit de policías.” Las sistemáticas limpias de elementos corruptos, cuando no a sueldo del crimen organizado, han dejado los cuerpos del estado, y de la mayoría de los municipios, en números testimoniales. Bernardo González-Aréchiga, director de la Escuela de Graduados en Administración Pública del Tec y experto en temas de seguridad, corrobora las cifras: “Nuevo León tiene operativos menos de ocho mil policías y debería contar, dada su población y en estándares de la ONU [al menos 2.8 policías por cada mil habitantes], con veinte mil, y en estándares de la medición Goode [que mide el número de bajas de la policía para calcular el número requerido], con cuarenta mil.” Existe un programa estatal para construir una nueva policía, pero no es fácil reclutar. Nadie quiere un trabajo en que te juegas la vida si no te corrompes. Y eso que las condiciones han mejorado radicalmente: el gobierno ofrece catorce mil pesos mensuales de sueldo y buenas prestaciones. La convocatoria ha tenido que hacerse fuera del estado y ofrecer casa para los no residentes. Ni así. Además, el proceso de incorporación es inevitablemente lento. Nada es más peligroso que reclutar gente desesperada y darle un arma sin un adecuado adoctrinamiento. Lo sabe el Ejército mexicano, que enfrenta la deserción de no pocos mandos de sus batallones especiales convertidos en los líderes del cártel de Los Zetas. “En febrero –me dice Tello por poner un ejemplo– dimos de alta a treinta policías, y necesitamos quinientos al mes.”

 

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Pero entonces, ¿por qué la ciudad era segura antes? De hecho, todo el país era seguro, salvo los barrios rojos de las ciudades de frontera y la capital. Recuerdo que cuando se fundó esta revista me tocó vivir un mes en Monterrey. Allí sigue el despacho de diseño que creó la maqueta original. Estuve hospedado en el porfiriano hotel Ancira del Barrio Antiguo, y nada me daba más placer, tras maratónicas jornadas de trabajo, como capitalino, que la sensación de libertad de poder caminar por sus calles sin miedo a cualquier hora de la noche. Hoy se cuentan por miles los regios que han emigrado a Texas o a la ciudad de México. La explicación que da Tello es que durante décadas hubo una complicidad total entre el crimen y la policía, “con la salvedad de que los delincuentes sabían quién mandaba y hasta dónde podían hacer”. Era un mundo sórdido y corrupto. De grandes fortunas construidas al amparo del poder. La “pax priista”. Pero la línea roja estaba claramente marcada. Hoy las reglas han cambiado para todos.

 

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Desde el atentado al casino, los medios de Monterrey trabajan a destajo y no dejan un día sin alguna revelación escabrosa. El Norte y Milenio,en la prensa diaria, y Reporte Índigo, en su revista digital, han informado puntualmente de la profundidad del abismo: los permisos chuecos de Gobernación, los amparos bordeando lo ilegal de ciertos jueces, la complicidad de las autoridades municipales, el papel de ciertos exfuncionarios reconvertidos en dueños de casinos, el cobro de comisiones millonarias, los donativos a campañas electorales de todos los partidos, el apoyo de al menos un policía estatal a los sicarios que cometieron el atentado, la facilidad con que algunos de los asesinos habían anteriormente evadido la acción de la justicia por la corrupción de ministerios públicos. Un expolicía, que tras pasar por la lucha libre, se vuelve sicario. Un “jefe de plaza” apodado “el Quemado”. Un “lugarteniente” llamado “Comandante Mataperros”. El negocio del juego está mal regulado, con licencias tan costosas y difíciles que son en sí mismas la puerta de entrada de la corrupción. Y la cereza del pastel: la facilidad para lavar dinero en un ámbito en que, al no ser posible prever las pérdidas de los clientes, es sencillo fingirlas.

Reporte Índigo se encuentra en el barrio del Obispado, en una casona que bulle de actividad. Su director, Ramón Alberto Garza, exdirector de Reforma y El Norte, me recibe un jueves de cierre. Pese a que aparece cada viernes como una revista semanal por internet, Reporte Índigo lleva tres días seguidos publicando adelantos, y las exclusivas y revelaciones lo tienen sin aliento. Se respira la adrenalina de las viejas redacciones. Pide una Coca-Cola de dieta a su secretaria e intenta concentrarse en la conversación. Imposible. Debe volar a México al día siguiente en la madrugada. No tiene aún planchada la camisa de la boda a la que tiene que acudir por la noche y su chofer no contesta el celular. Eso sí, la conclusión es tajante: “El Casino Royale es la punta del iceberg.” Y todos, por una razón u otra, están atrapados en su telaraña. Bajo a la redacción para ver a Hugo Gutiérrez, su brazo derecho. La cajas de comida chatarra delatan la cantidad de horas que lleva en la oficina. Me dice que están por publicar información que demuestra que el dueño del Casino Royale había creado un grupo armado para defender sus instalaciones del crimen y que por eso lo atacaron de día, ya que sus guardias solo trabajaban de noche. La ley del Oeste. Con una mano me anota el teléfono que le pedí, con la otra me muestra una gráfica en la pantalla y con los ojos me pide clemencia: tiene que cerrar y el reloj avanza indiferente.

Salgo a la ciudad y sin darme cuenta, tras bajar el cerro donde se asienta el barrio, estoy delante del Casino Caliente de la avenida Gonzalitos. La normalidad es total. Abierto y lleno. Las pantallas con carreras de caballos y partidos de beisbol se repiten como en una pesadilla de Escher. ¿Tiene su licencia en orden? ¿Aprobó Protección Civil sus salidas de emergencia? ¿No ha sido amenazado? ¿Nadie le tose a Hank Rhon?

 

La casa que empezó por el techo

Mauricio Fernández Garza, el polémico alcalde de San Pedro Garza García, me concede una entrevista en su residencia, la famosa Milarca. La casa, que el arquitecto japonés Tadao Ando calificó como el espacio privado más hermoso del mundo, empezó por el tejado. Con veinticinco años, vio en la prensa de Estados Unidos que se vendía un techo histórico. Sin más información decidió comprarlo. Se convirtió en el orgulloso propietario de sesenta toneladas de madera. El techo, de casi cuarenta metros de largo por trece de ancho, lo había adquirido el magnate William Randolph Hearst para su castillo privado de San Diego, pero la gran depresión lo obligó a venderlo sin haberlo instalado. Pertenecía a la nave de la iglesia de la Universidad del Rosario de Almagro, en La Mancha, y es un ejemplo perfecto de arte mudéjar. Para transportarlo de Carolina del Norte, donde lo tenían arrumbado sus dueños, a una bodega de Monterrey, tuvo que rentar doce tráileres e introducirlo despiezado después de trámites kafkianos en la aduana de México. El techo es un elemento más de una casa que tiene otros dos techos históricos, la mayor colección de fósiles del mundo o la espada de Hernán Cortés. Desde la terraza, con una alberca que remata un arco gótico original, es fácil entender, que no compartir, su visión del mundo. Con un ingreso per cápita de cuarenta mil dólares anuales, cifras superiores a las de Canadá, y con más egresados en finanzas y mercadotecnia de universidades norteamericanas que ninguna otra localidad del mundo, San Pedro Garza García, en las boscosas estribaciones de la Sierra Madre, puede darse el lujo de empezar por el techo, como la casa de su alcalde. Esto es, despedir a todos sus policías y contratar cuantos necesite, superando cómodamente el índice recomendado por la ONU. Montar un servicio de  inteligencia municipal. Llevar un escandaloso registro  de los trabajadores domésticos. Incluso el alcalde propone una rebaja en la edad penal hasta los doce años. Por no hablar de los rumores que corren sobre “un grupo de rudos” al servicio del alcalde. Con índices de aprobación de más del ochenta por ciento, según diversas encuestas, Fernández Garza puede presumir de cero secuestros en lo que va del año y solo dos asesinatos, frente a los cuarenta semanales  del resto del área metropolitana de Monterrey. Obviamente, el “método” del alcalde-sheriff no es extrapolable.

Parte del éxito lo debe a una recaudación histórica en su primer año de mandato. Descubrió que muchos de los hombres más ricos de la entidad, algunos vecinos suyos finca con finca, llevaban años si pagar el predial, impuesto que cobran los municipios y que es básico para cuadrar sus cuentas: “Cosas de sus abogados para justificar la chamba”, me dice para exculparlos. Y los amenazó con publicar sus retrasos en el suplemento de vida social Sierra Madre, que edita El Norte para los suscriptores de ese municipio. Santo remedio: una cosa es defraudar al fisco, una abstracción molesta, y otra muy distinta ser la comidilla del Club Campestre.

 

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El triunfo del dinero fácil

Justamente una de las quejas que escuché durante la cena en casa de un prominente empresario fue lo profundamente que han cambiado los valores de la sociedad regia y cómo el dinero fácil y la ostentación son ahora las divisas, de las que el Sierra Madre es solo un síntoma. De una persona como Eugenio Garza Sada, cuya figura sigue gravitando en la vida regiomontana, que se sabía el nombre de todos los operarios de su cervecería, a una cultura del nuevo rico que gusta de presumir los quince años de su hija con artistas de la farándula, bodas en enclaves exóticos (avión privado incluido para los invitados) o bautizos con mil asistentes (cardenal incluido). La vida como una excusa para una permanente pool party. “Y esa cultura del dinero fácil enmascara a no pocos delincuentes que dignifican su dinero en las páginas de sociedad”, remata enérgica la anfitriona, cuya máxima es que sus hijos no crezcan como juniors, ajenos a su ciudad y sus problemas. El narco entró en sus escuelas, deportivos, restaurantes. ¿Habrá entrado también en sus negocios?

Lo mismo piensa el arquitecto Ricardo Padilla, cuyo esfuerzo fundamental está en su asociación civil Reforestación Extrema y cuyos intereses pasan por la mejora del trazo urbano, el espacio público y el transporte masivo, tres de las carencias del modelo de desarrollo en Monterrey. Problemas que la Encuesta de Cultura Ciudadana, que se ha aplicado en otras grandes ciudades de Latinoamérica, pone de manifiesto. Por ejemplo, Monterrey es la ciudad en la región que tiene el mayor uso de automóvil privado, con más de un tercio de los desplazamientos en ese medio. Y, como me confirma González-Aréchiga, “empieza a ser habitual que la gente desperdicie en su automóvil más de dos horas al día transportándose a su trabajo”.

Pero quizá lo que más llama la atención de la encuesta es que, si bien casi dos tercios de los regiomontanos se sienten orgullosos de su ciudad, más de la mitad estarían dispuestos a infringir la ley si esa es la única manera de ayudar a su familia. Es decir, la responsabilidad ciudadana acaba cuando empiezan las necesidades de los parientes, lo que puede ser la puerta de entrada para justificar lo injustificable. La desafección hacia la autoridad es alarmante y obviamente los responsables no son los ciudadanos: una cuarta parte de la población piensa que su ciudad es insegura porque los organismos de seguridad no son confiables y a cuatro de cada diez no les gustaría tener de vecino a un policía. Además, uno de cada cuatro regios está de acuerdo o completamente de acuerdo con portar un arma para defenderse.

 

El peso de la historia

Para hablar de la permanencia de esta moral tradicional en la ciudad más moderna de México y entender sus claves históricas, me reúno con el historiador César Morado, director del archivo histórico de Nuevo León y coautor de una de las pocas monografías sobre la historia de Monterrey. Para Morado, la lógica de Monterrey es la lógica de la frontera. No en su fundación ni en su transcurrir colonial, cuando era un enclave inestable y poco importante, subsidiario de Saltillo, sino a partir de la derrota mexicana en la guerra con Estados Unidos de 1846, y la pérdida de la  mitad del territorio, lo que volvió a una villa perdida en  la inmensidad del Norte un punto estratégico en la frontera con Texas. A esta singularidad repentina contribuyó decididamente la Guerra Civil americana, cuando las escuadras de Ulysses Grant cerraron los puertos fluviales de los secesionistas y estos buscaron dar salida a su algodón a través de México. Y desde luego en el Porfiriato, cuando la ciudad crecía al diez por ciento anual y desarrolló toda una cultura industrial, basada en la cerveza, el cemento y el acero. Clave de esto fue la inteligente política de excepciones fiscales del gobernador Bernardo Reyes.

La Revolución descarriló este proceso, y las grandes industrias se adaptaron a regañadientes a la nueva realidad, incómodas sobre todo con el apoyo a las cooperativas de obreros del régimen de Cárdenas y su idea de una educación socialista. No en vano fue uno de los centros urbanos que más decididamente apoyaron la candidatura de Almazán y la creación de Acción Nacional. Con Ávila Camacho, pero sobre todo con Miguel Alemán, se inició un periodo de estabilidad que duró hasta Echeverría. De 1942 es el famoso discurso de Alfonso Reyes “Los regiomontanos”, a los que califica de “héroes en manga de camisa” y “paladines en blusa de obrero”. Si exceptuamos la agria disputa contra la imposición, en 1962, por el gobierno de López Mateos, del libro de texto único, que movilizó en las calles de la ciudad a trescientos mil regios, se trató de un matrimonio de conveniencia entre el centro y la Sultana del Norte: la industria, favorecida por el control de las importaciones y la energía subsidiada, se ramificó y creció a ritmos de la actual China. Monterrey pasó a representar por sí solo el diez por ciento del producto interno bruto del país y ahí nacieron las grandes organizaciones empresariales de todo el país, empezando por la Coparmex. El populismo de Echeverría, el desorden en las finanzas públicas y las devaluaciones arruinaron ese de por sí tenso acuerdo. El intento de secuestro y asesinato, en 1973, por parte de la Liga Comunista 23 de Septiembre, de Eugenio Garza Sada, dueño de la Cervecería Cuauhtémoc y fundador del Tec de Monterrey, entre otros emblemas de la ciudad, desató una sorda indignación y profundizó un desapego del centro que aún continúa. López Portillo intentó reconciliarse con la industria de Monterrey a través de la Alianza para la Producción, pero el caos económico de su gobierno y la nacionalización de la banca en 1982, que en buena medida estaban en manos de financieros e industriales de Monterrey, llevaron las cosas al borde del rompimiento. Con Salinas, hijo predilecto de Agualeguas, Nuevo León, pasó de la euforia a la decepción: de recuperar la banca a tener que saldarla en el extranjero tras el mal llamado “error de diciembre”.

Esta difícil relación con el poder central explica el auge del PAN en el estado y el decidido apoyo de los empresarios de Monterrey a Vicente Fox en su empeño por “sacar al PRI de Los Pinos”, mientras sus verdaderos esfuerzos se concentraban en lograr competir en un mercado abierto. Es ahora, azorados por la ola de violencia criminal, cuando vuelven los ojos a su edén subvertido por la metralla e intentan rescatarlo. Y por ello impulsan diversos organismos ciudadanos, como el CCINLAC (Consejo Cívico de Instituciones de Nuevo León, A. C.) que encabeza Miguel Treviño y que no solo hace propuestas concretas de buen gobierno sino que mide la eficacia de las autoridades con base en parámetros objetivos.

Esta historia generó una mentalidad emprendedora  en el grueso de la población y una moral del esfuerzo  más próxima a la cultura de Texas que al centro de México, explicable también por la ausencia de grandes culturas indígenas y de un importante legado colonial, cargas de profundidad y atavismos sin los que es imposible entender la mentalidad del centro y sur del país. Un abismo separa esta lógica con la visión que de la riqueza se tiene en el centro, donde se ve como una gracia, o concesión, que otorga el poder político. Un verbo la define: “jalar”, sinónimo de trabajar. Por eso, cuando una protesta cierra una calle, no pocos automovilistas insultan a los manifestantes con una frase: “Ya pónganse a jalar.” Es decir, la salida está en el trabajo individual y no en la protesta colectiva. Por eso, llevar a dos mil personas  a la Macroplaza para protestar contra los políticos, como sucedió el primer domingo de septiembre, en palabras de una de sus organizadoras, Tatiana Clouthier, “es un gran triunfo”.

El problema para César Morado es que esta imagen de Monterrey como un enclave emprendedor es una construcción con una parte de verdad y otra hecha de mitos, que simplifica una realidad más compleja. Como me dijo González-Aréchiga, Monterrey se diversificó, los servicios son ahora el motor de su economía y el peso relativo de las grandes empresas ha disminuido; además, no hay que menospreciar el peso que la población inmigrante tiene en tejido social.

 

La ola criminal

Nadie de las decenas de personas con las que conversé durante mi estancia en la ciudad de Monterrey desmiente la información oficial: la espiral de violencia es producto de la ruptura entre el cártel del Golfo y Los Zetas a principios del 2010. Pero para entender el alcance de este rompimiento es necesario ir atrás. Monterrey es históricamente un enclave estratégico para dominar la frontera de Texas, pero a diferencia de Nuevo Laredo, Matamoros o Reynosa, cuyo único valor es el de garita de paso, Monterrey es un centro financiero de tal magnitud que es posible lavar grandes cantidades de dinero sin levantar sospechas; además, tiene universidades y barrios residenciales en donde las familias de los narcos pueden pasar inadvertidas y un nivel de riqueza que, por una parte, genera un público no despreciable para el consumo de cocaína y, por la otra, es un botín económico en sí mismo para la extorsión, el secuestro o el robo de casas y coches. Sumando diversas fuentes, se puede inferir que el cártel del Pacífico les encargó a los Beltrán Leyva el control de la plaza y que el cártel del Golfo hizo lo mismo con su brazo armado, Los Zetas. Una vez en Monterrey, estos grupos se vieron seducidos por el poder y la riqueza de la Sultana del Norte y rompieron con sus respectivos jefes. Los Beltrán Leyva fueron desarticulados por sucesivos golpes de la policía federal y ahora sus fuerzas se concentran aparentemente en otras partes del país, pero la guerra entre “Golfos” y Zetas por Monterrey es despiadada: de un estado que tenía un promedio de doscientos asesinados al año, pasó a ser uno donde se asesina a más de dos mil. Y donde los delitos del fuero común han crecido exponencialmente.

 

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Lo grave no es solo la lucha entre dos grupos rivales, sino que ambos actúan bajo el amparo de policías municipales y con el respaldo de jueces y ministerios públicos también a sueldo. Además, pasar grandes cantidades de cocaína a los Estados Unidos requiere de una infraestructura y de un “músculo económico” que no es fácil de mantener cuando se está en mitad de una guerra fratricida, de ahí la necesidad de hacerse con recursos fáciles y rápidos y pasar al asalto directo de la ciudadanía. Cada esquina en que se vende droga es una trinchera de esta guerra y todos los locales comerciales, sobre todo en giros de la noche y el juego, un botón potencial para la extorsión y el cobro “de piso”. Como me explicó Fernando Elizondo, excandidato del PAN al gobierno del estado: “estos grupos arman a antiguos pandilleros de poca monta de los barrios marginales con armas largas y un salario fijo, y así, de un problema de marginalidad y exclusión social, se pasó a escenarios que no es gratuito calificar de bélicos”. Toma de calles, “ejecución” de rehenes, guerra psicológica, colgados, “encajuelados”, “encobijados”: una gramática del terror que estremece. Además, no se trata, de acuerdo con Tello, de grupos que otorguen una credencial, lo cual hace que otros delincuentes comunes actúen por imitación y que las traiciones y asesinatos dentro de cada facción sean constantes. La ley de la selva.

Una de las cosas que más me impresionó de la conversación con Jorge Tello fue la historia de unos policías de Cerralvo que al ser detenidos por la policía confesaron que lo único que le pedían a Dios es que la Marina o el Ejército los mataran “en combate”, para al menos morir dignamente y escapar del horror que les obligaban a hacer sus nuevos “jefes”: asesinar al azar al primer peatón que cruza la calle para demostrar lealtad o despellejar vivo a uno de cada diez compañeros para abortar cualquier atisbo de delación. Lo mismo me dijo el coronel Enrique Alberto San Miguel Sánchez, secretario de Seguridad Pública del municipio de Guadalupe: “No se imagina usted lo crueles que pueden llegar a ser cuando tienen a un hombre desarmado en sus manos. Ahora, si uno los enfrenta, aunque sea con una simple pistola, entonces son unos cobardes.”

 

El coronel y la locutora

La historia de la alcaldesa de Guadalupe es esclarecedora. Cuando llegó a la presidencia municipal Ivonne Liliana Álvarez García, nadie daba un céntimo por su gestión. Exdiputada local del PRI y extitular de Desarrollo Social del municipio, su trayectoria profesional venía de la televisión privada, como conductora de programas  de entretenimiento, lo que en México quiere decir vacuidad y frivolidad en estado puro (circula incluso un video en la red donde se la ve instruir a la audiencia en el arte de comer un plátano). Sin embargo, cuando llegó a su despacho descubrió que tenía dos opciones: “mirar para el otro lado” o “entrarle de lleno al tema de la seguridad”. La mayoría de los alcaldes, comprensiblemente, me había dicho Tello, optan por la primera: “solo van a estar tres años en el cargo y nadie quiere perder inútilmente su vida”. Ella, no. Tras cinco meses se dio cuenta de que  su secretario de Seguridad, un policía civil de toda la vida en la corporación, era un corrupto. Lo despidió (ella usa un eufemismo: “ya no compartíamos los esfuerzos”) y buscó, a través de la Secretaría de la Defensa Nacional, a un titular para ese cargo clave. Pese al discurso oficial de la guerra contra el narco como prioridad, y pese a tratarse de uno de los municipios más calientes del país, la Defensa tardó casi nueve meses en darle una respuesta, y lo hizo por la presión que la alcaldesa ejerció a través de la Cuarta Región Militar del país, con sede en Nuevo León.

Fue entonces cuando apareció en el municipio el coronel retirado Enrique Alberto San Miguel Sánchez, un hombre robusto de suaves modales y voz dulce que dice, sin apenas mediar pregunta, que “odia a las personas corruptas”, “cáncer de México”. Su objetivo, “crear un verdadero espíritu de cuerpo en su corporación” y que lo vean como un “líder no por el escritorio sino por ser uno más de sus propios hombres en el trabajo de calle”. Nunca antes había tenido la extraña sensación de hablar con alguien que podría estar asesinado para cuando los lectores de la revista lean estas líneas. Le han arrojado cuerpos de colaboradores descuartizados a las puertas de su oficina y ha enfrentado toda suerte de atentados con granadas y armas largas. La alcaldesa y el coronel dieron de baja, en números redondos, a cerca de seiscientos cincuenta  de los ochocientos policías con que contaba el municipio, y han logrado “fincarles responsabilidades penales”, eufemismo de meter a la cárcel, a setenta de ellos. En turnos de veinticuatro por veinticuatro horas, ciento cincuenta policías honestos, que pasaron todos los controles de confianza, apoyados por un cuerpo reducido de exmilitares en labores de policía que logró reclutar el coronel, han logrado bajar los índices delictivos de un municipio de setecientos mil habitantes, en el cinturón urbano de la ciudad de Monterrey.

El ejemplo de Guadalupe toca consideraciones cruciales: ¿mando único para crear 32 policías estatales, una inevitable pirámide burocrática, o una policía confiable en cada municipio? ¿Para cuándo se instaurará la reelección de los alcaldes, que permita a los ciudadanos apoyar proyectos de transformación con su voto? ¿Qué garantiza a los pequeños comerciantes y obreros de Guadalupe que el próximo alcalde vaya a resistir la extorsión? ¿Si mañana leemos en la prensa que fue asesinado el Director de Seguridad de Guadalupe, Nuevo León, nos extrañaría? Si sobrevive, ¿qué va a pasar con el trabajo del coronel San Miguel?

 

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Visita a un pueblo fantasma

Recorro el Barrio Antiguo un sábado por la noche, acompañado de Ximena Peredo, líder social de diversas agrupaciones que reclama un análisis profundo de las verdaderas causas de la situación de su estado desde su columna en la prensa local; David Pulido, uno de los promotores de la organización civil Pueblo Bicicletero, y Claudio Tapia Salinas, exfuncionario público, quien dejó el Distrito Federal por Monterrey, adonde llegó como delegado de la Secretaría de Hacienda y renunció a sus cargos públicos para significarse como luchador social del estado, entre sus causas más importantes está la protección de la reserva forestal de La Pastora, en el cerro de La Silla, donde la Semarnat y el municipio de Guadalupe han otorgado ya los permisos y licencias a FEMSA para construir un nuevo estadio para los Rayados del Monterrey.

La distancia entre defensores y detractores del proyecto es insalvable. Vidal Garza Cantú, director de la Fundación FEMSA, habla de los alcances de un proyecto que va a regenerar una zona deprimida de la ciudad, ayudar al propio bosque de La Pastora con un andador ecológico y un rescate integral del zoológico; me asegura que no se va a talar ningún árbol –“si acaso trasladar algunos cientos”– y que la recuperación económica del proyecto es a largo plazo, más de cincuenta años, por lo que descarta el afán mercantil como motivación. La alcaldesa de Guadalupe me aclara que ella simplemente esperó a que la Semarnat diera su visto bueno al impacto ambiental del proyecto antes de conceder la licencia de uso de suelo. Y Tapia, Peredo y Pulido insisten, con vehemencia, en que se trata de un proyecto ecocida, cuya melodía es el poder del dinero.

Durante nuestro recorrido nocturno son como tres guías de turismo arqueológico por un pueblo fantasma que se detienen ante cada local para explicar su historia, la vida que los animaba, los grupos que tocaban, las mesas improvisadas que llegaban hasta la calle. Me acuerdo sin querer de Jorge Manrique: “¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían?” Me quedo petrificado ante una fachada baleada (el célebre Café Iguana, epicentro de la movida rock de la ciudad), unos postigos echados (“el local era de una francesa que lo cerró cuando unos adolescentes la amenazaron con una pistola en el cuello”), unas cancelas rotas. En los pocos lugares abiertos somos los únicos clientes. El miedo se palpa en el ambiente. Noto su aprensión creciente conforme nos alejamos del coche. Calles sin luz, camionetas a baja velocidad, ni una sola patrulla, ni un solo soldado, pese a la llegada de tres mil efectivos de refuerzo tras el atentado del Casino Royale.

Lo grave del centro, me habían dicho los empresarios que me invitaron a cenar a su casa, es que con su muerte repentina se acabó uno de los pocos espacios de convivencia interclasista de la ciudad. Para Ximena Peredo, lo que hay detrás de este abandono es un intento de expulsar a los viejos residentes del centro y comprar a precio de ganga sus casas para especular con ellas cuando las cosas se calmen. No comparto su teoría, pero en la sección de avisos inmobiliarios de la prensa al día siguiente descubro una casa de seis habitaciones, cuatro baños y ¡diez lugares de estacionamiento! a la venta por un millón escaso de pesos. Por la misma casa, en San Pedro, no se paga ni el enganche.

La fantasmal noche remata en La Nacional, en la calzada Madero. El bar, que nació en 2003 en pleno auge de la vida nocturna, quiere rescatar la tradición cantinera pero con un toque de sofisticación en la cocina que estiliza platos típicos, como los tacos de perro atropellado o la barbacoa, y los combina con perejil frito o alcachofa asada. Los precios son accesibles. El lugar cuenta con estacionamiento. Es sábado en la noche. La decoración es sobria y acogedora. La música deja hablar. Somos los únicos clientes.

Al día siguiente, Daniel de la Fuente, reportero de El Norte, me manda un enlace con la noticia de la última balacera en el centro, pocas horas después de que dejamos el lugar. Fue el propio Daniel quien me contó esta historia. Él va todos los fines de semana a un parque de la colonia Cumbres a tomar café con amigos mientras sus hijos se entrenan de boy scouts en el mismo lugar. Una mañana, mientras hacía trabajo de reportero gonzo como forense, lo llamaron a levantar los cadáveres de unos jóvenes asesinados en un ajuste de cuentas entre narcomenudistas. En cuanto se abrió la puerta de la carroza fúnebre reconoció el parque. El cuerpo de uno de ellos estaba en el árbol en que el sábado anterior había estado jugando con sus hijos. Por primera vez en su vida de reportero curtido en la calle sintió miedo.

 

En la colonia Independencia

Si uno entrecierra los ojos en San Pedro Garza García y deja volar la imaginación, podría estar en Canadá. En la colonia Independencia, aunque uno los cierre con fuerza, no puede escapar de África. En la llamada Loma Larga y a cinco minutos en coche de la Macroplaza, la colonia Independencia ocupa la barrera natural que separa Monterrey de San Pedro. Más arriba en el cerro hay otras colonias aún peores, como La Risca. Vinculada a la ciudad como barrio marginal desde los tiempos de Fundidora, hace más de un siglo, cuando se le conocía como San Luisito, en la Indepe está la Basílica de Guadalupe y la tradición de Semana Santa más viva. No es recomendable ir solo ni adentrarse demasiado. Con cerca de setenta mil habitantes, es el barrio marginal más grande de todo Nuevo León. Muchos de sus jóvenes trabajan para los cárteles que se disputan la ciudad, en los rangos más bajos, de “halcones” o sicarios. Las ráfagas de metralleta son habituales.

Indira Kempis llegó a Monterrey desde su natal Morelos para estudiar en el Tec el doctorado en ciencias políticas, como miles de graduados. Tras el asesinato por parte del Ejército de dos estudiantes a los que confundió con delincuentes, hecho que significó la renuncia como protesta del respetado rector Rafael Rangel Sostmann, empezó a organizar a grupos de estudiantes para manifestarse contra la inseguridad. Para alguien que nació en Anenecuilco, el pueblo de Emiliano Zapata, de tez morena, traje de manta y una curiosa mezcla de ancestros judíos e indígenas, Monterrey era un enigma del que se sentía excluida hasta que vio la fuerza que podía tener la organización de los estudiantes en redes sociales. Su activismo es pragmático: prefiere hacer el bien concreto, aunque sea formando parte de ciertos programas públicos, que la soflama redentora. Por ello, cada fin de semana pone en la escalinata del Palacio de Gobierno cientos de pares de zapatos vacíos, en alusión a las víctimas civiles del conflicto, pero entre semana trabaja en talleres de teatro y danza para los niños de las colonias más desfavorecidas. Es ella quien me organiza una visita a la colonia Independencia.

Édgar Olaiz, coordinador de Programas Sociales de la Secretaría de Desarrollo Social de Nuevo León, con rango de subsecretario, está empeñado en repetir la experiencia de radical transformación de Medellín, Colombia, en su ciudad y tiene un proyecto piloto en esta colonia. Lo acompaño en un recorrido de trabajo, junto a Gabriel Todd, subsecretario de Desarrollo Urbano. El director de la secundaria número dos Ignacio Morones Prieto es nuestro guía. Pero ni él mismo acaba de entender qué paso. Con casi setenta años y a punto de jubilarse, y tras pasar por diversas y tranquilas escuelas rurales, la llegada a la secundaria de la Indepe constituyó un pequeño cataclismo personal: grupos saturados, pleitos, navajazos, deserción temprana, indisciplina, instalaciones ruinosas. Hoy la situación es tan diferente que el profe Mauro no sabe explicarla. El terrenal de piedras donde jugaban es una cancha de futbol rápido con pasto artificial. Unas aulas abandonadas son talleres vespertinos para las madres de familia. El descampado insalubre donde se llevaban a cabo las ceremonias cívicas y recreativas es un lugar dignamente techado y asfaltado. “Se acabaron los grafitis y los pleitos.” Como la visita no estaba preparada, doy fe de sus palabras. Los alumnos no logran aún subir su nivel académico –“que vengan todos los días a la escuela es ya un triunfo”, dice– pero la escuela es por primera vez “un lugar de contención de la cultura del crimen”.

Subimos a la explanada de las bombas, lugar que creó Bernardo Reyes en 1909 para almacenar agua potable.Encima de este lugar, que sirve de parque a los vecinos, se está levantando un centro comunitario de grandes dimensiones, como los parques-bibliotecas de Colombia, con canchas deportivas, salones de actos, biblioteca, talleres y demás. Sin bardas que lo aíslen del barrio, como se hace en Medellín, y con dignidad estética, el proyecto lo ganó un grupo de estudiantes de arquitectura del Tec que quería contribuir a la transformación de su ciudad. Con una capacidad inmensa en sus seis hectáreas de terreno, la esperanza de Olaiz es que se convierta en un punto de encuentro de todos los vecinos y que ninguna banda de las que ahora mismo se disputan a tiros las calles de la colonia se lo adueñe. Hay un trabajo de campo para lograr eso, me explica Todd, con énfasis en lo deportivo. El recorrido termina en la Casa del Exboxeador, en la calle Tamiahua. Antes un jacal sostenido con palos en  un terreno donado por un exalcalde como una dádiva personal en una zona de “alta exclusión social”, eufemismo de amoladísima, hoy un gimnasio digno, con cuartos para exboxeadores que no tengan dónde vivir (la marginación de ese mundo es inmensa), un salón de memorabilia encabezada por Lauro Salas, primer campeón del mundo neoleonés, y un ring profesional en el que se entrenan treinta varones  y doce mujeres cada día.

El siguiente paso, me dice Olaiz, es conseguir que el gobernador “compre” la idea del teleférico, que uniría la Macroplaza con San Pedro Garza García, con dos o tres estaciones en la colonia Independencia. Así, dejaría de ser un barrio inaccesible. El proyecto uniría el barrio  de oficinas públicas con el barrio residencial de la ciudad de  manera ecológica y rápida, y tendría un gran atractivo turístico. Podría ser el detonador de otros proyectos, como la restauración de la basílica de Guadalupe o la construcción de un santuario en la parte más alta de la loma, con una vista única de Monterrey, como el Cristo del Corcovado en Rio de Janeiro. “El problema es que el huracán Alex nos dejó sin recursos, dice Todd, todo lo tuvimos que gastar en restaurar la ciudad, lo que aún no se logra plenamente.” Además, la lucha política desatada en el estado vaticina que las prioridades del gobernador Medina estén puestas en sobrevivir a su cargo y no en proyectos audaces, como los que sueña los jóvenes subsecretarios y su equipo.

 

La guerra política

A la destrucción del huracán Alex en 2010 y la crisis de seguridad provocada por la guerra entre “Golfos” y Zetas hay que sumarle una sorda disputa política que tiene de cabeza a las instituciones del estado y la ciudad. Aquí no se trata de la sana alternancia entre partidos, sino de una batalla por dominar un estado clave de cara a las elecciones del 2012, en la que las diversas familias políticas que lo integran toman sus posiciones y forman alianzas contra natura. Para muchos observadores es claro el acuerdo de mutuo sostén entre el gobernador priista Medina y el alcalde panista Larrazabal.

Este tejemaneje cínico, denunciado por figuras tan respetadas en el estado como Fernando Elizondo, produce malestar fuera de los círculos políticos. A Javier Treviño, secretario de Gobierno del estado, le pregunté si era consciente del nivel de desafección que tenía la ciudadanía hacia su clase política. Y no solo por las marchas y protestas semanales, algo insólito para Monterrey, ni siquiera por las reiteradas ocho columnas de los medios locales pidiendo la renuncia ya del gobernador, ya del alcalde, sino porque actores tan trascendentes como los grandes empresarios habían alzado la voz y habían dicho “Ya basta” en diversos escenarios. El más comentado, el discurso de José Antonio Fernández, presidente de FEMSA, en la entrega de los premios Eugenio Garza Sada en el Tec de Monterrey el jueves primero de septiembre. Fernández dijo que si las cosas no estaban peor era porque a los delincuentes no les interesaba. Lo que no se comentó en la prensa, y que vi con mis ojos, fue el aplauso de pie que le tributó un anfiteatro lleno a rebosar de jóvenes estudiantes. Treviño me explica, como corresponde a su cargo, que están trabajando todos los días para recuperar esa confianza. Y me presenta los cuatro “pilares” en que se sostiene la acción del gobierno: mejorar la relación con el poder federal, construir una nueva policía,  transformar el marco jurídico del sistema penal y una fuerte inversión social. La conversación tiene lugar en un anexo de su oficina, en una sólida mesa de madera para al menos veinte comensales, cada lugar con un lápiz afilado, un blog de notas y una botellita de agua. Es obvio que alguna importante reunión está por tener lugar en cuanto deje de quitársele su tiempo al político de más alto rango del estado, exceptuando al gobernador. Cuando le pregunto si se arrepiente de trabajar en el gobierno –tenía una trayectoria brillante en el sector privado– me dice que no con convicción. Pero al acompañarme a la salida de su despacho en el Palacio de Gobierno me comenta con humor: “Antes tenía pelo, pero en esta oficina me estoy quedando calvo.”

 

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Muchas de las personas con las que hablé en Monterrey acuden a fábulas para intentar comprender lo que está pasando. Una que escuché un par de ocasiones, por increíble que parezca, como si su moraleja se hubiera lexicalizado, cuenta que si uno ve una rata esconderse en un basurero de la calle, no se inmuta: es el lugar en que debe estar; si la ve cruzar el jardín de su casa, anota en su agenda hablar al fumigador el lunes; pero si la descubre bajo la cama, no duerme hasta darle caza. Algo así sucede en Monterrey hoy, como en muchas otras ciudades de México. Con una salvedad: la ratas eran parte de la familia y pedían su cereal cada mañana. Apenas ahora, tras once años de alternancia, estamos dándonos cuenta de lo que significó el concordato entre el crimen y el viejo régimen y cómo sus estructuras más profundas se resisten violentamente a cualquier cambio. No tenemos ni las instituciones ni el marco legal ni la claridad estratégica ni la voluntad colectiva para hacer frente a esta “casa tomada”. De hecho, Monterrey es la ciudad mejor preparada para dar esta batalla. Por su tamaño, cohesión social, riqueza, cultura emprendedora. Por construir en mitad del desierto la ciudad más moderna y próspera de México.

De regreso al aeropuerto, una clara mañana de domingo, me pregunto qué le pasaría a México si la batalla de Monterrey se pierde. Muchas de las cosas que vi me inducen a pensar que esto no va a suceder: demasiada gente talentosa reunida, aun en el desacuerdo, como para dejar su ciudad y su estado en manos de los criminales, por más que tengan cómplices en el poder y en la sociedad.

En España, aparta de mí esta cáliz, César Vallejo se preguntaba sobre el destino del mundo si la República española perdía la guerra civil: “Si España cae –digo, es un decir–”… Y no puedo quitarme de la mente esta idea: Si Monterrey cae –digo, es un decir–. ~

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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