Figura relevante por su actividad política en el ámbito de la extrema izquierda de mayo del 68 y aledaños, en momentos en que los gestos poéticos y “un deseo inconfesable de aventura” tomaron el relevo a una gestión tradicional de la política, Olivier Rolin (Boulogne-Billancourt, 1947) es uno de los escritores más notables en lengua francesa. Periodista, crítico literario, actualmente editor de Éditions du Seuil, Rolin es un magnífico y subyugante novelista, con obras traducidas al español como Port Sudan (Seix Barral, Premio Femina 1994) y Meroe (Anagrama). Además, de forma inseparable, es un viajero y ojo privilegiado que ha fascinado a lo largo de estos últimos años a muchos lectores especialmente sensibles a las mitologías espaciales de la literatura (ciudades con aura, lugares originarios de algunos de los más grandes autores del siglo XX) a través de libros como Siete ciudades (Península) o Paisajes originarios (Seix Barral). Ahora acaba de aparecer traducida al español una sarcástica, épica, melancólica y espléndida novela autobiográfica, Tigre de papel, sobre aquellos años de militancia revolucionaria maoísta. Una obra que tiene como temas el heroísmo, la historia, la ambición de cambiar el mundo, la juventud o el hecho de las generaciones enfrentadas y la transmisión. Un libro que tendrá que ser considerado por fuerza como una obra de referencia y de reflexión lúcida de aquellos años y aquella manera de entender la vida, alejada de cualquier forma de exhibicionismo nostálgico o de lo que frecuentemente no se presenta más que como exorcismos o autoflagelaciones de los “maniacos del arrepentimiento”.
Hay un momento, en esa época y generación sesentayochista, “intransigente y tremendamente ignorante”, empapada “con una simplicidad pavorosa” por la luz de la Teoría, con una temeraria y permanente audacia que usted rememora en Tigre de papel, en que se incluye también una súplica de cara a un futuro previsible, que ya ha llegado, y en el que los miembros de ese entorno no serán más que extraterrestres venidos de las galaxias ridículas de las utopías y del fanatismo mesiánico de salvación universal: “No dejes que los cínicos, jauría cebada con publicidad y sondeos, no dejes que nos insulten más adelante”. ¿Qué hace que tras diez años de vida clandestina y tras haber sido el responsable del brazo armado de un grupúsculo maoísta llamado Nouvelle Résistance Populaire (NRP), fracción a su vez de la Gauche Proletarienne, uno se pase a la literatura? En su libro se dice: “Habíais rechazado la literatura, sólo creíais en la ‘vida’, y en la ‘vida’, la ‘práctica’, iluminadas por la Teoría…”
Precisamente cuando acabé con toda aquella frenética actividad que me ocupó desde el mes de septiembre del 67 hasta el 74, en que se produjo nuestra autodisolución; tras aquel periodo en que consagré toda mi vida a la acción política radical, haciendo únicamente eso y nada más, sin leer nada, ni literatura ni nada que se le pareciera, empecé a escribir. Antes había tenido lecturas literarias, cuando era muy joven, pero luego hubo una interrupción completa”de seis o siete años. Eso es mucho, yo sólo tenía veinte años, era por tanto un tercio de mi vida de entonces. Pero, en cambio, no tenía ningún tipo de nostalgia: era un convencido y pensaba que la literatura era algo exclusivamente para los burgueses. Cuando todo se terminó por fin, cuando lo decidimos entre todos, ya que fue una “autodisolución” del grupo, entonces cada uno de nosotros se encontró solo, en pleno estado de desarrollo y a la vez de desasosiego personal. Nos encontramos perdidos, porque, por otra parte, tampoco teníamos ganas de empezar como antes: no nos apetecía retomar los estudios, volver a empezar carreras universitarias. Estábamos completamente desorientados…
Me imagino que el vacío que sentían debía ser absoluto, como quien cuelga los hábitos de una religión que ha profesado durante años. O como quien ha sido sacerdote u oficiante de una fe que ha llenado y narcotizado su vida por completo.
Sí, pero ellos seguían siendo sacerdotes de alguna manera, en cambio nosotros ni siquiera éramos eso. Éramos tan sólo jóvenes revolucionarios, pero no teníamos ya organización. El caso es que empecé a reflexionar sobre todo lo que habíamos hecho durante aquellos años. Y, para resumir, lo que habíamos hecho se me apareció con los rasgos del bien y los rasgos del mal. Había muchas cosas a las que me seguía sintiendo unido y a las que aún hoy, treinta años después, me siento unido, por las que no experimento vergüenza. Pero había también muchas cosas de las que sentía que eran extremadamente estúpidas, violentas, ignorantes. Me preguntaba qué quedaba de toda aquella experiencia y mi pensamiento sobre ella era muy contradictorio, estaba muy dividido, muy escindido. Así que, progresivamente, empecé a tomar notas en un diario, en unos carnets para mí mismo y mi uso personal, y todo aquello, poco a poco, tomó la forma de una novela. Y creo que si fue así, al ver esas cosas años después, es porque la novela permite acoger la contradicción, la humildad. Cada acción contiene varios orígenes. Por eso, mi primera novela, Phénomène futur, que era una obra muy metaforizada, que ocurría en un país imaginario, en una sociedad postsiglo XX, habla fundamentalmente de la revolución. La escribí para intentar reflexionar precisamente sobre la experiencia que acabábamos de pasar. Es un libro al que le tengo mucho afecto.
Ustedes eran maoístas y proponían una idea utópica de la China de Mao, en la que reinaba por fin el paraíso de la absoluta igualdad. Una especie de “anarquía pacífica” que nada tenía que ver con la realidad de aquel país. Tenaces y cegados por ese sueño, luchaban y vivían por La Causa con mayúsculas, la única imaginable. La mayoría tenían apenas veinte años y eran “demasiado intransigentes” para contentarse con lo que a sus ojos era tan sólo “una falsa vida”. ¿Cuál fue el detonante del abandono de aquella vía revolucionaria?
Influyeron muchos factores. Primeramente, empezamos a dudar, por ejemplo, de que la Revolución Cultural en China fuera pura y simplemente el paraíso anarquista que habíamos soñado. De golpe, también tuvo lugar el fin de la guerra de Vietnam, y la obligación de admitir que no había sido tan sólo una insurrección de todo un pueblo contra los agresores norteamericanos, sino que el Norte había liberado al Sur y había iniciado una guerra para “salvarlo”. Muchas de las ilusiones líricas de la revolución se fueron de golpe. También por aquellos años fueron llegando todas las informaciones sobre el Gulag. Anformaciones ya se tenían antes, pero cada vez fueron menos cegadoras y más evidentes. Luego estaba, en nuestro país, Francia, el escaso eco, la poca gente que seguía nuestras ideas. Muy poca gente estaba de acuerdo con nosotros y eso, evidentemente, es un problema para un revolucionario. También estaba la cuestión importante, en aquella época, y en movimientos radicales de extrema izquierda como el nuestro, de Palestina. Era una cuestión que se empezaba a plantear continuamente. Y no estábamos dispuestos a seguir ciegamente a todos aquellos movimientos palestinos, porque para nosotros el antisemitismo era una cosa abyecta, terrible. Me acuerdo de un hecho concreto: Benny Levi, que había fundado la NRP, y que ha fallecido no hace mucho, y yo, redactamos un comunicado sobre el atentado de Munich de los Juegos Olímpicos. Se trataba de algo tan simple como que no se podía matar a civiles por el puro hecho de ser judíos, algo que nos provocaba horror. Me alegré de haberlo hecho, pero también recuerdo que fue el único comunicado de un movimiento de izquierdas en Europa para desaprobarlo. Por tanto, ya había muchas cosas que no funcionaban. Las dudas se introducían por muchos sitios, ya vinieran de China como de nuestra misma realidad social o de Palestina. Y también, posiblemente, influyó el cansancio.
En el momento de la aparición de Port-Sudan, en 1994, se dijo en Francia que era el primer intelectual de aquellos años en reflexionar, desde la ficción y de primera mano, a través de sus protagonistas, sobre la generación de revolucionarios de finales de los sesenta y los setenta.
Sí, se dijo eso. Hubo críticos que dijeron que era el primer libro de referencia, importante, sobre la generación del 68. Luego ha habido otros, por supuesto, pero aunque me resulte algo embarazoso decirlo, el que más me interesa es una novela de mi hermano, Jean Rolin, titulada La organización. De la literatura que ha ido apareciendo inspirada en aquella época, es el que prefiero. Él también fue un militante, un activista, pero mientras yo era uno de los jefes, él pertenecía a eso que se podría llamar la tropa.
Tras el abandono de la lucha, ¿cuál fue su posible inserción en otras corrientes políticas de la izquierda francesa? ¿Cree que ha habido una evolución en temas clásicos, como la defensa a ultranza de Cuba o en la cuestión palestina?
No ha habido ningún tipo de cambio en esas cuestiones. En absoluto. Por eso, jamás, salvo en otras épocas, claro, me sentí pertenecer ni a un partido ni a un grupo en concreto. Ni siquiera a lo que podría llamarse “la izquierda”. Ni siquiera de lejos. En cuestiones como el terrorismo mi desacuerdo ha sido total. Ahora parece que todo el mundo está de acuerdo, pero hace un par de años no estaba tan claro. Cuando se produjo el terrible suceso del 11 de septiembre en Nueva York, para toda la prensa de izquierdas estaba claro que Al Qaeda era una invención de los americanos, una paranoia, no existía, hacía reír. En la izquierda, luego, se tuvo siempre dificultades en reconocer esto: un nuevo peligro que llegaba con el nuevo siglo de mano directa de un fanatismo negro o, si se prefiere, “verde”, islámico. Esto en la izquierda sigue siendo mal visto, ya que se trata de pueblos por así llamarlos de los antiguos “colonizados”. Por otro lado, en general, es siempre muy difícil para alguien de izquierdas reconocer los crímenes soviéticos. Para ellos nunca es igual. Yo, por ejemplo, me considero muy rusófilo, me gusta mucho Rusia, y le dediqué a esta pasión un pequeño libro, En Russie. Pero el Gulag es el Gulag, no tiene nada que ver. Y Stalin es uno de los grandes criminales del siglo XX. Se reconoce hoy día, por supuesto, pero es como si no fuera realmente importante. Por tanto, no creo que haya habido una verdadera evolución. Lo mismo pasa con Cuba, con la naturalidad con que se ve y se aplaude a Mme. Mitterrand. A fin de cuentas, dicen, siempre es mejor Cuba que los Estados Unidos. Desde que dejé de pertenecer a Gauche Proletarienne, es decir, cuando ese grupo dejó de existir, en un momento dado, me sentí tal y como expreso en mi libro Tigre de papel cuando el narrador, que me representa en gran parte, dice: “Aparte de esa nave de locos que era Gauche Proletarienne, y de cuando tenía veinte años, no me he sentido realmente en casa en ningún otro sitio”. No hubo ningún otro lugar que sintiera como mi lugar. Ni con las izquierdas, ni con un partido, ni con los socialistas, ni con ningún grupo intelectual, ni con una escuela novelística, ni siquiera con la derecha. En ningún sitio. Y lo digo sin ningún tipo de afectación, verdaderamente no me siento pertenecer a nada, lo cual, al mismo tiempo, hace que me sienta bastante libre.
Su libro toma como título la cita famosa de Mao en la que se dice que todos los imperialistas y reaccionarios no son más que “un tigre de papel”…
Sí, para ellos el capitalismo era tan sólo un tigre de papel. Algo que se podía vencer, que a pesar de su apariencia no era tan feroz como lo pintaban. Algo que parece terrible pero que de hecho no lo es tanto. Pero esto, también, irónicamente, se podría aplicar a nosotros mismos. Éramos tigres de papel, creíamos ser grandes visionarios, creíamos que íbamos a cambiar el mundo, y luego, finalmente, puede comprobarlo ahora conmigo mismo: tan sólo soy un viejo escritor, que va por ahí dando sus pequeñas conferencias, etcétera. Por decirlo así: nuestro destino, finalmente, no fue el que habíamos creído.
En algún momento de su novela, el narrador reflexiona sobre su joven compañera de viaje, hija de un antiguo camarada de lucha: “Es propio de su edad, está podrida de esa ideología burguesa del buen rollito; los ‘jóvenes de los suburbios’ son sagrados, meras víctimas, da igual que vayan de navaja y de pitbull, que camelleen y extorsionen, violen, quemen sinagogas, aterroricen a profes y proletarios, son la hostia consagrada, sí, el Agnus Dei de los bobós [bourgeois bohème]“. ¿Cómo cree que ha derivado todo aquel furor revolucionario en los jóvenes inquietos de hoy día?
Prefiero la posible indefinición de ahora a aquello. Para nosotros, desgraciadamente, la única definición posible era la certidumbre. Aunque aún ahora encuentro a menudo mucha gente que reproduce los defectos, la ceguera que nosotros teníamos en aquella época. Es decir, no creo que Occidente sea siempre culpable de todo. Se puede ayudar a lo que en otras épocas se llamaba el Tercer Mundo, pero no creo que Occidente sea siempre el responsable de los males del Tercer Mundo. Por ejemplo, la forma de tratar a las mujeres en el mundo islámico, no somos nosotros los responsables. La única causa es el mundo islámico, el mundo musulmán, tan atrasado. Y sé que decirlo así quizá no es políticamente correcto, pero me refiero a un atraso político, económico, etcétera. Y esto se refiere a una parte muy grande, ya que la mitad del mundo islámico está mantenida aún en situación de esclavitud, de sumisión total. Es decir, aunque hoy se esté fuera de los partidos tradicionales, aunque haya un desencanto de las ideologías, y se milite en organizaciones no gubernamentales, por ejemplo, eso no debe impedir nunca una visión crítica de las cosas; se debe reflexionar, una vez más, de manera libre. Yo, por ejemplo, me siento incapaz ya de irme a manifestar, y no sólo es a causa de la edad. De vez en cuando voy, más que nada para estar con la gente. Pero no podría ponerme nunca a gritar “Abajo no sé qué” o “Viva no sé cuántos”. Se podría decir que es porque uno se vuelve más conservador o escéptico, más inteligente o menos crédulo, si se prefiere. Pero es más que eso. Yo me considero alguien apasionado, que ha actuado siempre de forma apasionada respecto a lo que creía. Por ejemplo, en el caso de Bosnia, forzando a que los intelectuales europeos no permanecieran indiferentes y protestaran contra la inacción de nuestros gobiernos, que no dejaran de apoyar a la población de Sarajevo. A menudo me siento mucho más apasionado que mis contemporáneos, aunque todo esto raramente tengo ganas de resumirlo en la vertiente política.
Su relación con las ciudades es muy importante en el conjunto de su obra, ya sea en Siete ciudades, en Paisajes originarios, en sus títulos aún no traducidos En Russie, Mon galurin gris: petites géographies y Suite à l’Hôtel Crystal, o incluso en Tigre de papel, donde igualmente tiene un fuerte valor simbólico el pasado y presente concentrado, “apilado” por estratos, de una ciudad como París, que “comprime la Historia” y que de repente reúne en un mismo sitio a muchas: el París de la Revolución de 1789, el de la Comuna, el de la Ocupación y la Resistencia, el del 68.
El origen de Sept villes, que apareció en 1988, tuvo lugar porque un amigo mío que ya murió y al que apreciaba mucho creó las Éditions Rivages, al mismo tiempo que una revista un poco chic, de moda, City Magazine, y me pidió que hiciera una serie de artículos sobre ciudades vistas a través de los escritores que vivieron en ellas y las “escenificaron”, y además, al mismo tiempo, los libros en cuestión que las representaron, comparándolos con los lugares de lo real. Por ejemplo, Alejandría vista a través de Durrell y, luego, Durrell visto a través de la Alejandría de hoy. Esto, por supuesto, se correspondía mucho con mis gustos y mis intereses como escritor. Aunque a veces se me ha reprochado, porque hoy por lo visto hay que escribir lo más simplemente posible, yo, como escritor, estoy siempre muy atado a la referencia. Escribo continuamente con muchas referencias, incluso si están ocultas, si son subterráneas e invisibles. Pero soy un escritor de este tipo: escribo a partir de otros escritores. Por lo tanto, me gustaba establecer el paralelo entre ciudades y literatura. Se trata de superposiciones, de palimpsestos, que se construyen a través de estratos de distintas épocas. Las ciudades se construyen con las ruinas de las precedentes, con restos de otros siglos: es un amontonamiento, un apilamiento continuo de épocas, edades, que encuentro fascinante. Tengo también una inclinación, digamos que romántica y, esto, en Francia, no es visto como ningún piropo, por fo que se pierde. Por las ciudades, los lugares en decadencia. Luego, hay una paradoja en mi vida. Aunque me considere profundamente cosmopolita, no hablo correctamente ninguna lengua. Y lo lamento, porque siempre me han atraído los lugares que en algún momento fueron cruces culturales, como Trieste o Alejandría, y el eco de muchas lenguas distintas que se podían oír en sus calles.
Otra de sus pasiones, en efecto, es reflexionar acerca de esta cuestión: el escritor no tiene patria ni fronteras, y su cosmopolitismo se funda “en la experiencia del exilio de todo e incluso de sí mismo”, lo que supondría una especie de disolución en todas las lenguas, preludio de un infinito vagabundeo en unos no-lugares del mundo, donde estará en todas partes como en casa. En 2000 publicó precisamente un texto titulado La langue, seguido de Mal placé, déplacé.
Se trata de una pieza de teatro, un diálogo. Estaba pensado para France Culture y para ser leído en el Festival d’Avignon. El tema central del que trata es que hay muchas y muy distintas formas de existencia para una lengua. Por ejemplo, en la lengua francesa, estarían las lenguas savantes, cultas, las escritas por Racine, Gide, etcétera. Y luego estarían las lenguas populares, argóticas. Todo esto son lenguas vivas, expresivas, capaces de sugerir imágenes. El tema, el diálogo en sí, es que las dos pueden y deben encontrarse. En el fondo, para mí, la literatura es eso, un encuentro de ambas sobre el papel. El encuentro de la culta y literaria y de la popular. Las dos dos, para simplificar deben encontrarse y mezclarse. Por otra parte, yo amo la lengua en su conjunto: en sus subjetivos, en sus formas a veces más arcaicas, en sus formas desaparecidas o a punto de desaparecer. Sufro cuando veo que toda la riqueza de la sintaxis, a menudo, la gente joven no la conoce. Pero, al mismo tiempo, me gusta mucho el habla popular, el argot. Y creo que, en medio de todo, lo que les impide encontrarse es la abominable lengua de los medios, de la televisión, y también, cada vez más, de la lengua escrita, la lengua de la política, un tejido aberrante de lugares comunes. A veces hago listas de palabras, oyendo la radio. Una vez había una noticia que no decía más que estereotipos, uno detrás de otro. La comprensión de lo inmediato es lo único que vale. También la comprensión de la ironía se ha perdido entre mucha gente joven, porque está mediatizada por esta comprensión única y fulminante de lo inmediato, que la hace imposible. Se trata de una lengua que ya no suscita ninguna imagen, una lengua muerta, de cartón, hecha únicamente de lugares comunes. En mi obra, este diálogo se establecía entre una mujer joven, una camarera de un restaurante, de un lugar muy pobre y perdido de Francia, que cree que no sabe hablar y que en cambio habla una lengua llena de imágenes, a su manera, y un joven intelectual, que habla una lengua también repleta de imágenes, pero más culta, a su manera también. Era la tentativa de conseguir un diálogo entre estas dos lenguas y el esfuerzo, por otro lado, de entenderse entre ellos. A veces, en mis intervenciones, me piden que les explique “qué es el estilo”. Pues bien, Flaubert y Céline dijeron lo mismo, aunque de una manera diferente. El estilo es simplemente poner la lengua al lado mismo de su uso normal. Desplazar, desviar un poco tan sólo a la lengua de su uso común. Es decir, tomar una palabra, pero quizá no exactamente la palabra que se esperaba. Es un esfuerzo continuo por hacer salir la lengua del lugar común. Es lo que dice Céline. Hay que buscar la impronta pgrsonal, olvidando las improntas sociales, ambientales, pero sin forzarlo o deformarlo demasiado, porque sino se hace incomprensible. –