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Éste es el rítmico inicio de un relato del narrador israelí Agnón, premio Nobel, que, sin embargo, nunca alcanzó la popularidad que suele derivar de ese galardón:

“En la flor de la edad murió mi madre. Unos treinta años tenía mi madre cuando murió. Breves y malas fueron sus dos vidas. Se pasaba el día en casa, de casa no salía… Silenciosa estaba nuestra casa en su dolor, sus puertas a extraños no se abrían. Sobre la cama yacía mi madre y sus palabras fueron escasas.”

Amos Oz, en cuyo terso y sorprendente libro de memorias, Una historia de amor y oscuridad (Siruela, 2004) figura esta cita de Agnón, comenta que la frase “de casa no salía” no duplica, no es tautológica de la frase “se pasaba el día en la casa”, porque estas frase gemelas confieren idea de equilibrio, de una realidad familiar con apariencia de estabilidad, estabilidad falsa que en el relato se va a ir desmoronando.
     De la relación de Agnón, hábilmente sucinta, de esa vida desdichada, me llamó la atención, no la aparente repetición, sino otra cosa, a saber, la frase final “sus palabras fueron escasas”. Recordé varios casos de esa insuficiencia; por ejemplo, la mención de esa madre hizo que yo recordara a la mía, que ya murió, y reconocí que sí, que también puedo decir que siento que sus palabras fueron escasas. Es decir, que hay ciertamente muchas cosas que me habría no sólo interesado, sino importado tratar con ella. Pensé que también he sentido, aunque con menos ansiedad, que no las del otro, sino mis palabras han sido escasas, que en algunos casos habría tal vez podido y aun debido explicarme más ampliamente.
     Estaba ocioso y seguí cavilando; poco después llegué a algo: no, me dije, estoy mal, lo que sucede es que las palabras muchas veces, o de plano casi siempre, son escasas. Insaciativas: no hay última palabra, nunca acabamos de hablar.
     Pero en literatura las palabras en general no son escasas y sí hay punto final. La obra de arte puede ser redonda, ordenada, transparente, acabada y perfecta, como nunca puede serlo la vida, siempre ambigua, incompleta y brumosa.

II
     Los libretos del teatro griego no tenían acotaciones, esto es, indicaciones sobre los movimientos de los actores. Lope, Calderón o Shakespeare tampoco. A partir del siglo XIX los libretos empezaron a poblarse de minuciosas instrucciones. En la primera mitad del siglo XX la acotación llegó a su apogeo. Su imperio duró poco; en nuestros días, eclipsada por la omnipotencia del director de escena (especie de intruso que durante siglos no participó en el juego), tiende otra vez a desaparecer. Pero en su corta edad de oro, la acotación tuvo cierto esplendor: las acotaciones de Valle-Inclán, por ejemplo, son, casi siempre, una maravilla. He aquí una, tomada al azar, que ocurre en Luces de Bohemia: (Max Estrella) “Tosió cavernoso, con barbas estremecidas, y en los ojos ciegos un vidriado triste, de alcohol y de fiebre.”
     En las ediciones anotadas, en las que es conveniente siempre leer a Valle-Inclán, las acotaciones a menudo merecen notas al pie. Como ésta de Alonso Zamora Vicente. Primero lo que dice la acotación: “Un golfo largo y astroso, que vende periódicos, ríe asomado a la puerta, y como perro que se espulga, se sacude con jaleo de hombros, la cara en una gran risa de viruelas. Es el Rey de Portugal, que hace las bellaquerías con Enriqueta La Pisa Bien, Marquesa del Tango.” (Eso de “gran risa de viruelas” está muy bien). La nota al pie dice “Valle se sirve del romancillo de Góngora, Hermana Marica, mañana que es fiesta… Los versos finales, famosísimos, dicen:

Barbola, la hija
     De la panadera,
     La que suele darme
     Tortas con manteca,
     Porque algunas veces
     Hacemos yo y ella
     Las bellaquerías
     Detrás de la puerta.” –

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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