Habría sido un milagro. Después de la espléndida Atonement (Expiación, Anagrama), Ian McEwan no podía encadenar otra obra maestra en tan poco tiempo. Su última novela, Saturday, aunque sólida, tiene fallos evidentes. El principal es que su protagonista, un competente neurocirujano, cuenta sin descanso sus operaciones, lo que da lugar a muchas páginas en este registro: “Ahora, usando el disector, levanta el fragmento suelto del cráneo, una amplia pieza de hueso parecida a un segmento de coco, y lo deja en la palangana”. También son continuos los diagnósticos cada vez que el protagonista se cruza con alguien: “Su rostro está recorrido por breves temblores que no llegan a formar una expresión. Es una motilidad muscular que algún día se convertirá en acetoídica, y le inundará con movimientos involuntarios e incontrolables”. Quizás cada vez que nos presentan a un neurocirujano, éste vea de inmediato nuestras enfermedades, pero no creo que nos las diagnostique a bocajarro. Perowne diagnostica sin cesar.
Pero la fatiga del lector no viene de la constante lectura de informes clínicos, sino de la minuciosidad de los mismos. Uno cree estar mirando una miniatura flamenca y ha de acercar mucho la nariz al retablo para ver la mosca que dormita en la tráquea del enfermo, lo que suele provocar una bronca por parte del vigilante y la mirada de reproche de los visitantes del museo.
El núcleo de la novela, sin embargo, no es la profesión de Perowne sino su perplejidad ante la manifestación contra la guerra de Irak que está en el origen de esta peripecia que ocupa un sábado entero de su vida. Aquella gigantesca reunión pacifista que llegó a sumar dos millones de personas según los organizadores (medio millón según la policía de Londres), enfrenta al doctor Perowne con su hija, una de las manifestantes, porque no puede aceptar los argumentos pacifistas.
El enfrentamiento de este adulto eficaz, competente, inmensamente útil para su sociedad (las operaciones quirúrgicas tienen una razón de ser: informarnos de que Perowne está salvando cientos de vidas), este hombre desprendido que trabaja para la seguridad social en lugar de hacerse millonario con un clínica privada, y su hija, la muchacha todavía en flor, inconsistente, pero que defiende su derecho a oponerse a la guerra de Irak, podría haber tenido la altura del combate entre Creonte y Antígona, pero la intención de McEwan es, justamente, darnos a entender que eso no es posible, que nuestros enfrentamientos son triviales porque están falseados.
El doctor Perowne no es un intelectual, pero es muy observador. No lee muchos libros, sin embargo piensa y juzga con rapidez y precisión, como exige su trabajo. Y da muestras de clarividencia en dos citas que debo reproducir por extenso.
“El estrechamiento de su libertad mental, de su derecho a meditar, forma parte del nuevo orden. No hace mucho, sus pensamientos fluían de un modo menos predecible. Sospecha que ha sido estafado, que se ha convertido en un sumiso y febril consumidor de ese forraje formado por noticias y opiniones, especulaciones y otras migajas, que el poder deja caer descuidadamente. Se ha convertido en un dócil ciudadano que ve crecer a un Leviatán cada vez más poderoso, mientras se desliza a su sombra buscando protección”.
En pocos años, y de un modo acelerado en el último quinquenio, el control estatal se ha hecho más poderoso que nunca. La lucha contra el terrorismo ha propiciado una legislación que se aproxima cada vez más al totalitarismo. El aparato disuasorio ha devorado al aparato persuasorio, los medios de comunicación y el Estado son ya la misma empresa, y cada vez controlan mejor el forraje con el que llenan nuestros cerebros convertidos en estómagos.
“¿Es verosímil que yo participe en algo cuando miro los informativos de la tele, o mientras estoy tumbado en el sofá toda la tarde del domingo leyendo más y más columnas de opinión sobre certezas sin fundamento, artículos cada vez más extensos sobre lo que realmente subyace bajo este o aquel acontecimiento, o acerca de lo que sin duda va a suceder próximamente, profecías que se olvidan una vez leídas y mucho antes de que la realidad las desmienta?”
La invasión de una política y unos políticos que ya no son más que el placebo de la ausencia de política se intensifica a medida que los contenidos reales se debilitan. El ámbito privado es ya casi inexistente y nos limitamos a repetir nuestra parte de la comedia como animales amaestrados. El doctor Perowne y su hija son complementarios, forman parte de una disputa trivial en la que ambos carecen de las ideas y la información necesarias para defender sus argumentos. Un gigantesco aparato tutelar, un espectáculo de gran eficacia mediática, unos ciudadanos cada vez más sumisos y necesitados de la protección del Estado, dan como resultado estas manifestaciones y disputas que parecen programadas para que un padre y su hija pasen una agradable tarde del sábado.
Como contrapunto (pero sobre esto no debo decir ni una palabra), un psicópata, quizás contrafigura o metáfora de Sadam Hussein, intervendrá ese mismo sábado en la pelea familiar para poner de manifiesto al padre y a la hija en qué consiste la política real, la verdadera. Esta inesperada irrupción de la realidad es admirable y una lección de lucidez para los lectores. –
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