Dos cuentos chinos

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LA BANCA DE LOS CHINOS
     Así se me apareció el alma de China.
     En un parque público de los nuestros, lleno de polvo, sin otra humedad que la de un estanque con más hojas muertas que agua, estaban sentados en fila sobre una banca verde, con el busto erecto, vestidos todos igual, de gris, como en la época de Mao, cinco o seis chinos. Hombres, todos.
     Y entre ellos, en el centro, se podía reconocer precisamente a aquel que fue llamado Gran Timonel, el fundador del nuevo imperio chino, el sanguinario presidente Mao, un refinado y brutal exterminador. No excluyo que, detrás de él, no visible pero presente, acurrucada sobre la hierba seca, estuviera también su esposa, una mujer que cometió tantas maldades como una emperatriz romana.
     Duró pocos instantes la estatuaria aparición. Mientras los observaba con atención, porque no es muy frecuente ver una banca completamente ocupada por chinos en nuestros parques, vi que se estaban descomponiendo todos juntos, como por contagio mortecino. El color amarillento de sus rostros se había vuelto verdoso, alguna nariz comenzó a desprenderse, las manos a hincharse, la boca colgaba como una ventana en un terremoto, ni les cuento las muecas. Mao, que poco antes parecía una de sus infinitas estatuas, fue el primero en romperse, su masa cayó hacia adelante, siguió licuándose en el suelo y uno tras otro se fueron aflojando todos y la banca parecía ya la morgue de París, tal y como Émile Zola la describe en Thérèse Raquin, empeorada por el sol ardiente.
     Me sorprendía que no acudiera ninguno de los encargados de la limpieza, que finalmente llegaron, tirando sin cumplidos aquellos pobres cuerpos en el incinerador de la basura y lavando la banca con chorros de agua y cloro.
     Fue entonces cuando oí un grito, un grito de miedo y de dolor que me atravesó como un proyectil y que hizo volverse en aquella dirección a los hombres con las bombas de agua.
     Incluso cuando el parque está lleno de gente, la banca de los chinos permanece vacía. –
     EN MANCHURIA
     Hace años que está ahí, colgada para ocupar un clavo, y cada día más dispuesta a solicitar un pensamiento. Un pedido figurativo de auxilio para el alma. Alejada, su mansedumbre incita a conocerla. La compré por casi nada, quien mide con dinero no puede entender.
     Está en el baño, justo sobre el cagódromo, esa Imagen perturbadora y sosegada, tardía flor Zen sacada del jardín, fosforescente cuando hay luna:

La peste en Mandchourie

La fecha: 19 de febrero de 1911. Tolstoi había muerto hacía muy poco, ni siquiera tres meses; Lenin, futura peste universal, regaba su propia plantita en Zúrich, y la otra furia del siglo vendía en Viena sus acuarelas famélicas. La peste en Manchuria, ¡qué paz!
     Salió en la portada del Petit Journal, suplemento ilustrado, cinco céntimos de franco. Magnífico diseño de un malpagado anónimo. Sobresale una calavera con una guadaña enorme, salpicada de rojo, como el pisador de uvas de la visión del Tercer Isaías, que se impone sobre un inmenso gentío por exterminar (y por lo tanto, ya exterminado) de chinos que escapan, tropiezan, caen fulminados, y en el horizonte como un panel del infierno de Hieronymus, una ciudad en llamas.
     Se ven también carretas y carromatos, carros forrados de lona, como en las grandes praderas de América, y bestias que los arrastran, que serán devoradas por seres apestados, hinchados de hambre, esa misma noche.
     Todos todos todos todos serán alcanzados por la hoja infalible.
     Pero de esta pandemia, ¿quién sabe algo? ¿Dónde ha sido contada? ¿A cuántos habrá engullido?
     ¿Estarán muertos para el Petit Journal del 19 de febrero, esos chinos? ¿Para que arañe la Ignorancia en mi interior?
     ¡Cuántas veces nos escapamos y cuántas veces fuimos infaliblemente alcanzados por esa formidable Figura roja!
     Aquí está: todo un siglo de grandiosas fugas, de incendios, de llanuras cubiertas de cadáveres. Y decían: ¡La Peste se acabó! ¡La Peste está muerta!
     Pero no: nada más vivo —pero bajo tantos nombres, pasaportes falsos, lentes oscuros… Como en Manchuria —¡y aún más, aún más!
     Ahí está la historia, un pedazo de lata dentada, con la que tropiezan esos prófugos inmovilizados.
     ¡¡La peste en Mandchourie!! Cada vez que vienes, impulsado por una misteriosa fuerza cósmica, te desabrochas frente a Manchuria y hojeas esta visión; así no pierdes tiempo, vejiga y mente son una sola mente, 1911 y 1999 se estiran, tu medianoche es el mediodía de esos chinos en fuga que gritan diche mori – diche mori — diche mori, en un chino que tiene un adorable sabor a viejo, a medieval, a aldea latina.
     Gracias, peste en Manchuria, muerte victoriosa y vencida, verdad nocturna del dolor en el pensamiento, llama y luz curadora. –
     — Traducción de Ernesto Hernández Busto

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