Para Lichtenberg, la crítica literaria era una enfermedad infantil que todo libro recién nacido debía superar. Por más que los autores ensayen terapias de indiferencia, rara vez son inmunes al sarpullido. Ricardo Piglia ha expresado la extrañeza que suscita el hecho crítico: el autor tiene la sensación de leer cartas que le atañen pero no le están dirigidas. Ante esa correspondencia sin interlocución, los escritores han ensayado copiosas estrategias defensivas, incluso para los elogios. Al respecto, Arthur Schnitzler brinda un caso de laboratorio. El autor de La ronda, cuya agudeza psicológica provocó que Freud lo definiera como su doble, le escribía a sus críticos para lamentar juicios fácilmente entusiastas y sugerir un trato más severo. Sería burdo suponer que deseaba pasar por humilde (“Si uno habla de sus faltas, estará elogiando su modestia, el conocimiento que tiene de sí mismo”, anota en su diario). Seguramente, al sugerir deficiencias, Schnitzler procuraba protegerse, anticipar comentarios que hubiera detestado en un tercero. En este sentido, no se diferenciaba del novelista que piensa que el juicio negativo de la crítica se debe a lo guapa que es su esposa (Amis: “la gente acepta el éxito literario o sexual pero no los dos”) o a la impotencia implícita en quienes viven de los creadores (Steiner: “un crítico es el eunuco de un escritor”). La autocrítica de Schnitzler es una de las muchas vacunas infructuosas ante el desajuste entre el autor y su testigo. Todo libro nuevo vomita y tiene ronchas, y a veces crece y sobrevive.
En su reciente novela Author, Author, David Lodge se ocupa de la relación de Henry James con el juicio de su época. El creador de Daisy Miller murió convencido de que pertenecía al rango neblinoso de los “autores distinguidos” que reciben algún premio en el que se sirve buen oporto pero no conectan con el gran público ni logran cortejar a la posteridad. Decepcionado por la respuesta a la edición neoyorquina de sus Obras completas, el veterano novelista probó su mano en la dramaturgia con ínfimos resultados. En la versión de Lodge (deudora de la célebre biografía de Leon Edel), el gran renovador del punto de vista narrativo está obsesionado de manera muy terrenal y vanidosa con la mirada ajena. De poco le sirve la admiración de Stevenson, y le hubiera horrorizado saber que la generosa Edith Wharton pagó con sus regalías el sorprendente anticipo de La torre de marfil. La plomiza recepción de sus libros es más dramática si se considera su dedicación monacal a la literatura. James hizo de la soledad una virtud y sacrificó toda forma de erotismo que implicara a otra persona.
En Un mundo pequeño Lodge había mostrado su talento para la sátira intelectual: cada campus es un zoológico donde abundan parásitos hipersexualizados. Author, Author representa el reverso de lo que ha escrito hasta ahora. No hay el menor tono paródico ni asoma el recurso predilecto del narrador: mostrar lo interesante que puede ser una realidad que no vale la pena. Los farsantes que pueblan el mundo de la televisión (Terapia), la literatura (Home Truths) o los congresos académicos (Un mundo pequeño) se vuelven entrañables al ser desenmascarados. En su comedia de la inteligencia, el piadoso Lodge revela que, desprovistas de su disfraz esnob, sus criaturas son bestias bastante gratas. Este humanizador sentido de la sátira lo aparta de un chistoso de tiempo completo como Tom Sharpe. Revisemos un ejemplo límite: el protagonista de Terapia va a un restaurante indio, come su ración de curry y regresa a casa aromatizando el camino con sus pedos, imbuido de una alegría infantil. Menos complejo, Sharpe podría imitar sin problemas la parte de los pedos, pero sería incapaz de inventar la irracional alegría íntima que los gases condimentados deparan al protagonista. Sin embargo, ante James el maestro de la comicidad intelectual se ha frenado. Aunque se abstiene de retratarlo como un titán excelso (tentación frecuente ante el ampuloso artífice que H. G. Wells describió como “un hipopótamo que trata de recoger un guisante”), resulta reverencial en exceso, sobre todo para ser David Lodge. Hacia el final del libro, habla en primera persona y lanza una fanfarria por los portentosos logros póstumos del autor de Los bostonianos. Esta vindicación del heroísmo literario al margen de la aceptación pública obliga a pensar en la forma en que el propio Lodge se ve a sí mismo. ¿Author, Author es un grito contra la crítica y las demasiadas ocasiones en que sólo ha sido finalista en el Booker Prize? El terreno de las intenciones es tan fascinante como resbaloso, pero no puede esquivarse en un libro consagrado a la recepción literaria.
Al narrar el fracaso de las vanas ilusiones culturales, Lodge conquistó el paradójico aprecio de críticos y lectores que lo consideran “uno de los suyos” y se resisten a elevarlo a la intangible categoría de los excepcionales (el Walhalla al que Julian Barnes accedió con El loro de Flaubert). Author, Author avanza como una novela deliberadamente seria, el esfuerzo de un consumado bebedor de vino para vivir a base de agua.
Lo más significativo de esta obra a veces hagiográfica es que, sin saberlo, el protagonista muere de manera jamesiana. En el futuro, el indiferente entorno en el que se disipa sólo podrá referir ciertas situaciones (la sofisticada elocuencia del malentendido y de lo no dicho) a partir de las tramas y las atmósferas de James. En ese mundo equívoco, Lodge se ha rebelado contra su reputación de satirista para demostrar que en su pluma el inmenso James es inferior a los absurdos y queribles fantoches que suelen deambular en sus novelas. –
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).