El color de la India

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Mi India es italiana por casualidad, aunque mi relación entera con ese país nació casualmente. Yo no tenía a la India en la cabeza —plantada en el campo de los sueños— como destino primordial, del modo en que muchos “hinduistas” de mi edad y más jóvenes la han tenido, algunos a la espera aún del viaje soñado. Llegué en febrero de 1993 a la capital del país sin haberlo deseado nunca —como deseaba a Egipto, a Islandia, como sigo deseando a México—, y por ello sin haberlo leído apenas. En Delhi, mi amigo el diplomático Santiago Salas me pasó un ejemplar de A Suitable Boy, la novela de Vikram Seth entonces recién aparecida (y que, convertida pronto en un bestseller mundial, llegaría a España con el título de Un buen partido); sus casi 1.400 páginas fueron una buena compañía por el noreste de la India y Nepal hasta que, a punto de terminarla, descubrí y compré en una pequeña librería de libros usados de Katmandú L’odeur de l’Inde, la traducción francesa de un relato de viajes de Pasolini. Mi primer italiano indio.
     He hecho desde entonces los deberes de “indomanía” literaria, a la vez que seguí viajando regularmente por distintos estados del sur y el norte. He leído las “indias” de Forster y de Ackerley, de Hesse y René Daumal, las traslaciones más o menos fieles de Sir Richard Burton y Alain Daniélou, las moradas místicas de Isherwood y Huxley, el ensayo de Paz y la fantasía de Martínez Sierra, incluso las divulgaciones de Calasso y Dalrymple, mientras trataba de ponerme al día en los autores nativos de sus diversas lenguas, desde Mirabai a Anita Desai, pasando por Tagore, G. V. Desani, Narayan, Rushdie y Ghosh. Siguiendo la pista de Pasolini llegué al Esperimento con l’India de Manganelli, y un día en Venecia encontré saldado un tomito de Guido Gozzano cuya “copertina” de miniatura erótica rajastani me atrajo más que su título, Verso la cuna del mondo. Por culpa de estos tres últimos escritores, la India of my mind tiene el color de Italia.
     Olores indios. “El olfato es el más animal de nuestros sentidos, y esto confirma el neoprimitivismo de Pasolini”, dice Moravia, compañero de viaje en 1961 (junto a su mujer Elsa Morante) del autor de Teorema, en un apéndice a la edición española de El olor de la India. El libro no responde, sin embargo, al título, pues más que olfatear, Pasolini miraba: “los indios nunca están alegres: sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de dulzura, no de alegría”. O recapacitaba en su estilo más combativo contra la Europa de las religiones de Estado y la vulgaridad burguesa, angustiado por la posibilidad de que un país que ama tanto como la India se occidentalizase de “manera mecánica y deteriorada”. Y un pensamiento ambiguo, tal vez culpable, que entiendo muy bien, respecto a los rasgos lenitivos de la dominante religiosidad hindú o jainista: “Si el indio pierde su inseguridad, su mansedumbre, su carácter temeroso, su pasividad, ¿en qué se convierte?” La única respuesta de Pasolini no pasa de ser una mera impresión sin razonar, un gesto: “El Corán endurece, otorga unas certezas, cultiva la identidad. Por eso con los indios de religión musulmana […] no me encuentro cómodo”.
     Manganelli hizo de periodista (le envió a la India la revista italiana Il Mondo en el año 1975), y como tal se mostró impertinentemente sabueso, por ejemplo con Hesse: “En Siddharta la gente muere a orillas de ríos alegóricos y, en conjunto, reina un olor a madera de sándalo”. Finísima nariz de Manganelli: “Leyendo la novela de Hermann Hesse, se olvida que los excrementos existen”. Mi amiga romana Domitilla Cavalletti, con la que ya he viajado tres veces a la India (y se sabe, diría yo, de memoria a Manganelli), utiliza siempre que nos acercamos por carretera a una de sus grandes ciudades el adjetivo “esfintérico”; más que en ningún otro país que yo conozca, las aglomeraciones urbanas de la India son desparramados entes vivos, y para llegar al hotel, al templo, al palacio o a la mezquita, antes hay que pasar por un interminable y hediondo intestino grueso. ¿Cabe hacer himnos a la suciedad rectal? Manganelli, cuando menos, desconfía de nuestra aseada, aséptica civilización, que “ha encerrado sus propias deyecciones en inmaculadas jaulas de cerámica”, y rastrea en la India una “suciedad original, que es la del albor de los tiempos, y que nosotros hemos traicionado, como lo hemos hecho con todo nuestro cuerpo, con nuestros pelos, nuestro sudor, nuestras uñas, nuestras partes genitales, nuestros esfínteres”. La India es el reino de lo innegable. De lo manifiesto. El país más pudoroso y santo que conozco a la vez que el menos avergonzado de su propia exposición física, de su orgánica materialidad.
     No es preciso ser italiano para admirar la proliferación, el énfasis teológico, los actos de piedad reiterados, la “poesía de lo superfluo y la ciencia de las cosas inútiles”, palabras, éstas últimas, con las que caracteriza a la India Guido Gozzano, otro poeta, excelente poeta crepuscular, que también viajó allí como reporter (a cuenta del diario La Stampa de Turín), si bien sus crónicas poseen un nivel de veleidad metafórica y atención a lo inactual que pocos jefes de redacción actuales dejarían pasar (por no hablar de los correctores de estilo).
     Es cierto que la India sorprende, sobre todo si se llega sin previo aviso (ya he dicho que ése fue mi caso), por el despilfarro de sus signos, una riqueza natural que, sin paliar la pobreza, le da una mortaja llevadera, voluptuosa. En el parque de Delhi que rodea el minarete de Qutab, la primera tarde de aquel primer viaje casual de 1993, los grandes pájaros negros posados ruidosamente sobre las ramas no me dejaron ver los árboles; más cuervos que en toda la literatura gótica anglosajona. Gozzano, de visita en un Hospital de Animales de Bombay, se extasía por el espectáculo (¡y el hedor!) de las numerosas especies allí “internadas”: “falanges de bestias de carga, rocines de plaza, búfalos, cebúes demacrados o hidrópicos, derrengados, anquilosados, cubiertos de úlceras y de llagas, monos, perros, gatos ciegos, mancos, sin pelo: una parodia lacrimógena del Arca salvadora”. (Montale, gran entusiasta y difusor de Gozzano, dijo de él que era el primer poeta que “soltó chispas haciendo entrechocar lo áulico con lo prosaico”. Y a continuación casi lo mismo, pero dicho por el propio Gozzano, proclamando que escribía con “el estilo de un escolar un poco corregido por una criada”.)
     En India, los humanos defecan tan en público como los animales, con quienes comparten la translúcida privacidad de la calle; ningún ser vivo se esconde para morir. Ante tanta penalidad malamente preservada en el Hospital de Bombay, Gozzano insiste: “Nuestra piedad occidental se subleva, pregunta indignada por qué no se les da a esas pobres bestias el golpe de gracia, adormeciéndolas con una doble dosis de cloroformo”. Y el escritor italiano escucha de su anónimo interlocutor de Bombay una réplica: “Porque no se tiene derecho a destruir una vida, cualquiera que sea”. Vivir para sufrir, reflexiona Gozzano; ¿sufrir para qué? “Para extinguir en la rueda de las encarnaciones infinitas el deseo de existir”, le responde el mismo hombre del hospital. ¿Y si fuese verdad?, escribe el autor de Verso la cuna del mondo, momentáneamente convertido al dogma de la reencarnación. Siguiendo ya la hipótesis, cierra Gozzano el capítulo de sus crónicas indias titulado “El vivero del Buen Dios” con la implícita aceptación de que el gusano, el perro y el hombre tal vez no sean sino “distintas graduaciones del espíritu”.
     Imposible no ser animalista en la India, sin necesidad por ello de creer que bajo el rumiante remolón o el ave de presa atenta al menor despojo hay un tendero reencarnado. El animal vence allí tanto por desdeñoso y peripatético, si es vacuno, como por presumido: el destello del negro de los cuervos, sociables de buena mañana cuando uno deja algo de pan o café en el servicio del desayuno; la comedia más que humana de las familias de monos que saltan a cientos de los árboles a los coches en parques naturales y templos selváticos, siempre con la burla de sus artimañas en la cara; la coraza sentimental de los elefantes, ni siquiera alarmados ante el paso de los turistas cuando hay bebés ejercitando su trompa en la charca. La vaca filosófica india es adorable, pero el elefante, el mono y el cuervo dan cara a mi trimurti zoológica.
     ¿No me estaré poniendo orientalista? Es otro gran peligro del viajero indómano: el esteticismo de las cantidades. Gozzano cayó en él, con su brillante armería verbal, al describir un combate de monas y urracas en un mercado, o embaucado por el “ojo microscópico, casi perdido en la mole de la cabeza”, de los elefantes, donde el escritor ve alternarse “un resplandor indefinible de astucia irrisoria y bondad indulgente”. Yo, por inclinación natural más débil (y peor pertrechado de retórica que el doliente poeta piamontés), corro mayores riesgos de molicie o “pigricia contemplativa”. Así que trataré de volverme “ciego en torno a las imágenes recibidas”, como le escribiera Rilke en una carta a Benvenuta. Mi simbólica ceguera imaginista sería, de funcionar, más modesta que la del poeta de las Elegías de Duino, adoptada la suya en aras de la salvación del “alma poética”: la mía, una mera purga de la concupiscencia de la mirada. Y en mi intento vuelvo a Pasolini y Manganelli, quienes, sin perder un matiz del colorido indio ni rehuir el shock olfativo, supieron ver en sus viajes periodísticos el contenido de la religión.
     Ya antes me referí a la idea purista, para él tan reconfortante, que Pasolini se formó de la profunda observancia religiosa de los hindúes; a ellos, sostiene en su libro el cineasta y poeta, la fe les hace sustancialmente mejores, al contrario que a los católicos europeos. Manganelli es menos absoluto; para él, la sociedad, la cultura india, no dejan lugar a la “piedad individual”, pues rechazan esa “caridad dolorosa, desesperada, que en el Occidente se liga a lo efímero”. En la India existiría así, según el autor de La ciénaga definitiva, una “piedad cósmica”, la “conciencia de una pena universal y anónima que nos toca a todos y a todos nos consagra”. Y, remata Manganelli su cábala: “Esta ausencia de piedad individual transforma a la sociedad india en un lugar trágicamente inaccesible, ganado por una dulzura dramática, incomunicable, una indiferencia sin desdén, sin remordimientos, sin indulgencia”.
     Yo accedí a la India por el norte, y mi primer modelo de “letanía” esculpida fue Khajuraho, donde en muchos de los veinte templos sembrados en el prado próximo al pueblo predominan las figuras concupiscentes más entregadas y felices del arte universal. Pero se trata de esculturas en piedra, realizadas a finales del siglo X de nuestra era y semejantes en nobleza de talla y vigor compositivo a las que adornan pórticos y capiteles del posterior gótico europeo. Por mucho que las apsaras o “doncellas celestiales” de Khajuraho se contorsionen lascivas, luciendo al sol la desnudez prometedora de sus carnes, por mucho que las parejas amatorias se unan en penetraciones de alta gimnasia tántrica y el escultor recoja también la copulación del hombre con los animales, el espectador, aunque sea igual de ateo que yo, no pierde de vista la matriz religiosa del programa trazado en los muros; las imágenes eróticas de los templos de Khajuraho y otros conjuntos importantes del norte y centro de la India (como Konaraka y Puri) trasmiten el efecto trascendental y bonificador de una creencia profunda, verdaderamente edificante. Yo podría ser miembro de una religión así de inamovible en sus símbolos, tan gozosa y ordenada.
     Ahora bien, en el último viaje (febrero-marzo de 2004) llegué al sur, al estado de Tamil Nadu, que me pareció el solar arquetípico de todos los sures del mundo. Yendo por carretera desde el estado de Kerala, la primera parada fue Madurai, que más que una inmensa población (casi millón y medio de habitantes) es un templo que ha fructificado de manera orgánica y monstruosa en una ciudad. Y tuve la gran recaída. Me sentí casi igual de abrumado que Rilke por el espectáculo del paisaje de nubes y cielo de Ronda, ante cuya belleza subrayada, múltiple, el poeta reconoció la obligación de “dejar de ocuparme de las cosas externas”. Meses después de mi visita sigo sin saber si el recinto templario de Madurai que honra a la deidad menor Minakshi, la “diosa de los ojos de pez”, es hermoso o sólo pasmoso: un problema no tanto de juicio estético como de procedencia geográfica o perfil genético, pues la capa de pintura chillona que hace seis o siete años se le ha dado a los conjuntos de figuras de yeso agobiantemente erigidas en el exterior de las gopuras, mandapas y porches de los templos los hace demasiado semejantes a los ninots festivos de mi tierra, bien los que se entregan al fuego las noches de San Juan y San José o aquellos que desfilan con alzas de gigante y cabezotas acartonadas en las procesiones populares.
     Manganelli resume muy bien ese arte escultórico del sur indio cuando habla de una escultura “en bandas”: bandes dessinés, diría yo. Un tebeo sobre los mitos y ritos de los grandes y pequeños dioses de la teología hindú en el que, sigo con el escritor italiano, “se tiene la impresión de ver una gigantesca cabellera escultural, tan tupida que no deja vacío entre las mechas. Esos escultores ignoraban el aire, el espacio, la escansión: su densidad es la del caos”. Esa “manera asiática de descubrir a los dioses” en la que Manganelli captó una invención errática, una dilatación infinita y tortuosa, una genealogía de encarnaciones sucesivas y simultáneas, un —me parece a mí, en suma— impudor decorativo y una negación de todo concepto edificatorio o escultórico, inclina al descreimiento, al cinismo. He ahí un repertorio de la contrarreforma, una sinuosidad jesuítica, una concentración de mal gusto litúrgico que confiará, como los sacerdotes de las peores religiones, en que el fiel, por serlo, comulgue con la ostentación, la vacuidad y el batiburrillo. Los templos repintados de Tamil Nadu me volvieron a hacer incrédulo y hasta un poco iconoclasta. ¿Cómo ponerse a rezar a los monigotes de unas fallas protovalencianas?
     Sé desde luego que el coloreado crudo y estridente que los tamiles dan ahora, cada diez o veinte años, a las esculturas de muchos de sus edificios religiosos (no todos) no es falso, pues, al igual que los de otras religiones antiguas, aquellos templos estaban originalmente pintados. Al Partenón, sin embargo, le han dejado, y muy juiciosamente, su pérdida de color en el tiempo. En Tamil Nadu le temen a la piedra desnuda y al blanco, un color (o falta de él) que puede recibir cualquier otro color, como decía en 1557 el misterioso tratadista artístico Coronato Occolti, nuestro último italiano observador. Y ese temor tamil a no lucir, a acoger mansamente las manchas naturales del sol o los pájaros, a dejar el cuerpo de sus dioses y héroes descascarillado por la mano de los siglos, me ahuyentó.
     ¿Renegar del sur, yo, que lo llevo en la cara? Me queda mucha India por recorrer, y “una distribución azarosa de los colores más atractivos jamás producirá tanto placer como una imagen certera sin color” (esta frase no es italiana, sino de un griego que no llegó a hacer periodismo: Aristóteles). De ahí mi voluntad de seguir experimentando más el olor de la India. De no dejarme arredrar por sus ciudades y pueblos esfintéricos. Tal vez así llegaré, sin credo pero con vocación, a la cuna del mundo. –

+ posts

Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: