Por un nuevo pacto

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Queridos amigos: ¿cómo llegamos a este punto? No recuerdo otro momento en el que el abismo entre europeos y estadounidenses fuera tan grande. En los dos últimos años he sostenido que la crisis de Iraq era una especie de “tormenta perfecta” con pocas probabilidades de repetirse, y que muchas de las recientes tensiones obedecían a la personalidad y a los defectos de los protagonistas de ambas partes. La alianza transatlántica ha superado muchas crisis anteriores, y en vista de los intereses y de los valores comunes, así como de los enormes retos que afrontamos, confiaba en que también podríamos superar esta reciente disputa.
     Ahora ya no sé qué pensar. Después de una serie de viajes cada vez más deprimentes a Europa, hasta mi optimismo está a prueba. Pero estoy convencido de que si no encontramos pronto una nueva forma de relacionarnos, el daño a la alianza que más éxito ha tenido en la historia podría ser permanente. Sería posible que se estuviera creando un nuevo orden mundial en el que ya no vaya a existir el concepto mismo de “Occidente”.
     No quiero decir que Europa y Estados Unidos terminarán por alejarse militarmente, como ocurrió entre el Oriente y el Occidente durante la Guerra Fría, pero de no invertirse la tendencia actual, sin duda en ambas partes habrá cada vez más presión interna a favor del enfrentamiento y no de la cooperación, lo que conduciría al fin efectivo de la OTAN, y a pugnas políticas en el Medio Oriente, África y Asia. Los europeos afrontarían un Estados Unidos al que ya no le interesaría una Europa unida y próspera —que Washington ha apoyado durante sesenta años—, y a la cual podría pretender socavar activamente. Y es posible que los estadounidenses llegaran a tener que afrontar monumentales problemas a nivel mundial no sólo sin el apoyo de sus asociados en potencia más capaces, sino tal vez frente a la oposición de ellos mismos. La Gran Bretaña por fin tendría que escoger entre dos partes antagónicas.
     Hay quien lo considera inevitable, pero siempre me ha parecido que eso que dice mi amigo Robert Kagan, de que “los estadounidenses son de Marte y los europeos de Venus”, es una exageración. Claro que entre ambos hay diferencias reales, e incluso cada vez mayores, en torno a una serie de asuntos. El fin de la Guerra Fría, el ascenso del poderío militar, político y económico de Estados Unidos durante el decenio de 1990, y la preocupación de Europa ante los problemas de su integración y ampliación, en conjunto agudizan estas diferencias. Pero durante años hemos tenido diferentes perspectivas estratégicas, y pugnas respecto a las estrategias, lo que nunca nos impidió colaborar en pro de nuestros objetivos comunes. Y a pesar de las provocaciones de los ideólogos de ambas partes, sin duda que hoy eso sigue siendo posible. Los líderes todavía tienen opciones y decisiones que tomar. Ellos configuran su entorno y éste los determina a su vez. Las opciones acertadas podrían ayudar a colocar de nuevo en el mismo campo las democracias liberales, así como las decisiones erradas podrían desintegrarlo.
     Lo que hace falta es un nuevo pacto, y esto es lo que propongo aquí: los estadounidenses tendremos que mostrar cierta humildad, admitir que no tenemos todas las respuestas y estar dispuestos a escuchar, consultar e incluso a hacer concesiones. Tenemos que reconocer que ni siquiera nuestro inmenso poderío y la vulnerabilidad que ahora sentimos nos autorizan a hacer todo lo que queramos ni como nos venga en gana. Hay que reconocer que necesitamos aliados para alcanzar nuestros objetivos, lo que significa incluir a otros en la toma de decisiones, por frustrante que pueda ser ese proceso. En una serie de cuestiones que han separado Estados Unidos de Europa en los últimos años —desde el cambio climático y las pruebas nucleares hasta el derecho internacional— los estadounidenses tendremos que comprometernos a lograr acuerdos prácticos con los otros, en vez de pensar que nuestro poder nos exime de obligaciones ante la comunidad mundial.
     Los europeos, a su vez, deben respetar el papel especial de Estados Unidos y su responsabilidad ante la seguridad mundial, y unirse a este país ante problemas como el terrorismo y la proliferación de las armas. Tienen que reconocer que la integración y la ampliación de Europa —si bien constituyen una enorme aportación a la paz mundial— ya no son suficientes, y que los europeos necesitan hacer mucho más para contribuir a la paz y la seguridad más allá de sus nuevas fronteras. A cambio de un lugar auténtico en la mesa, la Unión Europea debería comprometerse a no intentar limitar el poderío de Estados Unidos, y aceptar en cambio el objetivo de una alianza estratégica con él.
     Comprendo que los europeos duden, que piensen que los estadounidenses se han vuelto demasiado arrogantes en la defensa de sus intereses. Es posible, pero creo que muchos estadounidenses, incluso algunos del gobierno de Bush, están comenzando a darse cuenta de lo costoso y lo incómodo que es tratar de gobernar el mundo sin aliados. La cuestión de Iraq ha abierto mucho los ojos. Aquí, el estado de ánimo es muy diferente de lo que era en el 2001, cuando George W. Bush llegó a la Presidencia con gran soberbia; o que en 2002-2003, cuando los estadounidenses estaban seguros de que la victoria sobre Iraq haría a los aliados regresar a gatas. Hay que ver el giro que ha dado la política, que hoy favorece la presencia de las Naciones Unidas en Iraq. Algunos de aquellos que el año pasado se oponían a la mediación de las Naciones Unidas, últimamente imploran su ayuda. Si Europa ofreciera considerables recursos y se comprometiera —lo que está todavía por verse—, los estadounidenses de todas las ideologías estarían dispuestos a hacer concesiones para recuperar la relación. No hay que olvidar, además, que Estados Unidos es un país dividido. Muchos críticos de Bush hemos estado pidiendo una perspectiva más multilateral de la ayuda externa desde hace tres años y medio, y la balanza está inclinándose cada vez más de nuestro lado.
     En realidad, el pacto que propongo no tiene nada de nuevo. Después de 1945 Estados Unidos tenía todavía más poder en Occidente que hoy, pero dirigentes como Harry Truman y Dean Acheson se daban cuenta de que para ganar la Guerra Fría había que conquistar corazones y el pensamiento en todo el mundo, tanto como demostrar nuestra fuerza. Incluso mientras se debatía con los europeos la estrategia conveniente en la Guerra Fría, respetamos los principales intereses de Europa por mantener la alianza. Los europeos ya entonces resentían el poder de Estados Unidos, pero sus líderes se daban cuenta de que ese poderío y liderazgo durante la Guerra Fría eran decisivos para cumplir los objetivos que se había fijado. Los estadounidenses, frente a los enormes desafíos que plantean el extremismo islámico, el terrorismo y la proliferación de las armas de destrucción en masa, siguen necesitando la legitimación y recursos de Europa, tal y como los europeos siguen necesitando del poderío y el liderazgo de Estados Unidos; sólo queda por verse si ambos lo comprenden.
     Entiendo el enojo y la frustración de Europa por la política reciente de Estados Unidos. Desde el inicio mismo, el grupo de Bush decidió exhibir un nuevo estilo de liderazgo de la alianza. Según ellos, el gobierno de Clinton había mostrado demasiada deferencia ante sus aliados, lo que se tradujo en una demora de dos años en la intervención en Bosnia o en la frustración de combatir una guerra en Kosovo “por comité”. Esta teoría del liderazgo se resume en unas palabras pronunciadas por Robert Kagan pocos años antes: “La respuesta multilateral se da con mayor eficacia cuando el más poderoso decide intervenir, con o sin los otros, y después pregunta a sus aliados si están decididos a participar.” Era un antídoto interesante contra la indecisión de los primeros años del gobierno de Clinton, pero se corría el peligro de autorizar casi cualquier acción unilateral sencillamente al precio del liderazgo. Max Boot, otro autor neoconservador, nos dijo que no nos preocupáramos, ya que “el resentimiento viene por añadidura”. Tenía razón, y ahora somos el país contra el que hay más resentimiento en el mundo. Nuestro poderío militar es mayor que antes y nuestra autoridad moral menor que nunca. No me agrada esta ecuación.
     La respuesta al 11 de septiembre llevó esta actitud al extremo. Los estadounidenses se sintieron más vulnerables que nunca, tenían una confianza suprema en su poder después de una década de crecimiento económico y una serie de guerras con pocas bajas. En este contexto, Bush decidió que no sólo cambiaría el gobierno en Iraq, sino que también “cambiaría el mundo”, como repitió en diversas ocasiones, y la mayoría de los estadounidenses aprobaron este plan. Bush parecía tomar los ataques contra Estados Unidos como autorización para hacer lo que quisiera, teniendo poco en cuenta el punto de vista de los demás, desdeñándolo más bien. De esta manera, respecto de Iraq, los principales funcionarios del gobierno se burlaban de los europeos por dudar del peligro que representaban las armas de destrucción en masa, que no existen; los reprendían por no creer que Saddam colaborara con Al Qaeda, que no colaboraba; interpretaron la duda europea sobre la capacidad de estabilizar y democratizar Iraq como máscara del pusilánime interés comercial propio, y parece que esa desconfianza tenía fundamento. A muchos miembros del gobierno no sólo no les importaba la alianza, sino que querían activamente debilitarla para fortalecer la libertad de maniobra de Estados Unidos. Nuestra respuesta a la oposición de Europa respecto a la guerra en Iraq era: “La vieja Europa” y “papas libertad” (en vez de “papas a la francesa“).
     Sé que muchos europeos habrían querido que los demócratas enfrentaran con mayor decisión al gobierno, sobre todo en lo referente a Iraq. Muchos demócratas manifestaron sus dudas, hicieron preguntas y propusieron opciones a la guerra, pero una vez que el Presidente decidió que era necesario amenazar con utilizar la fuerza militar, la mayoría de los demócratas lo apoyaron. Hubo una serie de motivos para hacerlo, y no fue mera cobardía política. Claro, todos recuerdan la primera Guerra del Golfo y a todos los que pagaron un precio incluso un decenio después por no haberla apoyado. Existía el temor de morir políticamente hablando si uno se oponía a la guerra, y resultó que Saddam estaba a punto de construir un arma nuclear o de preparar cultivos del virus de la viruela.
     Pero también había razones de peso para respaldar por lo menos la amenaza de utilizar la fuerza militar. Durante doce años, Iraq se había estado mofando de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, situación ante la cual muchos europeos mantenían una extraña indiferencia. Los veinticinco millones de personas del país vivían y sufrían una brutal dictadura. Para tratar de contener las ambiciones armamentistas de Saddam, la comunidad internacional imponía sanciones paralizantes que generaron un profundo resentimiento en todo el mundo árabe y sirvieron de pretexto al terrorismo. La trayectoria de Saddam de invasiones periódicas a los países vecinos obligaba a Estados Unidos a mantener soldados en Arabia Saudita, mencionados también por Al Qaeda como principal motivo de sus ataques.
     En ese contexto, cabía alegar que era un riesgo emprender la guerra, pero no una locura. La situación general también era horrenda, y hay que recordar que en Iraq no había inspectores de armas, ni mucha decisión internacional de que los hubiera, hasta que Bush amenazó con derrocar el régimen iraquí. Durante todo el decenio de 1990, Estados Unidos y la Gran Bretaña costeaban y mantenían las zonas donde estaba proscrito el vuelo de aviones militares, cuyo respeto se imponía con tropas en la región y soportando el resentimiento de los árabes. Incluso muchos de los que preferíamos la contención a la invasión y criticábamos al gobierno de Bush pensábamos que debilitar la amenaza legítima de utilizar la fuerza militar y sacar a Saddam del apuro era peor que correr el peligro de una guerra. Y claro que no sabíamos que la información sobre las armas de destrucción en masa fuera tan deficiente, ni que el gobierno gestionaría tan mal el periodo posterior a la guerra. Quizás deberíamos de haberlo supuesto.
     Pero ahora estamos donde estamos y hay muchas acusaciones que hacer. Por lo menos en algunos aspectos ahora la cooperación debería ser más fácil. El año pasado no estuvimos de acuerdo en cuál era el objetivo adecuado en Iraq: contención o cambio de régimen. Este año tenemos un objetivo común y decisivo: evitar el caos y la guerra civil en Iraq, restablecer la soberanía del pueblo iraquí y echar los cimientos de largo plazo de un Iraq estable que no represente una amenaza. La cuestión es si estamos dispuestos a superar las diferencias del año pasado y a tratar de trabajar juntos para mejorar la situación. Sé que muchos países europeos, sobre todo la Gran Bretaña pero también Italia, Polonia, los Países Bajos, Rumania y otros, ya están colaborando, aunque francamente no tanto. Aparte de los británicos, en Iraq hay alrededor de nueve mil soldados europeos, o casi el seis por ciento del total. La aportación prometida por Europa para la reconstrucción —que tal vez sea más razonable esperar eso de ella— es mínima (poco más de mil millones de dólares, comprendidas las contribuciones de la Unión Europea y de otros países), y los recursos para ayuda son todavía menos. Los alemanes han capacitado a algunos policías iraquíes y han ofrecido reducir la deuda, pero ni ellos ni los franceses han hecho gran cosa fuera de eso.
     Ahora bien, yo sé que la situación en que se encuentra hoy Iraq no es obra de Europa, y no es justo pedirles que remedien un problema causado por otros. Pero los europeos también tienen que pensar en sus intereses en Iraq y en el Medio Oriente, que son mucho más importantes que cualquier satisfacción que se pueda obtener de demostrar el error de los neoconservadores o de la derrota de Bush. Las consecuencias del fracaso de Estados Unidos en Iraq serían devastadoras para todos nosotros. El mensaje que se enviaría a todo el mundo sería que con suficientes bombas en las carreteras, ataques suicidas y decapitaciones de civiles se podría obligar a Estados Unidos —o a cualquier gobierno occidental— a abandonar sus propósitos. Lograr sacar a la superpotencia estadounidense se traduciría en la tradición terrorista en una gran “victoria”, inspiraría nuevas campañas en todo el mundo, comprendida Europa. Fracasar en Iraq acarrearía también el importante peligro de que este país se convirtiera en un Estado fallido, un nuevo Afganistán, un refugio de terroristas, todavía antes de reconstituir el anterior.
     Con esto en mente, lo que necesitan saber los estadounidenses es si existen condiciones para que los europeos participen más en Iraq. El gobierno de Bush ya ha dado los primeros pasos —aunque sea por la presión de los hechos— para satisfacer las demandas de Europa respecto a Iraq. Ha pasado a manos de las Naciones Unidas las negociaciones políticas (como querían los europeos), ha aceptado hacer la transferencia de la soberanía y celebrar elecciones (como querían los europeos) y ha adoptado un enfoque menos agresivo de la defensa de la seguridad (como querían los europeos). Bush ahora ha aceptado una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que codifica todos estos puntos, coloca los ingresos del petróleo en manos iraquíes y da al gobierno provisional de Iraq el derecho de expulsar al ejército de la coalición si así lo decide. ¿Qué más puede hacer Estados Unidos para obtener el apoyo de Europa? ¿O se presentarán nuevas condiciones al satisfacerse las de antes?
     ¿Qué debería pensar el gobierno de las declaraciones del ministro de Relaciones Exteriores francés, Michel Barnier, de que a pesar de todos los cambios de posición de Estados Unidos, Francia nunca va a mandar soldados a Iraq? ¿Y si John Kerry sale electo en noviembre y, como lo ha prometido, acude a las Naciones Unidas para “reincorporarse a la comunidad internacional”? ¿Eso conquistaría más apoyo? Quisiera pensar que sí, pero los europeos tienen que prepararse ahora para responder a la nueva actitud de Estados Unidos con realidades palpables que ayuden en Iraq, principalmente mandando soldados y dinero. Si resulta que un presidente de Estados Unidos no puede hacer nada para obtener más apoyo en Iraq, entonces los que hemos defendido que Estados Unidos haga concesiones —comprendido Kerry— quedaremos indefensos ante el argumento neoconservador sobre la inutilidad de la comunidad internacional.
     El nuevo pacto tendría que aplicarse mucho más allá de Iraq, desde luego. Por ejemplo, en Afganistán. Por una parte llegan buenas nuevas de ese frente. Cuando Estados Unidos inició esa guerra en el otoño de 2001, contó con un fuerte apoyo europeo, y los supuestamente venusinos europeos ofrecieron más soldados de los que el ejército de Estados Unidos en realidad quería. Tanto en Alemania como en Francia la opinión pública apoyó la guerra, y los gobiernos de izquierda autorizaron el envío de tropas; casi no se vio la oposición de hueso colorado contra Estados Unidos que se decía que caracterizaba su política. La OTAN, con el respaldo de unos seis mil soldados europeos, actualmente se encarga de la fuerza internacional de seguridad apostada en Kabul, y está ampliando su red de grupos provisionales encargados de la reconstrucción en todo el país. Un civil de alto nivel del Pentágono, que no es famoso por admirar a Francia, me dijo recientemente que estaba impresionado por el servicio que están prestando los cuerpos especiales del ejército francés en Afganistán.
     Pero también hay algunos aspectos que preocupan, en especial respecto de los ejércitos y las contribuciones de Europa. El secretario general de la OTAN, Jaap de Hoop Scheffer, cuenta a los visitantes que para obtener soldados y equipo para Afganistán necesitan “pasar la charola”. Cuando los generales locales de la OTAN pidieron recientemente a los países miembros que enviaran siete helicópteros de transporte, nadie quiso hacerlo, y Scheffer tuvo que seguir pidiendo limosna hasta que Turquía, finalmente, ofreció mandar por lo menos tres. La OTAN tiene dos mil helicópteros en su inventario, y los países miembros no pudieron proporcionar siete para una operación crítica que todos habían aprobado. Si la opinión pública de Europa realmente se opone tanto a la guerra (o a Estados Unidos) que inclusive una contribución militar modesta a las operaciones de la OTAN representa semejante dificultad política, quizás habría que darle la razón a Kagan.
     Un nuevo pacto también tendría que comprender la posición ante la situación de Israel y Palestina. Como muchos europeos, no creo que la posición de Bush nos haya ayudado mucho. El Presidente se ha asociado tan estrechamente con Ariel Sharon que es difícil proceder con honradez como mediador en la región. Bush apenas si ha mantenido su promesa a Tony Blair de “invertir la misma dedicación al Medio Oriente” que Blair invirtió en la pacificación de Irlanda del Norte, y ha hecho poco por demostrar a los palestinos que se interesa en su futuro. El gobierno fue asombrosamente ingenuo al creer que “el camino a la paz de Jerusalén pasaba por Bagdad”, y que, demostrada la fuerza de Estados Unidos en Iraq, los palestinos verían la luz y la seguirían. Y a pesar del ostensible multilateralismo del cuarteto formado por Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia, apenas si hemos visto disposición de consultar a los europeos sobre estos temas: Europa se enteró por la prensa del apoyo manifestado por Bush a Sharon a mediados de abril de 2004 respecto a las fronteras y los refugiados palestinos. Así que Estados Unidos necesita esforzarse mucho para promover la paz en el Medio Oriente y dar a sus aliados el papel que les corresponde en este proceso.
     Pero si lo hacemos, ¿aceptaría Europa, por favor, dejar de fingir que la intervención de Estados Unidos o la presión sobre Israel serían una solución mágica? El presidente Clinton y Yehud Barak estaban dispuestos a esforzarse por alcanzar la paz, pero todos sus intentos terminaron en tragedia.

Ocho años del proceso de paz de Oslo produjeron la segunda Intifada, y además no contribuyeron en absoluto a contener el crecimiento de Al Qaeda, que voló dos embajadas de Estados Unidos en África y atacó el barco USS Cole durante las conversaciones de paz. Así que hay que aceptar que no existen soluciones simples y esforzarnos juntos por lograr lo que ambos queremos: un Estado palestino viable que coexista con un Israel seguro. Para esto, Estados Unidos tendrá que hacer que Israel asuma su responsabilidad en cuanto a los asentamientos y convencerlo de que la superioridad militar y la posesión de territorio por sí mismas no lograrán la paz. Estados Unidos tendrá que estar dispuesto a adoptar una posición diferente de la del gobierno israelí incluso en cuestiones como la de Jerusalén, el muro, los asentamientos y los asesinatos selectivos. A cambio, los europeos tienen que dejar claro que no recompensarán la violencia palestina y que se comprometen con el futuro de Israel para que sea un Estado judío democrático y seguro.
     También hay que afrontar las grandes diferencias entre Estados Unidos y Europa sobre la situación de una serie de tratados internacionales. Estas diferencias han plagado las relaciones transatlánticas desde antes de que Bush llegara a la presidencia, pero han empeorado mucho desde que Bush renegó de algunos de esos tratados. No son soluciones mágicas y no es más probable que el Senado de Estados Unidos, por ejemplo, ratifique hoy el Protocolo de Kyoto sobre el cambio climático que durante el gobierno de Clinton. Pero Estados Unidos podría hacer mucho por restablecer su reputación en Europa si por lo menos estuviera dispuesto a participar en serio en cuestiones de alcance mundial de gran prioridad para Europa.
     Permítanme poner otro ejemplo de cómo podría funcionar un nuevo pacto: Irán. Desde hace años tenemos perspectivas divergentes sobre Irán. Europa prefiere una participación condicional (con más énfasis en la participación que en lo condicional), y Estados Unidos con sanciones y disuasión. Ninguna de ambas perspectivas ha funcionado bien y los iraníes han tratado de explotar las diferencias entre los aliados. Europa no está de acuerdo con que Estados Unidos aísle a Irán, y nosotros no estamos de acuerdo con sus tratos con un régimen que patrocina el terrorismo y trata de obtener armas nucleares. Pero sobre esto, como casi sobre todo, nuestros intereses son los mismos: promover la libertad, los derechos humanos, la no proliferación y el compromiso de Irán con la comunidad internacional. Así que se necesita un compromiso de ambas partes: de Estados Unidos en el sentido de participar de veras en el asunto de Irán y ofrecer incentivos comerciales y diplomáticos para que los iraníes cooperen en cuestiones decisivas, siempre que Europa se comprometa a hacerlos pagar si se portan mal.
     En el otoño del año pasado, cuando los ministros de Exteriores de la Gran Bretaña, Francia y Alemania le hicieron saber al gobierno de Irán que la Unión Europea sólo fortalecería sus relaciones políticas y comerciales con ellos si dejaban de enriquecer uranio, se demostró la eficacia de este tipo de acuerdos. Aun la línea dura del gobierno de Bush estaba convencida de darle a Europa una oportunidad y por lo menos comprobar la sinceridad de la cúpula iraní. Creo que ese acuerdo tiene posibilidades y que Washington debería reforzarlo con sus propias ofertas de compromiso diplomático y económico si Irán mantiene su palabra, como hizo con Libia en días recientes.
     Pero, francamente, me preocupa que Europa se inhiba, y su reacción a las recientes tácticas de demora utilizadas por Irán no ha sido reconfortante. Si Europa no presiona a Irán para que cumpla sus compromisos, Irán seguirá preparando su capacidad nuclear, que desestabilizaría todavía más el Medio Oriente. Además, Estados Unidos y Europa se encontrarán en una oposición que podría parecerse a la crisis del año pasado por Iraq: los estadounidenses alegaban la existencia de armas nucleares y pensaban en hacer uso unilateral de la fuerza, mientras que los europeos rechazaban este enfoque y pedían otra ronda de actividad diplomática.
     Entonces, ¿le damos una oportunidad a este nuevo pacto? El momento ideal para comenzar sería este verano. El gobierno de Bush tendría que reconocer algunos de los errores que ha cometido y cumplir estos nuevos compromisos de transferir una soberanía genuina al gobierno iraquí, trabajar constructivamente con las Naciones Unidas y ocuparse de los palestinos. Los europeos tendrían que reconocer sus intereses en Iraq, reconocer los cambios que ha habido en la posición de Estados Unidos y dar algunas señales positivas, si no con el envío de tropas entonces con recursos para la reconstrucción, capacitación de las fuerzas de seguridad de Iraq, reducción de la deuda, protección al personal de las Naciones Unidas, y posiblemente apoyo a la intervención de la OTAN. Más en general, las cumbres que se celebraron en junio podrían ayudar a crear un nuevo ambiente. Los principales países occidentales apoyarían la iniciativa del g8 de promover una reforma política en el Medio Oriente, confirmarían su compromiso de reanimar la ronda de Doha de negociaciones comerciales mundiales y colaborarían para que los israelíes lleven a la práctica planes para retirarse de Gaza y ayudar a los palestinos a gobernarla.
     Debería ser así, aunque lo dudo. Desde marzo, una serie de acontecimientos —el repunte de la violencia en Iraq, la elección de un gobierno menos atlántico en España y el retiro de este país de Iraq, el acuerdo de Bush y Sharon y la reacción de Europa ante el mismo, así como el escándalo por los abusos contra los prisioneros de Abu Ghraib— han socavado tanto cualquier intento de restaurar el compromiso transatlántico que me parece que este verano es demasiado pronto. Es más, aunque la mayoría de los europeos (o por lo menos sus gobiernos) no lo admitan, creo que lo que menos les interesa ahora, con las elecciones en puerta, es ayudar a George W. Bush a refutar que ha aislado a Estados Unidos. Jacques Chirac sin duda hizo un esfuerzo extraordinario para oponerse a la participación de la OTAN en Iraq en la reunión del g8 de junio. Así que imagino que no podremos darle una verdadera oportunidad al nuevo pacto hasta principios del año que viene.
     Estoy de acuerdo en que un cambio de gobierno en Estados Unidos ayudaría. Por lo menos eliminaría cuatro años de acritud y resentimiento. Creo que el grupo de Kerry le daría más valor a la cooperación con los aliados. Incluso los demócratas que respaldaron la guerra en Iraq nunca apoyaron la hostilidad del gobierno de Bush con las Naciones Unidas ni la política de “castigo” a los aliados. La brecha cultural entre Europa y el grupo de Kerry en cuestiones como la pena de muerte, el ambiente natural, la economía y el control de las armas de fuego sería mucho menor que con el gobierno tan conservador de Bush. También creo probable que Kerry reanude las relaciones con Europa en lo que se refiere a algunos de los tratados que el gobierno de Bush ha abandonado con tanto descuido. Esas iniciativas demostrarían un auténtico deseo de Estados Unidos de hacer borrón y cuenta nueva. Pero el que esto conduzca a un nuevo pacto con Europa depende en parte de su respuesta. Kerry ha prometido a los estadounidenses que, aproximándose a los aliados, puede conquistar verdaderos socios para Estados Unidos. ¿Europa está dispuesta a confirmarlo o a desmentirlo?
     ¿Y si sale reelecto Bush? Aun en este caso, hay por lo menos una oportunidad de que en un segundo periodo de gobierno siga una trayectoria más multilateral, quizá no por ganas sino por necesidad. Los estadounidenses han aprendido que necesitan a los aliados, y creo que quien quede electo tratará de buscar la posibilidad de forjar una alianza genuina, equilibrada y mundial con los aliados más prósperos y democráticos de Estados Unidos. Si lo hiciera Bush, ¿cómo responderían los europeos? –
     — Philip H. Gordon

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     Querido Philip: Hablar de “amistad” en materia de relaciones internacionales siempre es peligroso, pero los europeos informados saben

que tú eres un verdadero amigo de Europa. La tomas en serio, mientras que uno de los problemas más grandes de las relaciones transatlánticas en estos momentos es que la mayoría de los estadounidenses no la toman en serio. Tú sabes lo que dices y propones un nuevo pacto transatlántico.
     Nosotros también. En mi nuevo libro, Free World: Why a Crisis of the West Reveals the Opportunity of our Time, sostengo, como lo indica el título, que la crisis que culminó con Iraq representa una enorme oportunidad y un imperativo histórico para que los europeos y los estadounidenses colaboren en la creación de un nuevo programa político mundial. Muchos europeos piensan lo mismo. Así que no se trata sólo de que los europeos “respondan” a una magnánima oferta estadounidense de cooperación: se trata de que dos viejos socios se pongan a preparar un pacto nuevo. Dos asociados drásticamente diferentes en poderío militar, sin duda, pero si se toma en cuenta la fuerza económica y lo que Joseph Nye ha llamado “el poder suave”, la asimetría es menor.
     Estoy de acuerdo con gran parte de lo que dices sobre un pacto nuevo, pero estar de acuerdo es aburrido, así que permíteme comenzar con una discrepancia. No creo que deba pretenderse realizar este pacto nuevo en este verano, ni habría que medir su eficacia con Iraq. Más bien, primero hay que conocer la composición del nuevo gobierno de Washington y, menos importante, la del de Bruselas.
     Si queda George W. Bush de nuevo, entonces los europeos tendrán que trabajar con lo que podría ser —y comparto la cautela de tu esperanza— una versión ligeramente más multilateral del gobierno actual, espabilada por la amarga experiencia de Iraq y despojada de algunos de sus miembros más agresivos. Eso sería muy difícil de todas formas, tanto por las actitudes nacionalistas de muchos seguidores de Bush como por el profundo y probablemente inextirpable repudio de Europa contra Bush (sí, también hay un rechazo a los estadounidenses que preocupa, pero la oposición es sobre todo contra Bush). Si el nuevo presidente fuera Kerry, y en Europa hubiera una constelación adecuada de presidentes, comprendido el de la Comisión Europea y el “ministerio de exteriores” de la Unión Europea, entonces habría muchas más posibilidades de reanudar las relaciones.
     Así que más vale esperar a noviembre. Y que Iraq no sea la medida del éxito. Estoy completamente de acuerdo contigo en que para Europa es tan decisivo como para Estados Unidos que Iraq no se suma en un caos tan violento que Al Qaeda lo pueda declarar una victoria. Sin embargo, es injusto decir que los ejércitos europeos “ya están ayudando, aunque francamente no tanto”. Hay que aclararlo, el noventa por ciento de la responsabilidad del lío de hoy en Iraq corresponde al gobierno de Bush, sólo el diez por ciento a Europa. Con respecto a la crisis general de Occidente, la responsabilidad se reparte mucho más entre Europa y Estados Unidos, quizás un 50-50, tomando en cuenta los quince años que van desde el final de la Guerra Fría. Pero con Iraq es 90-10.
     Esta guerra fue una opción y no una necesidad. Ha sido la guerra de Bush. Él invadió Iraq sin la autorización que las Naciones Unidas otorgó para intervenir en Bosnia, ni con la legitimidad democrática de la intervención en Kosovo. Colin Powell dijo que aquella advertencia sobre la tienda de porcelanas se aplicaba al caso de Iraq: “Lo que rompas es tuyo”, pero su gobierno resultó penosamente mal preparado para ser propietario de Iraq. Gran parte del problema actual en Iraq puede atribuirse a errores de planificación de Estados Unidos, a su política de ocupación y al comportamiento de sus militares. Sin mencionar la vergüenza de Abu Ghraib.
     Nada de esto pretende ni por un momento negar los errores de Europa. Mientras Bush avanzaba hacia la guerra contra Iraq, Europa ofrecía un espectáculo ridículo. El desplante neogaullista de Chirac y Schroeder culminó con el grotesco final de la campaña de Francia para que se votara contra Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en una cuestión que Estados Unidos consideraba vital para su seguridad nacional. Mientras tanto, en vez de tratar de forjar una posición europea común, Tony Blair se adelantó a apoyar con exagerado entusiasmo la intervención en Iraq basándose en información que resultó falsa.
     Por esto Iraq no es el tema para lanzar un nuevo pacto transatlántico que ambos quisiéramos. Sí, con la resolución de las Naciones Unidas, deberíamos hacer todo lo posible por asegurar que el problema de Iraq no adquiera dimensiones catastróficas. Pero no es ese tema con lo que debería comenzar el debate el 3 de noviembre, al saber quién va a ser el nuevo presidente, sino que habría que comenzar por ponernos de acuerdo sobre los desafíos estratégicos de nuestro tiempo y cómo afrontarlos.
     Acepto que Europa debería tomar más en serio la amenaza que representan las armas de destrucción de masas, el terrorismo y los “países malvados”. Acepto que Europa debería constituir un ejército más en serio y estar dispuesta a utilizarlo. Pero considerar que ésta sería la solución principal es aceptar el programa intelectual unidimensional del gobierno de Bush, que reduce el poder al poderío militar y la compleja política de nuestro tiempo a una única “guerra contra el terrorismo”.
     Si se presta atención y se indaga cuáles son los verdaderos peligros para el mundo libre, la lista final debe incluir: la tormentosa política del Medio Oriente; el espectacular ascenso económico del Lejano Oriente; el imperativo del desarrollo para casi la mitad de la población mundial, que vive con menos de dos dólares al día; y el cambio climático que el año pasado produjo en Europa el verano más caliente de los últimos quinientos años. Nada de esto se puede resolver con la fuerza militar. No se necesita un martillo porque estas cuestiones no son clavos. Y ninguno de estos problemas se puede tratar con eficacia si Europa y Estados Unidos trabajan cada uno por su cuenta, ya no se diga en oposición.
     En el Medio Oriente, por ejemplo, sólo la presión de Washington haría a Israel negociar una solución de dos Estados con las fronteras de 1967. Europa puede ayudar mucho del lado palestino, y a la creación posterior de una Palestina viable, civilizada y, a fin de cuentas, democrática. Iraq es otra parte del rompecabezas, igual que Irán, como bien señalas. Europa y Estados Unidos tienen experiencia, ambos, en una política más sutil, sin invasiones ni ocupación, sino más bien alentando la introducción de reformas políticas desde arriba y la emancipación de las sociedades desde abajo. Donde se ha hecho con los mejores resultados es en Europa central y oriental. Ese tipo de política —mitad guerra fría, mitad distensión— es el adecuado para Irán.
     Aparte de esto, tenemos el mundo árabe, plagado de dictaduras y atraso a pesar de su riqueza petrolera. Es indispensable que Estados Unidos ejerza presión sobre Arabia Saudita y Egipto, pero Europa está al otro lado del Mediterráneo, el mar de en medio que una vez unió en vez de separar a los países que lo circundan. Es Europa adonde llegan decenas de miles de jóvenes árabes todos los años, por falta de perspectivas en sus países de origen. A Europa irían las exportaciones árabes si les abriéramos nuestros mercados. Y es la Unión Europea la que, al aceptar abrir las negociaciones para incorporar a Turquía, indicaría a todo el Medio Oriente que un país musulmán con un gobierno islámico puede formar parte del Occidente liberal democrático (o lo que llamo el postOccidente). En síntesis, no podemos prescindir los unos de los otros.
     Podría alegarse lo mismo, en otra forma, de los demás problemas. Por ejemplo, respecto al cambio climático. El mayor crecimiento de las emisiones de bióxido de carbono probablemente procede de los países en desarrollo industrial, China sobre todo. Pero no cabe esperar que China se contenga a menos que no lo hagamos nosotros mismos. A este respecto, Europa se ha comportado mucho mejor que Estados Unidos, que se ha atrasado mucho, sobre todo con este presidente petrolero. Sin el compromiso de Estados Unidos nunca se convencerá China, y el esfuerzo de Europa tendrá escasa utilidad. Y hay que recordar las palabras de uno de los principales científicos especializados en el clima, John Houghton, de que el cambio climático también es un arma de destrucción de masas. Sólo al tomar la lista completa de las cuestiones difíciles se ve qué le corresponde a Europa, qué a Estados Unidos, y cómo encajan. Europa tiene que proporcionar más helicópteros para Afganistán y Estados Unidos tiene que ponerle más filtros a las chimeneas y al escape de sus coches.
     La Unión Europea y Estados Unidos siempre van a ser potencias muy distintas en el mundo, lo que debería facilitar la cooperación en vez de hacerla más difícil. Mencionas dos importantes conquistas de la Unión Europea: la integración y la ampliación. Una mayor ampliación, que incorporara a Turquía, los Balcanes o Ucrania, también sería un beneficio para Estados Unidos. Pero en Europa hace falta otra cosa: una política local. Necesitamos un conjunto de zanahorias y palos para hacer que los vecinos del norte de África, el Medio Oriente, el Cáucaso, Rusia y Asia central respeten los derechos de sus propios ciudadanos y los de sus vecinos, resuelvan en paz las diferencias y fomenten el Estado de derecho, el mercado, la sociedad civil y, en su momento, la democracia. Los objetivos de Europa a largo plazo serán parecidos a los de Estados Unidos, pero los instrumentos para lograrlos, diferentes.
     Este otoño estaremos pendientes de que un nuevo gobierno de Estados Unidos adquiera dos compromisos fundamentales: primero, trabajar siempre que sea posible con aliados. John Kerry lo proclama a voces y con claridad. Segundo, dar más apoyo a una Europa unida. No son la misma cosa. Es posible querer trabajar con aliados, pero preferir escogerlos entre los Estados desunidos de Europa, eso es lo que ha hecho Bush. Se necesitará una confianza enérgica para convencer a Europa de que Washington realmente ha decidido apoyar de nuevo la unidad de Europa.
     La Unión Europea también tiene que asumir dos compromisos fundamentales. Primero, que desea ser una potencia de verdad fuera de sus propias fronteras, especialmente en su propio barrio ampliado, que va de Casablanca a Vladivostok. Segundo, que desea hacerlo como asociado estratégico y no como rival de Estados Unidos. No es fácil, porque la ue tiene veinticinco estados miembros, cada uno de los cuales tiene su voz en política exterior.
     De modo que, por ahora, Europa habla con muchas voces, mientras que Estados Unidos habla con una sola voz. Pero lo que dice está equivocado. El trabajo de los estadounidenses es que su país diga lo acertado. El de los europeos es decirlo al unísono. –
     — Timothy Garton Ash
      
     Estos textos se publicaron en la revista Prospect.
     — Traducción de Rosamaría Núñez

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