Bashevis Singer, el fabulador (1904-1991)

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Isaac Bashevis Singer aún vivía cuando comencé a trabajar en el Forward en 1990, aunque ya no pasaba a la oficina para dejar los relatos, los artículos y las novelas en entregas que el periódico había publicado en yiddish por más de cincuenta años. Para ese entonces, él estaba muriendo en Florida, y su mente había sido borrada por el mal de Alzheimer. Pero aún era posible descubrir huellas de su presencia.
     “Claro que conocí a Singer”, me dijo un viejo tipógrafo contestando a mis ávidas preguntas. “¡Fue un pornógrafo!” Este cajista, un judío ortodoxo y sobreviviente de varios campos de concentración, agregó que a menudo él mismo se hacía cargo de recortar los pasajes más licenciosos de la prosa de Singer. Lo que es más, alardeaba, cuando el periódico se mudó del bajo lado Este a la Calle 33 y Park Avenue, había reunido un ma-nuscrito de Enemigos, una historia de amor y lo había tirado en un contenedor de basura.
     Luego estaba la mujer que declaraba haber sido la amante de Singer —una entre muchas— por mucho tiempo. Ella pregonaba un manuscrito revelador que prometía impactantes descubrimientos y que lamento profundamente no haber fotocopiado.
     También estaban los yiddishistas, pequeños hombres con corbata y chalecos de lana que me explicaban que I. B. Singer no era ni la mitad de buen escritor que I. J. Singer —el hermano mayor de I. B., Israel Joshua—, quien murió en 1944. En su opinión, Bashevis —como se conocía a I. B. entre sus lectores yiddish— no era realmente un escritor yiddish en absoluto, sólo un alcahuete anglófilo que, por medio de astucia y longevidad, había burlado a un grupo ignorante de lectores estadounidenses para hacerlos creer que sus relatos de shtetl1 prefabricados eran auténticos. Durante años, la viuda de un reconocido escritor yiddish solía llamarme al Forward para decirme que Singer había robado el Premio Nobel de su esposo. Y todo este tiempo, como si quisiera fastidiar a sus críticos, Singer mismo seguía apareciéndose. En los años que siguieron a su muerte, en 1991, Farrar, Straus & Giroux publicó Escoria, Meshugah, El certificado y la monumental Sombras sobre el Hudson —más novelas de las que muchos escritores vivos publican en toda su carrera.
     Singer habría celebrado su cumpleaños número cien este año, el 14 de julio. Y si bien habita esa inevitable zona gris que sigue a la muerte de un gran escritor, ya se las ha arreglado para realizar tantos milagros literarios que, para usar una metáfora herética, su canonización final parece asegurada. Para coincidir con el centenario, la Library of America publicará tres volúmenes con los cuentos de Singer, cada uno de casi mil páginas. Es la primera vez que la augusta serie incluye a un escritor de ficción cuya obra ha sido producida originalmente en una lengua distinta del inglés.
     Singer fue un maestro de tantas facetas que es difícil pensar en él como un solo escritor —como corresponde a un artista que usaba múltiples seudónimos y cuyos alter ego de ficción tienen múltiples amantes y a veces múltiples esposas. Él fue un modernista consumado que perfeccionó el simple cuento tradicional y el cuento tradicional no tan simple. Escribió extensas sagas históricas, vehementes novelas personales de autodescubrimiento, y por lo menos una mordaz parábola política. Junto con las novelas y cientos de relatos, escribió muchos volúmenes de memorias fundidas artísticamente con la ficción. Al final de su vida, emprendió una carrera enormemente exitosa como autor de libros para niños, y desarrolló un estilo de entrevista que se convirtió en una suerte de stand-up comedy de proporciones cósmicas: “Por supuesto que creo en el libre albedrío. No tengo otra opción.”
     Singer fue un humorista versado en la tragedia, un cronista posterior al Holocausto que a menudo escribía como si el exterminio no hubiera tenido lugar, un escritor judío en guerra con la cultura judía que él conmemoraba y, lo más notable de todo, un maestro yiddish que se convirtió en uno de los grandes escritores estadounidenses del siglo XX.
      
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     Singer nació en Leoncin, Polonia. Como el narrador de su novela Shosha, “fue criado en tres lenguas muertas —hebreo, arameo y yiddish“. Claro que Singer estaba muy lejos de concebir estas lenguas como muertas, de la misma manera en que los polacos a su alrededor estaban lejos de ver el polaco como muerto o dudar de la existencia de su patria, a pesar de que Polonia había sido dividida a finales del siglo XVIII y ya no aparecía en los mapas.
     El pueblo de Singer se hallaba bajo el mandato ruso, y su padre, un rabino, se negó a aprender la lengua rusa —consideraba que los libros en ese idioma eran impuros. Por ende, Pinchas Mendel era un rabino semilegal, lo que obstaculizaba seriamente su capacidad para sostener el hogar. Pinchas Mendel, un místico de honda piedad que a veces dejaba a la familia durante semanas para estudiar, bailar y rezar con su rebbe,2 no tenía problemas con sus aprietos financieros y, como un Mr. Micawber jasídico, seguía asegurándole a la familia que algo se presentaría, tal vez incluso el Mesías. Al parecer, éste fue un motivo perenne de exasperación para la madre de Singer, Batsheva, cuyo padre fue a su vez un renombrado rabino —aunque él fue un racionalista y veía a Pinchas Mendel como un inútil schlemiel.3
     El padre de Batsheva también fue un hombre de firmes convicciones religiosas que se despertaba todos los días a las tres de la mañana y escribía comentarios a la Torá hasta el amanecer. Bilgoray, la comunidad religiosa que dirigía no lejos de la frontera con Austria, tendría un profundo impacto sobre Singer. Sus visitas al remoto shtetl le mostraron el atisbo de una comunidad centenaria a la que el estudioso yiddish David Roskies se refiere como “el equivalente polaco de Brigadoon”.4
     La infancia tradicional de Singer, empero, es casi una ilusión, tal vez porque “tradicional” es una palabra equívoca. Singer creció estudiando el Talmud, rezando y siguiendo abiertamente la senda rabínica, pero simultáneamente, bajo la influencia de su hermano once años mayor, leía sobre temas prohibidos como astronomía y evolución en yiddish. De niño, escuchó a hurtadillas cuando Israel Joshua aseveró ante sus horrorizados padres que Dios no existía. La calle Krochmalna, en Varsovia, donde Singer pasó la mayor parte de su infancia, era en sí misma una mezcla de judíos piadosos, prostitutas y gángsters. Incluso el jasidismo arraigado del padre de Singer era producto de un movimiento con apenas ciento cincuenta años de antigüedad. Singer era como un indio a caballo —una imagen de autenticidad hasta que uno se da cuenta de que los caballos fueron traídos a América por los conquistadores españoles. Él era un producto auténtico de un mundo fluctuante.
     La rebelión de Israel Joshua impulsó la de Isaac, pero también la neutralizó en algunos aspectos. Isaac observó a su hermano mayor marcharse a Kiev en 1918 para trabajar en una publicación yiddish y unirse a la revolución. También lo vio regresar en 1921, resentido por la violencia y el caos que la revolución había desatado. Al parecer, Singer se mantuvo libre de las esperanzas políticas que motivaron a su hermano y a otros socialistas. En una forma perversa, fue su pesimismo el que lo salvó, al menos como escritor. Este pesimismo lo protegía de las distracciones políticas y de las terribles decepciones que paralizaron a tantos de sus compañeros.
     Con la ayuda de su hermano, Singer obtuvo varios trabajos como corrector, y para cuando tenía veinte años ya frecuentaba el Club de Escritores Yiddish de Varsovia, donde se sumergía en los feroces debates sobre la cultura yiddish y perseguía mujeres. Y las mujeres, surgidas de los mismos confines religiosos, a menudo lo perseguían a él. En una de sus memorias, el sobrino de Singer describe su entrada inadvertida al apartamento de Israel Joshua en Varsovia y su encuentro con Isaac, entonces de veintitrés años, en el pasillo: “Sus brazos están extendidos a todo lo largo y efectivamente clavados, de un lado, por una joven flaca que le ha enterrado las uñas en la muñeca que está sosteniendo y, del otro lado, por una mujer más rolliza que está haciendo lo mismo. Cada mujer lo quiere entero para sí.”
     El sexo se convirtió para Singer en el mayor símbolo de liberación y en la representación preclara del pecado. Para Dostoievski —una enorme influencia—, el mundo sin Dios en el que “todo está permitido” se pone a prueba por el asesinato. Si Singer hubiera escrito Crimen y castigo, Raskólnikov no habría matado a la vieja prestamista: se habría acostado con ella. La procreación era otra historia. Incluso tras haberse mudado con la mujer “más rolliza”, Singer siguió aterrado ante la perspectiva de tener una familia. Cuando ella se embarazó y se negó a abortar, Singer sugirió que se lanzaran bajo un tranvía.
     En esa época, Singer estaba influido por la escritura profundamente pesimista y misógina de Otto Weininger, el judío austriaco convertido al cristianismo que se odiaba a sí mismo, que veía a los judíos y a las mujeres como moralmente inferiores y que se suicidó en 1903, a la edad de veintitrés años. El que Singer se estuviera convirtiendo en un escritor judío (y que adoptara el nombre de su madre, Batsheva, para diferenciarse de su hermano) bajo el embrujo de Weininger es un buen indicador de las contradicciones en que florecía. También lo es el hecho de que tradujera, al yiddish, La montaña mágica y las novelas de Knut Hamsun, al tiempo que producía una gran mezcolanza de basura anónima o pseudónima, valiéndose de las lecciones que aprendía al escribir artículos sensacionalistas para alimentar sus ambiciones literarias de gran arte. O también que, como vocero defensor de la vanguardia yiddish, buscara inspiración en el pasado judío.
     En 1933, la primera novela de Singer, Satán en Goray, se publicó por entregas en Globus, una revista polaca en yiddish que Singer ayudaba a editar. La novela, un estudio sobre el mesianismo fallido, se ubica en Polonia al inicio de las matanzas de Chmielnicki en 1640, un período oscuro en la historia judía de Polonia, durante el cual se asesinó a decenas de miles de judíos y se aniquiló pueblos enteros. Como producto de la desesperación ante tal calamidad, creció la fe en un falso mesías, Shabbetái Tzeví. La novela de Singer hace una crónica de la manera en que el fervor mesiánico cautiva y destruye a un solo pueblo.
     Satán en Goray trata sobre la liberación de fuerzas reprimidas que quedan sueltas en un mundo judío que se despedaza. A su recuento sobre una revuelta sexual autodestructiva en contra de un mundo religioso represivo, Singer añade el desencanto político de su hermano para crear una amarga parábola sobre la histeria comunista. Satán en Goray es como El crisol de Arthur Miller contada desde la perspectiva opuesta: Satán en verdad anda suelto, y los que parecen estar poseídos por la maldad en verdad lo están. La riqueza en la evocación de Singer y la ambigüedad de su arte, empero, ubican la novela lejos de la pura sátira política. Singer no podría haber escrito Satán en Goray sin Bilgoray, el antiguo shtetl donde su abuelo fungió como rabino por muchos años. Bilgoray dotó de una carga religiosa al horror político de Singer.
      
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     A mediados de la década de los treinta, con la ascensión de Hitler en Alemania y el surgimiento del fascismo polaco, estaba claro para Singer que no tendría futuro en Polonia. Para ese entonces, Israel Joshua Singer, quien había emigrado a Estados Unidos en 1933, ya era famoso a nivel internacional. En 1935, Isaac Bashevis Singer siguió sus pasos, llamado por su hermano y por Abraham Cahan, el editor del Jewish Daily Forward, como se conocía al Forward en su presentación original. Cahan consideraba meritoria Satán en Goray, e Israel Joshua, una luminaria en el periódico, lo había convencido de apostar por su hermano. Singer abandonó a las Lenas, las Ginas y las Stefas que pueblan sus memorias cercanas a la ficción, Amor y exilio, y también a un hijo de cinco años a quien no se molesta en mencionar, pero que sobreviviría milagrosamente, llegaría hasta Israel y se convertiría —¿en qué otra cosa?— en el traductor de Singer al hebreo.
     La actitud de Singer frente al mundo que dejó atrás queda capturada de manera pasmosa en un párrafo de Amor y exilio:

Sabía que no vendría por aquí de nuevo y que Varsovia, Polonia, el Club de Escritores, mi madre, mi hermano Moishe y las mujeres cercanas a mí habían pasado a la esfera de la memoria. El hecho es que habían sido fantasmas incluso cuando aún estaba con ellos. Mucho antes de saber algo sobre Berkeley y Kant, sentí que lo que llamamos realidad no tenía otra sustancia que aquella que formamos en nuestras propias mentes. Se podría decir que yo era un solipsista mucho tiempo antes de haber siquiera escuchado esa palabra.

Se trata de un recuento particularmente inquietante dado que la madre y el hermano menor de Singer, Moishe —el hermano solitario que permanecería observante de los preceptos— murieron durante la guerra, después de haber sido deportados a la Unión Soviética. (Su hermana mayor, Hinde Esther —también escritora, aunque a la manera frustrada de Alice James— se salvó gracias a la desdicha de un matrimonio arreglado que la envió a Inglaterra.)
     En Estados Unidos, Singer pasó por sus siete años de escasez. Casi no hablaba inglés; había perdido a todas sus novias; su hermano era famoso y traducía, y él escribía artículos con encabezados como “Gente que disfruta hiriendo a otros y gente que extrae placer de ser lastimada” y “Se divorció de su esposa y la hizo su amante”. La tendencia socialista del Forward hacía de él, con su pesimismo y sus cuentos apolíticos de demonios y dybbuks,5 un hombre fuera de lugar. Por su parte, Singer declaraba que “Estados Unidos yiddish es el infierno”, al escribir a su esposa abandonada, que a la sazón vivía en Palestina, “la sola idea de que una obra mía pudiera publicarse en el Forward me impulsa a huir de la literatura. Odio su yiddish accidentado y vulgar y sus nociones de literatura”.
     En 1940, Singer se casó con Alma Wassermann, una judía alemana refugiada que, inverosímilmente, no hablaba yiddish y que dejó a un marido próspero y a dos hijos para estar con él. Alma apoyaba a Singer trabajando como vendedora en varias tiendas departamentales mientras él escribía, frecuentaba cafés donde se reunían los refugiados y dirigía una complicada red de asuntos. El matrimonio dio a Singer un hogar y, alcanzando un misterioso equilibrio, duró más de cincuenta años.
     El ancla del matrimonio y la confianza cada vez mayor del Jewish Daily Forward sin duda proporcionaron estabilidad a Singer, pero lo que da a su carrera una inflexión demónica es que el Holocausto, que destruyó todo lo que conocía y a casi todos sus conocidos, encendió su imaginación, como si la pérdida del mundo del que provenía lo liberara para recrearlo. A esto se agregaba la muerte inesperada de Israel Joshua Singer, que sufrió un infarto fulminante en 1944. Singer solía decir que nunca se recuperó de la muerte de su hermano, pero también confesó a su sobrino Maurice Carr que, por primera vez, se sentía libre. En 1945, Singer terminó La familia Moskat, una suerte de Buddenbrook para los judíos polacos que rastrea la vida judía en Varsovia desde el inicio del siglo XX hasta los albores de la Shoah.6 Desde ese momento, comenzó a producir cuentos y novelas a un ritmo desenfrenado.
     La historia de la presentación de Singer en el mundo literario de habla inglesa dice mucho sobre qué tan azaroso y sobredimensionado a la vez puede parecer su triunfo. Irving Howe, en sus memorias tituladas A Margin of Hope, describe la forma en que había desarrollado cierto interés por la literatura yiddish como una manera de confrontar su propio “sentido problemático de lo judío”, y habla de su colaboración con un poeta yiddish, Eliezer Greenberg, en una antología de cuentos yiddish. Un día de 1953, Greenberg le leyó en voz alta una historia. “Fue un momento de transfiguración: ¿qué tan seguido se encuentra un crítico con un nuevo gran escritor?” La historia era “Gimpel el tonto”, de Singer.
     Howe persuadió a Saul Bellow, “no tan famoso aún”, de hacer una traducción. Sentaron a Bellow frente a una máquina de escribir. Greenberg leyó en voz alta y lentamente la historia en yiddish:

Ocasionalmente, Saul preguntaba sobre minucias de sig-nificado, y yo observaba en un estado de absoluto arro-bamiento. En tres o cuatro horas, todo estaba listo. Saul se tomó otra media hora para revisar la traducción y, después, emocionado, leyó en voz alta la versión que desde entonces se ha vuelto famosa. Era una hazaña de virtuosismo, y tomamos un schnapps para celebrar.

El que un gran crítico estadounidense de posguerra se sentara en una habitación en Nueva York con un gran novelista estadounidense de posguerra para traducir a un escritor que sólo conocían los lectores del Daily Jewish Forward habla sobre la forma en que la cultura yiddish aún arrastraba a los judíos asimilados —y a la propia cultura literaria de Estados Unidos— como una corriente subterránea. ¿Y quién mejor que Bellow para cambiar el curso de la prosa de Singer y hacerla desembocar en un océano estadounidense? Habiendo crecido en una familia de habla yiddish, Bellow había hecho lo mismo para sí. Acababa de completar Las aventuras de Augie March, y no requería de un gran salto para pasar de escribir “soy un estadounidense, nacido en Chicago” a mecanografiar “soy Gimpel el tonto”.
     En el tono de un cuento tradicional, “Gimpel” es en verdad un retrato del artista, y funcionaba como un perfecto escaparate para el autor. La historia, que captura la clase de inocencia radical que sólo un cínico y un escéptico pueden crear, trata sobre un bobalicón cornudo que se niega a sospechar de su esposa, a pesar de su pila de hijos bastardos, hasta que ella agoniza y lo confiesa todo. Tentado por el diablo, Gimpel, un panadero, orina en la masa para vengarse del shtetl socarrón que arregló su matrimonio en primer lugar. Pero Gimpel se salva en un sueño —su esposa, que sufre en el otro mundo, le advierte que debe redimir su alma. Así que Gimpel entierra las hogazas contaminadas y abandona el shtetl para volverse un cuentacuentos andariego. Gimpel se convierte en una especie de santo. El tonto ha persistido en su locura y se ha vuelto sabio. El poder de la historia, característico de gran parte del trabajo de Singer, radica en que, aun cuando las pruebas están en su contra, deseamos creer junto con Gimpel; su transformación parece plausible e incluso envidiable. Sea éste el poder de la fe o el poder de la ficción, es ciertamente uno de los grandes desafíos de la obra de Singer.
     Howe envió la traducción a Philip Rahv, de la Partisan Review. Rahv, escribió Howe, “captó de inmediato la sutil mezcla de pathos folclórico y sofisticado revestimiento que hacía de ‘Gimpel’ una historia tan brillante, y así se convirtió en el cuarto hombre en esta cadena de descubrimientos”.
     Por supuesto, Howe descubrió a Singer de la misma manera en que Colón descubrió América; para ese momento de su carrera, Singer ya contaba con miles de lectores yiddish y La familia Moskat se había publicado en inglés por Knopf. Aun así, Howe no se equivoca al considerar que Singer nacía de nuevo en la Partisan Review. En aquellos días, era difícil determinar si Singer era un escritor yiddish residente en Estados Unidos o si era un escritor estadounidense que producía relatos en yiddish. Después de “Gimpel”, la balanza comenzó a inclinarse. La historia de Howe es en sí misma una fábula emblemática sobre la fusión entre las corrientes marginales y las dominantes. Los intelectuales judíos de Nueva York recibieron a Singer en la literatura estadounidense como uno podría recibir a un querido tío del Viejo Mundo.
     El tío, sin embargo, se negaba a comportarse como Dios manda. Singer nunca se comunicó con Bellow para nuevas traducciones porque, como admitió tiempo después, no deseaba verse eclipsado por él. (Por su parte, Bellow afirmaba que Singer era “un oportunista” y demasiado “judío”.) Lo que es más, Singer comenzó a opacar a todos los escritores yiddish que Howe se esforzaba por promover, y su encanto no nacía de lo que Howe estimaba en esa literatura, la moral y los valores sociales de la cultura yiddish secular, sino de algo más extraño, anterior a la razón y al mismo tiempo más rigurosamente moderno.
     Considérese una historia como “Sangre”, sobre una mujer casada que se enamora de un asesino ritual. El embeleso de Risha comienza cuando observa la forma despiadada en que Reuben mata a los pájaros, al tiempo que coquetea con las amas de casa mientras las sangrientas criaturas aletean a sus pies. En poco tiempo, Risha y Reuben tienen un amorío: “En su juego amoroso, ella le pidió que la asesinara. Tomando su cabeza, la dobló hacia atrás y jugueteó con su dedo sobre la garganta”. Pronto, Risha insiste en masacrar animales ella misma, quitándoles de esta manera el título de kosher y arrastrando a todo el pueblo al pecado.
     La historia se dibuja como un cuento moral sobre el vínculo entre el “no matarás” y el “no cometerás adulterio”, pero Singer impone una carga moderna de maldad en sus desventurados habitantes del shtetl. Un espía observa a Risha cortando las cabezas del ganado:

La sangre humeante gorgoteaba y fluía. Mientras las bestias sangraban, Risha se despojó de toda su ropa y se extendió desnuda en un montón de paja. Reuben se le acercó y eran tan gordos que sus cuerpos apenas podían unirse. Resoplaron y jadearon. Su resuello, mezclado con los estertores de los animales, producía un ruido aterrador.

La perversión posterior al Holocausto que se desliza en la historia, la garganta enamorada del cuchillo, es mucho más amedrentadora que un simple cuento gótico. Singer era una suerte de dybbuk invertido, que lanzaba su mordaz voz contemporánea hacia el pasado para hablar a través de las bocas de los muertos.
     Todos los escritores pueden ser acusados de traicionar el mundo de su infancia en la misma medida en que lo preservan, pero cuando ese mundo ha sido destruido brutalmente, el desafío para la imaginación literaria en sí misma es mucho mayor, y el desasosiego es inevitablemente más grande. Al leer a Singer, uno no siente que las luchas de los judíos europeos con la Ilustración y entre ellos mismos pudieran haber producido una rica y sólida cultura judía, incluso si no hubieran existido los nazis. Hasta la generosa biógrafa de Singer, Janet Hadda, ha sugerido que, en La familia Moskat, Singer hizo a sus judíos polacos, ya fueran asimilados o piadosos, tan espiritualmente exhaustos, tan en bancarrota moral y tan ineptos, que su destrucción final parece más un suicidio que un asesinato.
     Existe un contexto para la visión oscura que Singer tiene de la vida judía. Las mismas fuerzas de asimilación que estaban reconfigurando a los judíos estadounidenses habían sido desatadas también en Polonia, pero, tras la devastación de la Primera Guerra Mundial —y frente al antisemitismo virulento que cobró mayor intensidad con la independencia polaca—, ni la asimilación ni el regreso a la piedad antigua eran posibles. Lo judío aparecía obsoleto e ineluctable al mismo tiempo. Singer captura esta sensación de futilidad de manera perfecta en La familia Moskat. Durante la Primera Guerra Mundial, cuando una orden de expulsión llega al shtetl donde el héroe creció, el rabino piadoso se descubre huyendo al lado del ateo del pueblo:

El carro de Reb Dan se acercó al costado de la carreta en que se sentaba Jekuthiel, el relojero, con las herramientas de su oficio amontonadas a su alrededor. Miró al rabino y sonrió con tristeza.

“¿Nu,7 rabino?”, dijo.
     Estaba claro que lo que quería decir era: ¿Dónde está su Señor del Universo ahora? ¿Dónde están Sus milagros? ¿Dónde está su fe en la Torá y la plegaria?
     “Nu, Jekuthiel”, contestó el rabino. Lo que estaba diciendo era: ¿Dónde están tus soluciones mundanas? ¿Dónde está tu confianza en los gentiles? ¿Qué has logrado remedando a Esaú?

Después de la traducción de “Gimpel el tonto”, hecha en 1953, cuando los relatos de Singer comenzaron a aparecer en forma regular en The New Yorker, Harper’s y Playboy, él desarrolló un sistema que su editor de toda la vida, Roger Straus, denominaba “superedición” en lugar de traducción. Sus relatos escritos con premura y sus novelas en entregas, publicados primero en el Jewish Daily Forward, se pulían y se conformaban al inglés, a menudo por medio de múltiples traductores, muchos de los cuales no sabían una palabra de yiddish. A la larga, Singer trataba la obra que producía en yiddish como un borrador preliminar para el “original” en inglés y, al hacerlo, parecía negar el mundo herido que lo había engendrado. (Al día de hoy, algunos críticos sostienen que Singer debería ser leído como dos escritores, uno en yiddish y otro en inglés, y ellos mismos considerarían mi análisis de su obra, sin comprometer los textos en yiddish, como una traición a Singer, incluso aunque se trate del desarrollo de su propio comportamiento literario.) En 1943, Singer había declarado que un verdadero escritor yiddish no podría escribir sobre Estados Unidos; carecería del vocabulario para seguirle el paso a una metrópolis moderna. Como alguien que no se deja atrapar por sus propias declaraciones, Singer sí ubicó una gran parte de su obra en Estados Unidos, aun cuando sus personajes son principalmente refugiados que lidian con el equivalente psicológico de su dilema lingüístico. Pero, en cierto modo, Singer acataba su propio voto. Sin abandonar formalmente el yiddish, fue capaz de convertirlo en el combustible, consumido en el viaje, que lo disparó a la vida literaria estadounidense.
     La familia Moskat, junto con La casa de Jampol y Los herederos, que la siguieron, son novelas profundas que reverencian la historia. En ellas, uno percibe a Singer tratando de recoger lo perdido, impulsado por la culpa, la piedad y un regocijo apocalíptico. En forma gradual, empero, las novelas comienzan a derramar su carga histórica. Se vuelven más cortas, más personales y, aunque a menudo se sitúan en el pasado judío, están escritas en una suerte de presente que arde, eterno. Construidas en torno a una sola conciencia toral, adoptan un tono subjetivo, moderno, confesional, que las dota de inmediatez y de un sabor extrañamente estadounidense.
     El esclavo, la obra más hermosa de Singer, narra la historia de Jacob, un hombre que, tras las matanzas de Chmielnicki en 1648, es vendido a los campesinos polacos, para quienes cuida el ganado en un aislamiento casi total. Como un Robinson Crusoe judío, Jacob carece de libros, pero talla en una piedra todo lo que puede recordar de los 613 mandamientos. Cuando al fin es redimido y llevado de vuelta a su shtetl reconstruido, descubre qué tan discordante se ha vuelto para cualquier comunidad:

Su amor por los judíos había sido incondicional cuando estaba lejos de ellos. Había olvidado las miradas furtivas y las lenguas afiladas de los mezquinos —sus trucos, sus estra-tagemas y sus disputas. Cierto, había sufrido la rudeza y brutalidad de los ganaderos, pero ¿qué podría esperarse de esa chusma?

Lo que salva a Jacob es su amor por Wanda, una campesina polaca. Juntos, representan un renacimiento de la libertad para la conciencia judía. El suyo no es el judaísmo comunal de la Europa del Este, sino algo construido sobre un individualismo casi emersoniano. Singer encontró una forma de convertir la misantropía y el egoísmo en un camino a la espiritualidad. El libro, publicado en entregas por el Forward de 1960 a 1961, y aparecido en inglés un año más tarde, contiene una energía mítica que es profundamente religiosa pero que requiere de una traición a la historia para consumarse. La fusión entre lo antiguo —Jacob es más que parecido a su homónimo bíblico— y lo nuevo hace del libro un producto, tal vez incluso una profecía, tanto de la religión estadounidense como del judaísmo tradicional.
      
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     La ficción de posguerra de Singer no es dócil a la síntesis. En primera instancia, su dimensión es impresionante —existen cerca de doce novelas y un número igual de colecciones de relatos— y con frecuencia su calidad varía mucho. Los relatos muestran una mayor gama de estilos —elegíaco, demoníaco, periodístico, personal, fantasmagórico. Singer era un maestro del género, y sus mejores narraciones parecen suspendidas en una ambigüedad sin solución. En cuanto a las novelas, si bien abarcan más de la vida, y tal vez más del mismo Singer, caen a menudo en cierto esquema. En muchas de ellas, un muchacho pródigo de la yeshiva,8 que desea a una o más mujeres y ansía una libertad inalcanzable, escucha la voz de su pasado, que trata de anular con un comportamiento cada vez más temerario.
     Los héroes en las novelas de Singer son judíos sin ataduras, pero sus destinos están trazados por una moralidad convencional, y a menudo Singer hace que sus personajes sufran y se arrepientan; ellos compensan con odio hacia sí mismos lo que han logrado tras liberarse. El héroe de El mago de Lublín, un escapista houdinesco, retrocede horrorizado después de que una de sus amantes se suicida; el artista se empareda en un pequeño cuarto sin puerta, donde no podrá actuar conforme a los impulsos carnales que han regido su vida y que han arruinado las vidas de otros. Casi todos los héroes de Singer viven con un pavor inenarrable, con la expectativa de ser merecedores de la muerte y sabiendo que sólo es cuestión de tiempo antes de que la guadaña les caiga encima.
     Sin embargo, este fatalismo no amaina la furia encendida de Hertz Grein, un refugiado donjuanesco que, en Sombras sobre el Hudson, contempla a los judíos de Florida que han desairado a su nueva amante: “¿Por qué habría de importarme si se hacen matanzas de tipos como éstos o si los queman en hornos? … La tragedia consiste en que destruyeron a los buenos y dejaron esta basura tras de sí.” Más de un personaje en la novela —escrita en los años cincuenta, pero no traducida hasta después de la muerte de Singer— compara a Dios, y de forma poco favorable, con un nazi.
     Aunque en gran medida la oscuridad de una novela como Sombras sobre el Hudson, llena de sobrevivientes que se detestan a sí mismos, emana del Holocausto, Singer estaba haciendo la crónica de un fenómeno mucho más complicado. La mayoría de sus personajes, a pesar de sus infancias ortodoxas, comenzaron su rebelión contra Dios y el judaísmo antes de la Segunda Guerra Mundial, alrededor de los años veinte, cuando muchos judíos polacos se apartaban por primera vez de la cultura judía tradicional, tal como lo hizo Singer. La Shoah cerró el telón sobre su rebelión inconclusa y los dejó discutiendo con padres asesinados y con una cultura que había sido aniquilada, castigándose por haber anhelado deshacerse de lo que ahora ya no existía.
     Singer pudo haber invertido el mundo del que provenía, pero venía de un mundo tan trastornado que habría sido difícil decir dónde estaba el suelo. Los judíos seculares vieron cómo Berlín, un faro de esperanza para la ilustración judía desde el siglo XVIII, se convirtió en el siglo XX en el epicentro del odio genocida. Los judíos religiosos, que habían sobrevivido durante siglos en la esperanza de la redención mesiánica, se toparon con el abandono y con la muerte. Era precisa la mirada glacial de Singer y su gusto por lo paradójico para hacer justicia a este mundo, y para resistir los embates de desesperanza que, de otra manera, habrían ahogado a cualquiera que intentara enfrentarlos.
     Estados Unidos —donde el espectáculo accesorio de Singer se asumió como el principal acontecimiento de la vida judía de la Europa del Este— se convirtió en el lugar más paradójico de todos. Su triunfo postrero —los best-sellers, las adaptaciones para películas, los National Book Awards— parecían, incluso para él, una broma del absurdo contada a expensas de sus ancestros piadosos y sus magnánimos compañeros. Singer podría haberse sentido como Alchonon en “Taibele y su demonio”, el maestro larguirucho con una imaginación fabulosa que finge ser un demonio y corteja a la crédula Taibele con fantásticas historias del inframundo. La soledad menesterosa de Taibele es tal que, como los lectores de Singer, se rinde gustosamente al arrebato de la imaginación.
     Pero si el éxito mismo de Singer le hacía pensar en la victoria de las fuerzas oscuras del universo, los reveses demoníacos de la fortuna hicieron del irreverente Singer una figura piadosa, así como impía. Un hombre que vestía trajes sobrios a donde fuera, un vegetariano que afirmaba serlo “por el bienestar del pollo”, un escritor tan devoto de la literatura como su padre era devoto de los comentarios a la Torá (Singer usaba incluso el mismo tipo de cuaderno para escribir), un icono de la vida y la cultura judías, por mucho que disintiera, Singer se convirtió de hecho en una especie de rabino secular. En El mago de Lublín, Yasha, que cumple su penitencia, se avergüenza por el desfile de prosélitos que llegan a su pequeña cabaña sin puerta con la esperanza de recibir consejos y bendiciones. Afligido por el hecho de que alguien busque la bendición de un pecador, Yasha consulta a un rabino, quien le responde, “aquel a quien los judíos se acercan para deliberar es un rabino”. Ésta no parecería una noción enteramente irónica para Singer. Estados Unidos se convirtió para él en lo que la literatura yiddish debía ser, supuestamente: una realidad judía alternativa.
     Es notable la manera tan natural en que Singer encaja dentro de la tradición literaria estadounidense. Sus huérfanos adoradores de los demonios y sus rabinos obsesionados con el pecado pueden tener poco en común con los verdaderos judíos europeos del Este, pero tienen mucho que ver con los puritanos de Hawthorne, esos habitantes de los shtetl de Nueva Inglaterra que se escabullen a sus misas negras y sueñan con brujas al tiempo que predican la piedad, y que de alguna manera alumbraron nuestra república. Su propio viaje acosado por la culpa le permitió a Singer canalizar un torrente poderoso que es el anverso del optimismo emersoniano: la exaltación de la promesa bíblica que resulta turbada por un profundo desasosiego, pues la locura humana nos puede haber privado de la bendición de Dios o, lo que es más siniestro, ésta pudo haber sido anulada por una deidad falaz.
     En el contexto estadounidense, la obra de Singer se asemeja sorprendentemente a la tendencia dominante. Después de todo, la novela estadounidense más grandiosa del siglo XIX narra la historia de una embarcación ballenera —una civilización entera, en realidad— que se hunde; todos mueren excepto un sobreviviente solitario de nombre bíblico, quien narra la historia. O bien, considérense las novelas de Hemingway, impregnadas de una desolación de posguerra tan profunda que la sola distracción mantiene la desesperanza a raya —una situación con la que los sobrevivientes de Singer, una verdadera generación perdida, están íntimamente familiarizados. Estas almas perdidas no estarían fuera de lugar en las novelas de Faulkner, donde el pasado es tan tormentoso que, como dice un personaje, ni siquiera ha pasado.
     El héroe de ficción creado por él y con el que Singer se identificaba más, según le comentó a su hijo, era Herman Broder, de Enemigos, una historia de amor —un hombre con tres esposas. Broder es incapaz de escoger entre la novia piadosa de su juventud, la criada polaca, devota hasta el servilismo, que lo ha salvado de los nazis y lo ha seguido hasta Brooklyn, y la sexy y suicida sobreviviente del exterminio. El título del libro tiene la intención de referirse a Herman y a la sobreviviente medio loca, pero siempre me ha parecido una descripción igualmente apta de la relación de Singer consigo mismo, con el judaísmo y con Dios.
     “No dejes a tu hijo”, dice la sobreviviente a Herman, poco antes de matarse.
     “Dejaré a todos”, es la respuesta pasmosa de Herman —sus últimas palabras en el libro. No conocemos el destino de Herman; puede ser que, como aventura una de sus esposas, él también vaya a suicidarse. O puede ser que regrese, arrastrado por las olas como Jonás, a la playa de un judaísmo ineludible. Lo más probable es que siga con su trajín. Que rehúya la responsabilidad, la religión, los enredos sociales, el matrimonio, la moralidad, el pasado, a sí mismo, las luces cercadas de los refugiados en pos de un nuevo territorio. A Herman le gustaría encontrar la utopía que Singer avizoró en su discurso de aceptación del Premio Nobel, allí donde uno puede “alcanzar todos los placeres posibles” y “aun así servir a Dios”. Mientras tanto, Singer encontró Estados Unidos. –
     — Traducción de Marianela Santoveña
      Originalmente publicado en The New Yorker

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