Postales de mujer en llamas

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La mujer que arde y quema se llama Eve Babitz y todos la conocen y muchos, claro, desearían no haberla conocido; porque acercarse demasiado a ella y entrar en su vida equivale a salir quemado. La magnética Babitz es casi un atractivo turístico de Los Ángeles y una suerte (por lo general mala) de leyenda urbana. Babitz es warholiana celebridad de quince minutos entre autopistas y playas y casas y canciones de Laurel Canyon. Nacida en 1943, padre reputado musicólogo barroco, hermosa madre artista, Bernard Herrmann y Thomas Mann y Arnold Schoenberg y los Huxley son visitas habituales, Ígor Stravinski es su padrino (y le sirve su primer scotch a los trece años). Babitz, quien en 1963 posa desnuda jugando al ajedrez con Marcel Duchamp. Babitz amante de Jim Morrison y Harrison Ford (entonces carpintero y camello de marihuana para las estrellas) y de Warren Zevon y Steve Martin (a quien le impuso lo del traje blanco) y de Ed Ruscha y del cofundador de Atlantic Records Ahmet Ertegün y de Elio Fiorucci (a quien le dedicó todo un libro) y de la fotógrafa Annie Leibovitz y siguen las firmas sobre su cuerpo voluptuoso muy celebrado por sus pechos (sí: Babitz está obsesionada con Marilyn Monroe en tiempos en que se favorecen las siluetas más estilizadas de Edie Sedgwick y Jean Seberg). Babitz, quien diseña portadas para álbumes de Buffalo Springfield y Leon Russell y Linda Ronstadt y The Byrds, y se propone como cronista imprevisible para Rolling Stone en sus años dorados (en sus páginas presenta Frank Zappa a Salvador Dalí) con prosa que combina el desenfreno de Hunter S. Thompson y los sociológicos ojos de rayos x de Tom Wolfe y la acidez de Joseph Heller (admirador confeso) y el casi sadomasoquista exhibicionismo de Norman Mailer. Sí: Eve Babitz, outsider-insider y groupie-estelar, es más personaje que persona. Personaje de novela sin cuentos que a veces parece que no va a contarla de tanto dar la nota (y de ingerir tanto alcohol y polvos mágicos y pastillas de colores) y es por eso que no para de tomar notas. Y Babitz quiere ser escritora respetada y casi lo consigue y –luego de accidente bizarro– todos se olvidan de ella y se esfuerzan por no recordarla hasta que, inevitable y norteamericanamente, llega ese segundo acto en el que no creía Francis Scott Fitzgerald. Y todos vuelven a hablar de ella y hablan bien y la evocan con cariño hasta que la muerte la separa de la vida para que la obra una a sus cada vez más viejos conocidos y a jóvenes recién llegados a una fiesta que comenzó mucho tiempo antes de que ellos nacieran en una ciudad donde no había teléfonos móviles y la gente no dejaba de moverse, de temblar, como en un terremoto íntimo y comunal.

Entonces son los años setenta y Eve Babitz parece salida y sacada de una de esas películas de Robert Altman o de Hal Ashby y conversa y monologa y escribe con un estilo posbeatnik que combina lo mejor de Dorothy Parker y Fran Lebowitz con una epifánica pizca del todavía por publicar Denis Johnson mientras va de aquí para allá como la divina y decadente Sally Bowles de Cabaret o la Daisy Buchanan de las bacanales de Jay Gatsby. O –mejor o más precisa aún– como la Maria Wyeth de la novela Según venga el juego de Joan Didion. Porque, sí, Babitz y Didion –se conocen y se reconocen mutuamente en 1967– son muy amigas. Y se alimentan vampíricamente la una a la otra: Didion es reacción y Babitz es acción. Y la suya es una relación peligrosamente simbiótica-antagónica-parasitaria. Y cada una quiere ser la otra sin dejar de ser quien es. Didion es doctora Jekyll y Babitz es miss Hyde. La monógama que admite no saber lo que es enamorarse Didion (casada con John Gregory Dunne, verdadero protagonista de ese manual de autoayuda un tanto psicótico que es El año del pensamiento mágico) teme el influjo del viento de Santa Ana y cierra las ventanas mientras que Babitz lo adora y se deja arrastrar por él abriendo las puertas y las piernas de par en par a lo que venga y a quien llegue. Didion es el alma cerebral de la fiesta y Babitz es el cuerpo todo corazón. Didion quiere tener las historias vividas por Babitz y Babitz quiere tener las historias revividas por Didion: esas crónicas de su ciudad –que no es la de Didion, Didion nació en Sacramento y llega desde Manhattan– recopiladas en los muy celebrados Arrastrarse hacia Belén y El álbum blanco. Y entre aquellos –muchos– a los que Babitz dedica su primer libro se lee un “A los Didion-Dunnes por tener que ser quien yo no soy.” Y los nudos y enredos de sus tira y afloja acaban de ser muy bien explorados en Didion & Babitz de Lili Anolik, autora del perfil en Vanity Fair que resucitó a Babitz en 2014, la llevó a convertirse en su amiga y autora de su biografía, Hollywood’s Eve: Eve Babitz and the secret history of L. A., resultando en la reedición de toda la obra de Babitz: tres de sus siete libros en la muy prestigiosa editorial nyrb. Y, entre ellos, el perfecto Días lentos, malas compañías (Colectivo Bruxista). Segundo pequeño inmenso libro de Babitz en 1977 luego de El otro Hollywood (de 1974, traducido en 2018 por Random House, que también publicará en nuestro idioma el ya mencionado virulento-patológico exposé de Didion/Babitz de Anolik y, sí, Anolik está de parte de Babitz y no comulga con la canonizada Didion). Días lentos, malas compañías como magnífico retrato autobiográfico de una chica suelta por los boulevards y colinas de la demoníaca Los Ángeles sesenta/setentera arrimándose sin dificultad a lo de Nathanael West y Raymond Chandler y Ross Macdonald y del primer James Ellroy (Babitz tiene algo de noir en technicolor) y de Bret Easton Ellis (admirador y amigo) y de Bruce Wagner y del David Lynch de Mullholand Dr. Inland empire. Breves pero reveladores despachos/postales desde/para aquella que es la primera en probarlo todo y la última en irse de la orgía. Corresponsal guerrera de su propio territorio reportando desde los bungalows sodoma-gomorranos del Chateau Marmont, los viñedos de Central Valley, las conversaciones con una apenas velada Janis Joplin, las piscinas de Palm Springs y las noches encandiladoras que, de pronto, son mediodías en los que el único consuelo que queda es releer a la muy admirada Virginia Woolf y a Marcel Proust y a Henry James. Mezcla sublime de furia y sensibilidad y desencanto con alegría y tristeza para redactar valentine en entregas para un amor que no se entrega a ella. Alguien evocando ese “tembloroso fin de semana en el que me enfrenté a la posibilidad de que un libro que había escrito pudiese convertirse en un best-seller… No me hice famosa, pero me acerqué lo suficiente como para oler el hedor del éxito. Y olía a tela quemada y a gardenias marchitas”.

Todo sobre tantos pero, finalmente, sí, all about Eve.

Y sí, no: las crónicas (recopiladas en I used to be charming: The rest of Eve Babitz) y las novelas y los cuentos (Sex and rage, L. A. woman, Black swans) y hasta una suerte de manual para aprender a bailar y disfrutar el tango (Two by two) no funcionaron como deberían haber funcionado. Y Babitz se convirtió en anécdota a evocar de lejos y lugar común a no ser ya frecuentado.

Y una mañana fatal de 1997, Babitz conduce su auto y enciende un cigarrillo y deja caer el fósforo sobre su falda inflamable y arde como un bonzo. Babitz como uno de esos incendios que azotan Los Ángeles y quemaduras de tercer grado en todo su cuerpo. Y Babitz no tiene seguro médico, pero viejos conocidos y célebres ya atemporales (Ruscha, Dennis Hopper, Leibovitz, Jack Nicholson, Jackson Browne, Don Henley, Martin, Ford) acuden al rescate y organizan una subasta de objetos personales y pagan las facturas del hospital. Y alguien se lo comenta, emocionado. “Mamadas”, explica y comenta Babitz, oliendo a tela quemada y a flores mustias de hospital.

Después, reclusa y deslizándose en cámara lenta, alucinada y alucinante, por las playas cada vez más vacías del mal de Huntington. Un día, Lili Anolik se cruza con su nombre, que no deja de aparecer junto a tantos otros nombres como una nota al pie de rodillas. Babitz como aquella que aparece siempre, junto a todos y todas, a muchos menos que seis grados de separación.

Para 2017 Emma “La La Land” Stone posa en Instagram leyendo Sex and rage, Kendall Jenner es fotografiada por un paparazzo con un ejemplar de Black swans asomando en su bolso y la New York Public Library dedica una jornada a vida y obra y más vida de Babitz, a quien algunos quieren sentir como fuera de la ley, empoderada, en su biografía on the rocks pero nunca comprendiendo del todo la triunfal impotencia con todas sus letras a secas.

El 17 de diciembre de 2021, a los 78 años, Eve Babitz muere en Los Ángeles y su funeral es íntimo y casi secreto.

Joan Didion muere cuatro días después, en Nueva York, y su memorial fue uno de esos acontecimientos al que todos quieren ser invitados y, si no, colarse por la puerta de atrás.

Como Eve Babitz, quien finalmente salió por la puerta principal.

Cada vez más veloz y en mejor compañía. ~


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