Pienso en esa historia que se inició a principios de septiembre de este año cuando, por cuestiones de trabajo, viajé a París, donde me habían reservado una habitación en el Hotel de Suède de la rue Vaneau. Antes de tomar el avión, reuní información acerca de esa calle en la que iba a pasar tres días y seleccioné estos datos: en el número 1 bis vivió durante 25 años, hasta su muerte, André Gide; en el 20 se encuentra la embajada de Siria; en el 24, la bella mansión de Chanaleilles, construida en 1770, habitada por Antoine de Saint-Exupéry en 1931 y adquirida por el multimillonario griego Stavros Niarchos en 1951; en el 25, la histórica farmacia Dupeyroux; en el 31, el Hotel de Suède.
Instalado ya en el Hotel de Suède, vi que la ventana de mi cuarto daba a la parte de atrás de la rue Vaneau, concretamente a los jardines de Matignon, la residencia del primer ministro de Francia. El barrio entero estaba tomado por la policía, visible en todas las esquinas. La rue Vaneau era una calle más bien breve y silenciosa, sin apenas tráfico, en claro contraste con la distinguida agitación de la rue de Varenne y el bullicio comercial de la rue de Sèvres, las dos calles vecinas.
Durante los cuatro días que estuve en ese hotel de la rue Vaneau no pasó nada importante, pero al mismo tiempo sucedió algo, pasó algo en forma de asociación de ideas que me permitieron ir construyendo un cuento de misterio que publiqué el pasado 11 de octubre en el periódico El País. En ese relato hablé de una inesperada señal que, en forma de pequeñas asociaciones mentales, había ido emitiendo para mí la rue Vaneau. Conté, por ejemplo, que el primer día de mi estancia en París, al regresar de un largo paseo por la ciudad, entré en la farmacia que hay junto al Hotel de Suède sin recordar que no sólo la había visto ya fotografiada en la red, sino que me había entretenido largo tiempo en mi casa estudiando minuciosamente su fachada, hasta en sus más mínimos detalles. Sólo recordé que había estudiado esa farmacia cuando, al pedir aspirinas efervescentes (son mejores que las españolas), la joven farmacéutica se comportó de una forma que yo no esperaba. Con una gracia insólita en las dependientas parisienses, me preguntó si pasear por París me había producido dolor de cabeza. Me desconcertó mucho y yo soy muy tímido y eso me lleva a tener reacciones extravagantes con tal de no quedarme callado o con cara de aturdido. “Yo he espiado a fondo esta farmacia en internet”, le dije con cierta contundencia, pero con mi francés tan escasamente correcto. Ella me miró como si no me hubiera entendido. “¿Tiene algo contra la policía secreta del barrio?”, le dije en español, y, sin esperar la respuesta, me marché azorado, rojo como un tomate.
En mi cuento de misterio de El País narré exactamente lo mismo que acabo de contar sobre lo que pasó en la farmacia, pero (buscando que realidad y ficción pudieran ser dos cosas y no una sola) evité mencionar que de la farmacia había salido yo azorado y rojo como un tomate. Aunque lo normal es que los hechos autobiográficos devengan más interesantes si se les inyecta ficción, en este caso concreto no suelo hacerlo mucho obré al revés, suprimí un dato de los hechos reales y a éstos, además, no les inyecté nada nuevo, imaginativo o no. Y fue curioso, porque al hacerlo me di cuenta de que silenciar algo de lo que ha ocurrido de verdad puede acabar añadiendo ficción a lo narrado.
Conté también en mi cuento de El País que entré poco después en el hotel y el periodista que allí me esperaba lo primero que dijo fue que tres horas más tarde él tenía una cita con el italiano Daniele del Guidice, escritor y aviador, el autor de Despegando la sombra del suelo, una bella novela en torno a la realidad y la metáfora del vuelo. Y de inmediato relacioné esto con la bella mansión de Chanaleilles, donde había vivido Saint-Exupéry, el aviador que tanto aparecía en el libro del escritor italiano.
Por la noche, a solas con mi editor, en la puerta del hotel, tras llevar más de un minuto sin hablarnos, Christian Bourgois me señaló la mansión de Chanaleilles, supongo que para que yo reparara en la casa más destacada de aquella calle. Y vi que se quedaba sorprendido cuando le dije que ya sabía que Niarchos la había comprado en 1951. Entonces, Bourgois, un tanto turbado ante los conocimientos que demostraba tener yo de las casas de París, desvió la conversación hacia otra de las grandes mansiones de la rue Vaneau (me la señaló con la mirada), de la que dijo que en París nadie sabía a quién pertenecía, se ignoraba quienes eran sus misteriosos dueños, misteriosos porque nunca nadie los había visto entrar ni salir. A veces de noche, me explicó Bourgois, se veían unas discretas luces, sólo en la planta baja y en tan sólo tres de las doce ventanas de esa planta. En mi relato de El País, tras contar que Bourgois me había contado todo esto, escribí: “De la extraña mansión que está cerca de Chanaleilles y del Hotel de Suède le tout París ignora quiénes son sus misteriosos habitantes. ¿Son tres los habitantes? ¿Son tres ratas? ¿De qué se esconderán? ¿Por qué no gastan apenas electricidad?”
Al día siguiente, al ir a fotografiar la placa recordatoria de la casa de André Gide, había tanta policía por allí que preferí no complicarme la vida, no fuera que empezaran a preguntarme por qué fotografiaba aquel inmueble. Ya en el hotel, caí en la cuenta de que Gide, Chanaleilles y la farmacia ya habían entrado directamente en mi vida allí en la rue Vaneau. Faltaba sólo Siria. Para el cuento que pensaba escribir sobre unas pequeñas señales que emitían los lugares de la rue Vaneau me faltaba aún la embajada de Siria. No parecía fácil que ésta me emitiera alguna señal, pues hacía meses que ni oía hablar de Siria y no parecía probable que en París pudiera pasarme algo relacionado con ese país.
Unas horas después, vi algo en la radio independiente Aligre que me produjo una gran sorpresa y que leí como una señal más sobre la rue Vaneau que la vida real se molestaba en emitir especialmente para mí. Al término de una entrevista que me hicieron en esa histórica emisora de radio independiente (en el 42 de la rue Montreuil, a veinte minutos de taxi del Hotel de Suède), me demoré en el hall de la emisora mirando en unos paneles unos recortes de prensa y descubrí de pronto, entre ellos, una carta de Julien Green con elogios a aquella radio, una carta de los años sesenta, escrita desde su casa, desde el… 9 de la rue Vaneau.
Al atardecer de aquel día, al ir a entrar en el hotel, vi, como de pasada y por primera vez, las tres ventanas iluminadas de la enigmática mansión de la rue Vaneau, y observé que tenían pocos voltios las bombillas, y también vi las tres angustiosas siluetas, muy apretadas e inmóviles extrañamente muy inmóviles en una de las ventanas.
Y, ya en mi habitación, mientras tintineaba en mi ventana la luz brillante de Sirio, la más rutilante y enigmática de todas las estrellas, pensé de pronto en que hay episodios de nuestra vida dictados por una discreta ley que se nos escapa. Lo pensé sobre todo cuando, mirando al jardín del primer ministro de Francia, escuché en las noticias de la televisión que en Siria el presidente Bachar el Asad acababa de cambiar de primer ministro.
“Será mejor que por mi propio bien sepulte el recuerdo de unas discretas luces que hay en una mansión de la rue Vaneau. Yo no he visto nada. En cualquier caso, los habitantes de esa casa son gente muy inmóvil. Pero ya no voy a pensar más en ellos. No es mi trabajo investigar qué clase de callada amenaza surge de la rue Vaneau.”
Así, sugiriendo que había una discreta amenaza en el centro mismo de París, concluía el cuento que envié a Madrid. Cuatro días antes de que lo publicaran, el Estado de Israel bombardeó tierra siria. Quedé estupefacto y escribí a El País para que añadieran estas palabras al final de mi cuento: “Hoy en la televisión han dicho que Israel ha bombardeado territorio sirio. ¿Seguirán estando ahí, apretadas e inmóviles en una sola ventana de la rue Vaneau, las tres siluetas? ¿O ya están en movimiento y la callada amenaza se ha vuelto realidad? ¿De qué lado viene esa amenaza?” Pero me dijeron que el cuento ya estaba impreso para el suplemento de los sábados y que ya no se podía modificar.
Se publicó el cuento sin el final de las bombas israelíes y empecé días después a sospechar que el cuento, libre ya de su autor, seguía andando por su cuenta, es decir, había tomado el relevo de mi escritura, cuando supe que los reyes de España habían viajado a Siria. De pronto, Siria iba cobrando, día tras día, mayor significación en mi vida. Y así el pasado 23 de octubre, al llamar a París para hablar con Christian Bourgois, me dijeron que había salido de viaje. “Está en Damasco”, me dijo su sobrina, como si fuera lo más natural del mundo que Bourgois estuviera allí. Hace tres días miré el periódico y ahí, entre las noticias, volvía a estar Siria: “Los reformistas sirios creen que Estados Unidos potencia el inmovilismo.”
Ahora cada día compro el periódico y busco las noticias. Ahí veo cómo continúa mi cuento por su cuenta. Hoy, por ejemplo, enseguida he encontrado el punto de lector abandonado ayer: “Bush ha hecho saber a Siria que confía en que refuerce la vigilancia en su frontera.”
Desde luego, esto no acaba aquí. ~
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