Ilustración de Alejandra Pizarnik

Fragmentos de un diario

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Alejandra Pizarnik fue, desde muy joven, una lectora de diarios de otros escritores, muy especialmente los de Katherine Mansfield, Virginia Woolf y Franz Kafka, que ya habían sido traducidos en Buenos Aires en la década de 1950. La versión española de los Diarios de Kafka se publicó en la Argentina (en traducción de J. R. Wilcock) en 1953. El ejemplar que perteneció a Alejandra lleva escrito en la primera hoja el año en que lo adquirió: 1955; está abundantemente subrayado y visiblemente anotado por ella a lo largo de los años; fue su libro de cabecera, de permanente relectura.
     En ella, la idea de escribir un diario como un relato de “vida” está prácticamente ausente. A partir de 1955 el diario es el lugar del aprendizaje y del trabajo por excelencia. Le sirve para aprender a escribir y crearse los medios literarios para su devenir lenguaje. A partir de 1960, y durante toda la época de su estancia en París, el diario es práctica y a la vez proceso: escribiendo deviene su escritura. Este es el periodo de su vida en el que más viaja, y sin embargo no habla de sus viajes, no describe lugares o paisajes, ni ofrece ese tipo de impresiones espontáneas, cotidianas, que normalmente anotan los diaristas. Alejandra escribe casi exclusivamente reflexiones sobre sus lecturas o sobre situaciones emocionales y psíquicas que analiza constituyéndose ella misma en esa tercera persona, que Blanchot llamaba “el neutro” y con la que comienza la literatura. A las terceras personas reales se limita a nombrarlas con iniciales, nunca las describe.
     Es también por esta época en la que empieza a hablar de crear lenguaje. Por este lenguaje sufre. Sufre porque es consciente de que esa búsqueda la separa: vuelve imposible el amor, la cotidianidad del amor, la pareja, los domingos en familia, las obligaciones comunes y corrientes, las distracciones. El lenguaje al que Pizarnik aspira no admite distracciones. Y el precio a pagar es muy alto.
     La tradición de escritores diaristas es fundamentalmente europea. Son grandes nombres de la literatura francesa, inglesa, alemana o italiana del siglo xix (Stendhal o Goethe) y del xx (Gide, Mansfield, Woolf, Kafka o Pavese, por citar sólo los más significativos). Pero no abundan ni en España (excepción hecha de algunos ejemplos aislados, como Alcancía Ida y Vuelta, de Rosa Chacel, publicado en vida de la autora) ni en Latinoamérica.
     Alejandra Pizarnik es, en este sentido, la primera escritora latinoamericana que escribe un diario concibiéndolo como parte de su proyecto de obra literaria. Trabajar escribiendo en sus diarios le es tan imprescindible como trabajar con sus poemas. La escritura del diario está estrechamente relacionada con la búsqueda de una prosa, la ambición de dotarse de un lenguaje concreto que le permita un día escribir una novela, un proyecto que evocará repetidas veces en sus cuadernos desde 1955.
     Hasta el final de su vida sus diarios tratarán de amor y de sexo, de angustia, “de elegir: o captar al mundo o rechazarlo”. Habla del deseo, de las formas del deseo en ella, analizándolas y nombrándolas con tanta lucidez y claridad que la convierten innegablemente en nuestra contemporánea.
     Los diarios de Alejandra Pizarnik constituyen un paso adelante en nuestra madurez artística. Colocan a nuestra literatura en el fiel de la modernidad. Que su lectura sirva para entender que su vida no fue una pose, que fue una escritora, que le dolió serlo, porque casi nadie podía mirarla y comprenderla y amarla tal cual era, y cuidarla, para que siguiera escribiendo esos poemas que ahora son lenguaje. Porque nadie decía como ella eso que apenas si se oye entre nosotros o dentro de nosotros, nadie decía como ella nosotros. ~

— Ana Becciú

 

1960
(París)
Domingo, 27 de Noviembre
Vi el film Los amantes. He entrevisto, por un segundo, cómo sería una vida hecha de aceptación: de sí en vez de no. Pero el temor a intelectualizar, el temor a detener y endurecer una visión imaginaria del futuro, congelándola, haciéndola pasiva y convertida en arquetipo. Y luego mis esfuerzos penosos por acercarme a ella, por remedar esa visión construida en algún instante pasado de mi imaginación, arbitraria y sola, izada como un ejemplo absurdo, como un ídolo sin cabeza, erguida en su imposible. Y soy yo quien me afano por alcanzarme en esa visión. Soy yo que me busco donde no estoy.

Recordé el negocio de bicicletas y rodados en la Av. Roca (después Perón), en Avellaneda. Mi paraíso. Mi teatro. Mi inalcanzable.

Lo que tiene de nuestra época este film (Los amantes), lo que tiene de nuestra generación, es que Jeanne M. no se detiene a causa de su hija. Quiero decir, la pérdida de sentido del concepto de “amor maternal” o “deber maternal”. Ello se demuestra en que yo esperaba que “terminase mal”, que vendría alguien a impedirle la felicidad recién descubierta. Pero no viene nadie y todo va bien. Estamos acostumbrados a los finales tristes.
     […]

Diciembre 7
Me obsede lo que me dijo uno de los empleados de la sección expedición. Le pregunté —mientras hacíamos paquetes— si no se siente muerto de fatiga por las noches. “Apenas llego me pongo el pijama, cocino las legumbres (porque yo las compro crudas), como, y enseguida me meto en la cama y leo, calculo…” Pero en francés era: je lis, je calcule… Todos estos días me pregunté qué podría calcular este hombre. Tiene voz de barítono, voz histérica, con inflexiones que asocio a los cantos napolitanos. Y dicho con su voz tensa: “je calcule”…

Ayer había un tartamudo en el hospital Saint-Anne. Casi afásico. Entró en la oficina de informes y habló muchas horas. Daba alaridos y daba como sirenas de barcos hundidos. Quiero decir, primero una e casi interminable, una e como un tren de diez mil vagones. Él aparecía cerca del tren, dispuesto a saltar y a meterse en uno de los vagones. Una vez que la e llegaba a una extensión insoportable, emitía una frase rápida y al instante no podía más y entonces de nuevo se bajaba del tren y construía una vía, un pasadizo, algo en que apoyarse, en que sentarse. (Yo lo escuché llorando.) Pero en verdad, si hubiera estado alguien conmigo, Susana por ejemplo, me hubiera reído como nunca, me hubiera reído como se reían las enfermeras.

Recordar q’ el viernes me sentí ángel. Locura furiosa. Y fue a causa de mi enorme silencio interno, de mi éxtasis, de mi volar mientras hacía paquetes en la sección Expedición. Y el sábado vino una voz que me dijo: Tú nunca morirás…

Una sola cosa sé: llegará la tranquilidad y llegará la paz. Y algún día no me importará nada.

1961
10 de enero
Almorcé con T. Una pura, una absoluta. Discusión interminable sobre la otredad y la unidad. Yo, naturalmente, fanática de la otra que soy. Por lo que me decía deduje que estuvo hablando de mí con Z., ambos censurando mi reiterada frase: “Yo, que tanto cambié en París”. Me gustaría que pudieran sentir, un solo día, lo que yo toda mi vida: morir de incoherencia, de deseos irreconciliables, asistir maniatados y amordazados al calidoscopio infame que forman las más horribles escenas de infancia sucedidas en una ruptura total con lo inteligible y lo esperado.

Le bleu du ciel, de G. Bataille. Todo libro importante parte de las obsesiones de su autor. Así yo, si no muero muy pronto, escribiré la historia del “rostro que tengo en las entrañas dibujado”. Tal vez mi vida es sólo un penoso prepararse a escribir esta historia.

El adorado yo, la infancia cercana, los sueños de gloria, la vanidad.

24 de marzo
Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador. Y cuando lleve un gran tiempo muerta, sé que mis huesos aún estarán erguidos, esperando: mis huesos serán a la manera de perros fieles, sumamente tristes en la cima del abandono. Y cuando recién muera, cuando inaugure mi muerte, mi ser en súbita erección restará petrificado en forma de abandonada esperadora, en forma de enamorada sin causa. Y he aquí lo que me mata, he aquí la forma de mi enfermedad, el nombre de lo que me muerde como un tigre crecido súbitamente en mi garganta, nacido de mi llamado.

1962
19 de febrero
Condenada al orgullo mental, a viajar entre los fantasmas de Kierkegaard y de Kafka, a causa de que me dijeron no cuando yo pedía, hace milenios de esto pero no lo olvido. Me habían prometido dejarme vivir y he aquí que agonizo a causa de un rostro entrevisto en Capri. Me encuentro entonces, tomando infusiones, tratando de no beber alcohol ni de fumar, cuando adentro se debate el suicidio, adentro razonan locas, adentro arrasan con todo y me abren las puertas y me dejan al viento. Nadie se asombra porque hay sólo sombras. Pero debo escribir, debo permanecer sana, lúcida y escribir… hasta que el rostro soñado venga a mí atraído como una bestia finísima por el perfume de mis ojos verdes presentido en algún lugar de mis poemas.

25 de julio
Comprender el sentido de mi espera. Imposible continuar así como si se tratara de aplacar y apiadar a “fuerzas superiores” que habitan un mundo que sería la otra orilla de éste.

No obstante, el desamor, los ojos cerrados, el deseo que se evapora frente a los rostros reales, la sabiduría apócrifa de la que se duerme en la espera. La infancia, esa ventana cerrada por la que columbraba la continuidad horrible de una sola estrella. Los deseos enunciados mediante voces llorosas. Esa noche al borde del mar: la fosforescencia de las arenas, la luna roja en lo oscuro —furiosa, obcecada—, noche en que aprendí la suprema negación del azar. Terraza blanca y roja, allí esperaba algo, alguien. ¿Para qué tanta espera? Para llegar al día de hoy, a mi voz que habla para no decir. Y ese lugar de silencio perfecto entrevisto tantas veces entre los horrores del alcohol. (Deseo muerto, compañero traidor.) Hablábamos con palabras vivas, ardientes, y he aquí las sombras de pronto, la carencia de sexo, esta sed que sólo requiere sustitutos. Se ha perdido, en un instante, el deseo auténtico, el que alentaba en tus noches temblorosas.

El yo de mi diario no es, necesariamente, la persona ávida por sincerarse que lo escribe.

Sucede esto: sufro. Son las 19.30 hs. Tengo miedo. Se ha perdido lo que nunca se tuvo.

Aprender todas las retóricas, viejas y nuevas, a fin de decir hermosamente que se ha perdido y se sufre. Las ganas de morir son inminentes y sin embargo tomarás un libro que no te gusta, estudiarás la forma —que desprecias— en que este o aquel poeta célebre (injustamente, según tu parecer) expresó sentimientos, percepciones, recuerdos y vivencias que no compartes. Luego te dolerán los ojos, toserás, seguirás fumando, postergarás para mañana lo que prometiste hacer el año pasado, y por fin, cansada, insensible, cesarás de sufrir porque tu cuerpo ultimado a poemas malos se sentirá tan agotado que te parecerá inocente. Entonces, dormir brutalmente hasta que el reloj te anuncie las ocho, hora de putear contra la vigilia, y beberás café y fumarás tosiendo y te hundirás en las pequeñas calles sucias “que conocieron Dante y Strindberg y Rilke”, y tu sed de ruinas te hará contemplar ávida cada signo de desecho y de muerte. Y pensarás: Mientras haya enfermedades y muerte habrá un lugar para mí. (Y habrá la misma sed, la que no se refiere al agua ni a la lluvia, la que sólo se sacia en la contemplación de un vaso vacío.)

He querido vencer esta muerte apostada en mi garganta. Y apenas aparezco todo se hace imagen lejana que está en un lugar al que accedo si me destruyo y me desmorono.

Pero el silencio es tan cierto, tan verdadero. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Alguien —tal vez muchos— tiembla a mi lado. Gente que he amado. Todas mis habitaciones fueron tugurios de espectros, sumideros de llamadas ahogadas por mi orgullo, por este temor de ser rechazada por gente sin realidad, que no debiera importarme, dada su naturaleza invisible.

Debe de ser idiota esta creencia mía de que al escribir veré una señal, algo con que seguir. Nostalgia pura, en estado de pureza apremiante. El viento feroz, la cueva de harpías que me remiten a mi llamada de cada día.

(B. tendrá que venir.)

Alguien invoca, alguien evoca, alguien pide penitencias, remisiones, revisiones. Es la hora de horadarse. La hora del oráculo. Alguien pide treguas, límites. ¿A quién? Vieja historia.

Pero no. Que suenen las melodías de siempre, tan viejas.

Y todo por cuatro sombras idiotas que te dieron miedo.

Alguien que yo sé yace en el medio del saber y del no saber. Yace inmóvil. Lenguaje inútil: nunca, como hoy, sentí estos deseos superlativos de hallar la causa, la raíz, el origen, de mi sufrimiento. Pero ¿y si me dejara tranquila? Después de todo podría pasar encantadoras veladas rumiando sucesos fantasmales y recordando cosas no habidas. Todo este pedir, querer, buscar, tratar, pertenece a las abstracciones de la mierda como el dinero, la ambición y el calcular. Ahora bien: ¿qué hago yo entre estas cosas? Enmierdarme, si me permites el galicismo.
     
1964
Buenos Aires
6 de marzo-viernes
Busco una forma definitiva, un estilo simple y correcto de decir las cosas. Esto me enerva. Es como mi imposibilidad de encontrar una lapicera exactamente apta al movimiento de mi mano. A veces creo encontrarla pero me sirve por muy poco tiempo. El mismo problema con los cuadernos, con las hojas. Mi deseo es inhumano: busco una continuidad absoluta. Lo único continuo en mí es mi deseo de esta imposible continuidad. Ahora recuerdo que ni siquiera mi estilo oral es siempre el mismo: cambio de voz, cambio de léxico, cambio de acento (recuerdo mi periodo mexicano en París, lo que me gustaba acentuar diferentemente las palabras). Estoy anómalamente fragmentada. Por eso mis pequeños poemas. El aborto es mi emblema, mi emblema de bordes mordidos. Todo esto puede derivar muy bien de la impaciencia. Imposible amar la tarea presente, hay un perpetuo anhelo de finales rotundos, muerte y resurrección. No el aborto sino el suicidio. Sólo salva el interés sostenido, presente. Al menos es lo que se dice. Yo no tengo tiempo, algo me precipita todo el día. Cuando nada me precipita entonces nada pasa. Soy una muerta.

Domingo 21 [de junio]
He trabajado dos horas. Y ello, porque pensé que J. B. podría leer mi artículo sobre Michaux. Lo escribía pensando en él. Dicha de escribir o de trabajar en cualquier cosa: el silencio interno que se produce. Pero no escribo poemas, he perdido el hilo, no sé dónde estoy poéticamente. Absurdo. Lo que yo deseo es escribir en prosa. Respeto por la prosa, excesivo respeto por la prosa.

Curioso: sé “interrogar” en poesía. No lo sé en prosa. Quiero decir: sé estudiar un poema-breve, naturalmente. Cuando se trata de prosa entro en la confusión. Pero podría empezar con cuentos muy breves. No, yo quiero un refugio.

El refugio es una obra en forma de morada. ¿Acaso no lo es este —digamos— “diario”?

Leí un poco de Garcilaso y un cuento de Julio C. Mi ideal literario data de la época de Gide. Esto es risible pero no menos cierto. Me obligo a leer en español. Siempre la Forma, mi imposible.

Y todo para llegar a mi aspiración actual: cumplir con mi deber. El deber podría aminorar mis enormes sentimientos de culpa. Pero yo empecé siendo maldita…

1966
1/V
Deseo hondo, inenarrable (!) de escribir en prosa un pequeño libro. Hablo de una prosa sumamente bella, de un libro muy bien escrito. Quisiera que mi miseria fuera traducida a la mayor belleza posible. Es extraño: en español no existe nadie que me pueda servir de modelo. El mismo Octavio es demasiado inflexible, demasiado acerado, o, simplemente, demasiado viril. En cuanto a Julio, no comparto su desenfado en los escritos en que emplea el lenguaje oral. Borges me gusta pero no deseo ser uno de los tantos epígonos de él. Rulfo me encanta, por momentos, pero su ritmo es único, y además es sumamente musical. Yo no deseo escribir un libro argentino sino un pequeño librito parecido a Aurelia, de Nerval. ¿Quién, en español, ha logrado la finísima simplicidad de Nerval? Tal vez me haría bien traducirlo para mí. Y no obstante, como siempre, está la tentación de estudiar gramática, y la sensación de que no sirve para nada estudiarla.

1967
24/IX/67
Olvidar la “idea” del libro. Cada poema está solo. Hay pocos poemas solos que sean válidos o que sienta yo con ellos el antiguo mínimo grado de perfección.

25/IX/67
     Además de cada poema, cada verso es en su ser. Digo que todo es en sí, a solas, aislado y fragmentado. Dura faena la de unir los fragmentos. Eso se llama curar el poema como una herida.
     
1968
5/VII
El éxito de mi art.[ículo] sobre S.O. se debe a que no soy un crítico sino alguien que para escribir necesita un tema único y un director de revista que lo apremie. Todo esto se relaciona con mi falta de eje o mi sensación de tener, o no tener, la columna vertebral, muy poca columna en mi caso.

El problema es el siguiente: ¿cómo descubrir, en mis composiciones sueltas, un eje o algo a modo de columna vertebral? Hasta ahora fue el método de las composiciones sueltas. Ahora quisiera algo mucho más extenso, como La condesa. Había elegido N.N. pero me duele esconderme detrás de un libro para decir lo que yo quiero. Al menos, claro está, que desarrolle las principales escenas: la del concierto disonante // la de N.N detrás de su padre // la del perro, etc., que las transforme adaptándolas para mí. Ej.: N.N. detrás de su padre sería el temido puente de Avellaneda. Pero ¿cómo incorporar C. Jaune? Es tan poco, c’est si mièvre, tan indigno de alguien que tocó fondo. ¿Y qué se toca cuando se toca fondo? Se toca fondo, eso es lo malo de la extremada intensidad, de la profundidad. ~

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