Luis Buñuel en pantuflas

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Uno. Lo dice la canción: … en el recuerdo hay una forma de olvidar. De ahí, quizás, que el narrador de la presente historia se niegue a recordar, pero a cambio imagine puntualmente. Claro que no se trata de una historia, y tal vez sea excesivo hablar de un narrador. En todo caso está presente un ojo. Más todavía, un ojo intruso, de niño al propio tiempo fascinado por su entorno y seguido de cerca por toda suerte de íntimas alimañas y fantasmagorías. Un niño que se asoma y atisba en todas partes, menos en donde no le importa. Porque una cosa es conservarse puro frente al mundo adulto y otra permanecer indiferente cuando los dos señores que se están carcajeando en la sala con papá y mamá son Octavio Paz y Luis Buñuel.
     Buñuel como una suerte de tío de cariño, abuelo de ocasión, cómplice que se escapa de los demás intrusos con argumentos del más puro azar objetivo: “Diles que soy fascista.” Buñuel sin guión, sin corte, sin buñuelólogos ni tristanófilos presentes, sin pantalones casi, frente al ojo voraz del escuincle fisgón —después adolescente, luego adulto— que devora y procesa información, impunemente. De modo que uno al libro no lo lee, lo atisba. En lugar de avanzar en la lectura, va juntando las escenas de una historia sin guión, como lo haría cualquier vecino entrometido. No sería del todo extraño toparse con los textos de Luis Buñuel: a mediodía convertidos en juego de barajas: Luis Buñuel para armar.

Dos.Conocí a Claudio Isaac el día que fui enviado a fusilarlo. ¿Quién se creía ese privilegiado de notorio abolengo para filmar la historia de la muerte de Pedro Infante? Peor todavía, los redactores del boletín de prensa citaban su amistad con Luis Buñuel y hasta reproducían una carta que virtualmente lo apadrinaba. Nada que pareciese perdonable al ojo carroñero de un suplemento cultural cuya única real independencia estaba en que ya casi nadie lo leía, comenzando por los oficiosos-pero-aburridizos censores del periódico. Partí, pues, con el fusil al hombro, listo para jalar el gatillo no bienapareciera en la pantalla Pedro Infante, previendo cualquier cosa menos que volvería con el parque intacto.
     Para salvar a Pedro Infante del tiroteo, Claudio Isaac comenzaba por sacarlo del casting, para meterse él mismo en su lugar. ¿Que tenían en común el escritor Pablo Rueda y el protagonista de Nosotros los pobres? Nada, sino que la fecha de nacimiento de uno coincidía con el día de la muerte del otro. De modo que el espectador, desde el mero principio abandonado de la mano de Infante, ya no podía por menos de caer en baches similares a los de Pablo Rueda, y como él obligarse a sobrevivir en un hediondo entorno burocrático-cultural donde toda pureza, y de hecho hasta la más elemental decencia, son atributos de ángeles caídos: losers de la ciudad.
     Sin tener que meterse en los zapatos de uno solo de Los tres García, Claudio Isaac conseguía insertarlo a uno en los suyos, cosa que tuve clara apenas advertí que no podía disparar un solo tiro contra Pablo Rueda sin al propio tiempo recibirlo en el pecho. Malas noticias para los entusiastas fiscales del suplemento cultural: el sicario prefiere traicionarlos a ellos antes que al protagonista, quizás porque, como él, se ha visto agonizando de amor hueco frente a la voz de la mujer a todas luces fatal que da la hora por teléfono. Ciertamente, algo había de enfermizo, de ácido y amargo, en las bromas malsanas de Claudio Isaac, dosificadas a lo largo de la película, y ésa ya era razón más que bastante para celebrarlo.

Tres. Para sacar completo —y antes que nada vivo— a su Luis Buñuel, Claudio necesita sacrificar al otro. Esto es, el que hasta hoy había sido o parecido nuestro, a menudo rodeado de pompas y tributos de tufo teologal. Intenta entonces lo que entiende como “Un libro con Buñuel, más que sobre él”, y así se refocila de nuevo degollando a los patéticos, recobrando fragmentos de memoria como quien hurga entre pedazos de película, y hallando ahí los gérmenes de sus más viejas obsesiones.
     Ciertamente los trucos parecen depurarse. Una vez más, el narrador nos mete en sus zapatos y en pocas pinceladas los hace todos nuestros. De modo que uno ya no sigue la vida del narrador a través de sus recuerdos, sino que es obligado a expropiarlos, hasta el punto de no aguantar la risa cuando escucha a Buñuel asegurar que a él Jodorowski lo jodorowski. Escuchar a Buñuel: un placer peligroso para el beato, pródigo para el intruso, extraído del mundo capsular donde Tristana era básicamente una perra ratonera y los actores eran todos cucarachas. ~

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