Con hambre de renombre

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Quizás lo verdaderamente posh de la revista Hola sería jamás abrirla. Y de leerla ni hablar: es seguro que hasta el más exquisito de sus textos conserva un cierto inconfundible gusto a plebe. A decir de un encumbrado personaje de Rubem Fonseca, las revistas de sociales se editan para el solo consumo de los pobres, que ahí encuentran la única ventana hacia la forma de vida que les fue vedada. Pues quien es personaje de una publicación así por causa de su sola alcurnia lo desearía todo menos enterarse de tamañas vulgaridades —peor aún, encarnarlas. Pero vamos por partes: ¿a quién le queda alcurnia, a estas alturas? ¿Qué miembro acaudalado de la desfalleciente aristocracia no sonríe como un plebeyo comedido con tal de contemplarse en las mismas páginas donde pícaros y advenedizos de la talla de Donald Trump se refocilan engordando una leyenda que ellos mismos se empeñan en abaratar? Es demasiado tarde para ser posh cuando la fama se ha hecho comezón.
     “La altura de mi estirpe hizo en mala hora que la soberbia el pecho me quemase”, gemían los condenados al Infierno de Dante, acaso porque encima padecían una seria escasez de paparazzi. Pues pasa que la estirpe como tal ha dejado de ser moneda corriente hasta en las mismas páginas de sociales, donde el rancio prestigio ha cedido su sitio a la fama instantánea. Lo de menos es cómo, por qué o desde cuándo Perengano es famoso; hay que arrimarse a él a cualquier precio, rasguñar una rebanada del pastel que todos se pelean por morder. Tampoco importa mucho si el pastel tiene algún relleno o siquiera sabor: basta con que parezca digno de ser devorado, y con ello consiga procurarnos el deleite morboso de provocar envidias insanables. Si antes la tentación era sólo existir, hoy es preciso estar en la obsesión ajena, danzar en otros sueños, brillar con luz prestada, sin para ello tener más que mirar hacia el fotógrafo y soltar una de esas sonrisas no-exactamente-generosas que con alguna suerte habrán de convertirlo en nuestro hagiógrafo: Cheers!
     Se ha dicho, no sin la acostumbrada petulancia estadística, que los pies de foto tienen una probabilidad 75 por ciento mayor de ser leídos. En el caso de las revistas de sociales, el porcentaje se incrementa incalculablemente, toda vez que la “crónica” que acompaña a las imágenes adolece de una absoluta ñoñería, y a menudo está allí sólo para halagar al anfitrión, el patrocinador o el festejado, mediante un texto generalmente breve que se solaza en saberse predecible (allí donde cualquier sorpresa es indeseable). Al final no interesa averiguar cómo estuvo la fiesta, y ni siquiera quiénes acudieron, sino cuántos y cuáles son los afortunados que cruzaron las eliminatorias fotográficas (por facha, fotogenia, opulencia o pedigrí) hasta mirarse orondos sobre el pie de foto que acredita una fama irregateable.

2. Árbitros de escaparate
     Vivir para ser visto, ser para parecer: he ahí el interés fijo de quien busca volverse o conservarse simplemente famoso, ya no en razón de un hecho y aún menos de un mérito, pues la fama, así vista, vale exclusivamente por sí misma: dominatrix que todo lo demanda y nunca acaba de entregar cuanto ofreció; jamás somos sus dueños y siempre sus rehenes. ¿Qué dirá un cazautógrafos si aquel a quien considera famoso, y en tal razón lo admira, le regatea el derecho innegable de abordarle y sacarle la firma, la foto, la sonrisa? ¿No tendrá el privilegio de ir por ahí diciendo que el so-called famoso —adjetivo pueril con ínfulas de título nobiliario— es un pobre infeliz que se ha mareado por estar diez minutos parado en un ladrillo? No obstante, ¿es la soberbia obstáculo o boleto para poseer la popularidad acariciada? Fama fatal: esa vieja doncella, sentencia la canción de Jaime López.
     Se entiende que más de uno entre quienes reciben de la noche a la mañana esta nave sin rumbo prefiera de una vez treparse en ella como en una espaciosa limusina dorada e instalarse definitivamente en un escaparate del cual no tiene para qué bajar. Puesto que en adelante sólo vivirá para ser visto, hasta que su sonrisa no sea ya una expresión, sino un logo: su trademark. Si observamos con calma y malicia las fotos “divertidas” de ésta o aquella revista —social o farandulera, que a la postre da igual porque sus personajes saltan de una a la otra con gracia de vedette injertada en primera dama— notaremos las ansias de los fotografiados por gritar “aquí estoy”, e incluso “no me olviden”, cuando no “envídienme, por favor”. No podemos saber si un segundo antes o después de la foto se estaban propiamente divirtiendo, pero nos debería quedar claro que al instante del clic la pasaban en grande. ¿O es que la fiesta tuvo un momento mejor?
     Endilgarle el oficio de cronista, reseñista o narrador a quien redacta el texto de un encuentro social es entrar automáticamente en conflicto con quienes desempeñan seriamente —o al menos con un mínimo decoro— tareas similares. Hace años, Miguel Ángel Granados Chapa calificaba esa tarea de bisutería y la consideraba indigna de llamarse periodismo, si bien antes de suscribir tales pareceres habría sido preciso consultar la opinión de los bisuteros, cuyo oficio demanda conocimientos más complejos que el necesario para pergeñar la “crónica social”. ¿Qué hay que tener, entonces, para alistarse entre las glamorosas filas de los redactores socialités? Puntería, sin duda, pues sólo quien se encuentra en el momento justo y entre las amistades adecuadas consigue el privilegio de escribir sobre nada, y eventualmente convertirse en árbitro social.

3. Antes nada que nadie
     Escribo estas palabras presa de algún sonrojo abominado: recuerdo todavía, entre náuseas retrospectivas, la noche en que me propusieron ser editor de una revista “socio-cultural”. Una chamba envidiable, me decían, ya que tendría en mis manos la posibilidad de participar en proyectos culturales y artísticos de altísimo interés, apoyado por toda suerte de genios y mecenas deseosos de participar en ese afán artístico, cuyo impacto social quedaría registrado en la revista. Bombardeado por eufemismos ávidos de importancia y esnobismos ufanos de trascendencia, creí encontrarme en el lugar donde una vez se halló Truman Capote, y fue así como caí en la misma trampa que hace al arrimadizo creerse objeto súbito de raros y valiosos privilegios.

Cuando menos pensé, ya estaba sumergido en lo hondo de la nada.
     ¿Cómo se hace para narrar la no-experiencia? El mismo Robbe-Grillet las habría pasado negras para sacar un párrafo con vida después de hurgar inútilmente en esas reuniones repletas de oquedad donde los condes alternaban con los genios, unos y otros espurios y volátiles, listos para vender entero su prestigio a cambio de alternar con alguien más famoso —el que fuera—, con tal de formar parte de esa plana esplendente donde su imagen aparecería engalanada por alguna cabeza periodística indeleble. “Unidos por el arte”, por ejemplo. O también: “Juntos por el deporte”, si la ocasión era uno de esos juegos de polo donde sólo a los jugadores parece preocuparles el marcador. Pues el arte, el deporte, la música o la filantropía no son, en tales casos, sino coartadas que propician y justifican la ocasión de reunirse y parecer; luego, orgullosamente, ser.
     ¿Quién habría creído por entonces —hará algo más de una década— que al cabo los untuosos “cronistas de sociales”, entonces dedicados a regalar famitas, corretear edecanes y extorsionar restauranteros (pobre del majadero que pretendiese cobrarles una cuenta), terminarían abaratando sus laudos hasta el extremo de tornarse animadores de jaripeos o exégetas de actrices en declive? ¿Cómo entender que luego de tantos y tan aparatosos festines los exquisitos prefiriesen las famas que otrora eludieron? En todo caso ahora varios de esos nombres gozan de más famita que las viejas estrellas de su circo, mientras que los escasos aristócratas allí envueltos —poco o nada dotados para leer los signos de la época— padecen ya los escozores propios de la fama barata, o bien se han resignado a ser patéticos, con todo y sus nostalgias por la nada exquisita que otrora fue excluyente, y hoy cualquier día amanece poblada de encueratrices.
     Recuerdo aquellos años aburridos por la presencia, más bien fantasmal, del único villano capaz de hacer plebeyas de princesas y hetairas de doncellas merced al solo aroma de su paso veloz. Es decir, el dinero. Por más que en los banquetes y las fiestas se hablara de apellidos y prestigios centenarios, no quedaba una puerta cerrada al arribista: primer interesado en compartir pie de foto con los más estirados habitués. Y como éstos fueran capaces de habituarse a todo menos a la miseria, nada de raro tuvo que el carnaval de joyas derivase en parranda bisutera. Cuando al fin conseguí huir de la revista cuyo lema rezaba “Lo mejor de la gente para lo mejor de la vida”, no quedaba de aquellos espejismos de esplendor más que un puñado de facturas impagables y un eslogan a medio percudir.

4. There’s a kind of bluff
     Cierta vez, cuando aún la fortuna y la fama parecían sonreírle, el pintoresco billonario Adnan Kashoggi fue entrevistado por la revista Hola abordo de su yate, el Nabila, donde hasta la vajilla y los inodoros eran de oro macizo. Intrigado por la presunta quiebra de una entre sus doscientas y tantas empresas, el reportero se atrevió a observar que las letras del yate habían pasado del dorado al plateado: inequívoco signo de ruina financiera. A lo cual el magnate respondió, con un dejo de sorna satisfecha, que ciertamente había cambiado las letras de oro… por otras de platino. Al propio tiempo, Donald Trump lamentábase de aún no poder dar los fiestones que solía ofrecer Kashoggi, pero ya se ufanaba de hallarse “formidablemente cerca”. Mérito suficiente para hacerse cazar —y asimismo casar, en más de una ocasión— por las modelos más ávidas de Manhattan: aquellas que, como él, vivían de las solas apariencias. ¿Le preocupaba a Trump cargar con la no tan privada fama de patán pudiente? Habituado a imponer su voluntad despótica mediante toda suerte de abusos de poder, al temerario Donald no le quedaba tiempo para sutilezas: ostentar seguía siendo su negocio.
     No es, por cierto, accidente que Donald Trump sea hoy por hoy el dueño del Miss Universe, ni que sus inversiones en casinos hayan crecido geométricamente, ni que posea y promueva un reality show especial para yuppies al vapor, pues su estrella es precisamente la del cazafortunas; nadie lo envidia tanto como chulos, tahúres y guapas trepadoras: la corte ideal de quien comprende a fondo el negocio de la fama y se jacta de ser reconocido por las calles de la Big Apple. ¿Discreción? ¿Para qué? ¿No es por todos sabido que el máximo campeón de los arribistas detenta una fortuna superior a los dos mil quinientos millones de dólares? ¿Alguien aún ignora que hacer público un dato semejante —por más que ello refleje un gusto ignominioso— contribuye precisamente a engordar esa suma?
     En sus tiempos de gloria, Mohammed Alí se preguntaba cuál era el objeto de pelear contra el cien por ciento del contrario, cuando antes del primer campanazo podía reducirlo hasta el cincuenta. Años después, Mike Tyson opinó que un buen golpe nacía del intento de incrustar la nariz del enemigo en el fondo del cráneo; de ahí que combatiera armado de una furia confundible con ojeriza mortal. Aficionado al box y valedor de Tyson, Donald Trump se ha enseñado a ser competitivo arrodillando al adversario ante su fama universal de potentado y atacando con todos los recursos a su alcance. Si Tyson se decía “el tipo más duro del mundo”, tendría que haber palpado la carota de Trump: con toda probabilidad más sólida que sus bíceps.
     “Es natural que quieran saber todo de mí”, confiesa la famosa Paulina Rubio a una publicación de altos vuelos sociales y bajo precio al público, gracias a sus innumerables anunciantes: carne fresca en su punto para la clase media. ¿Qué hace Paulina Rubio para asegurarse de todo ese interés? Como todos aquellos que renuncian a cualquier forma de intimidad en aras de una fama a prueba de knock outs, la también conocida como “Chica dorada” hará absolutamente lo que sea por librarse de ser una hija de vecino. ¿Nobleza? ¿Anonimato? ¿Libertad? Hasta donde se sabe, virtudes de esa clase —alguna vez tan posh— hoy ya sólo son buenas para ganarse un sitio en la cola del cine, como todos. O mejor: como nadie. –

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